La dicotomía entre el amor y la tragedia de la guerra, en una conjunción que hurga en las más inextricables pasiones y conflictos del ser humano, es la propuesta temática de “Suite francesa”, el nuevo film del realizador británico Saul Dibb.
La película se inspira en la novela inconclusa de la escritora judeo-ucraniana Irène Némirowsky, quien fue arrestada y posteriormente asesinada en el campo de exterminio de Auschwitz, en 1942.
Poco antes de su detención, había terminado las dos primeras partes de un dramático relato que recrea la pesadilla padecida por los franceses ante la invasión de las tropas nazis, registrada en 1940.
El escrito, que fue condensado en un cuaderno, fue descubierto por su hija Irene recién en los años noventa y publicado en formato de libro en 2004, transformándose en un resonante éxito editorial.
Obviamente, la virtud del texto original es su descarnada frontalidad y si se quiere autenticidad, por haber sido escrito precisamente en el mismo momento en que se estaban registrando los acontecimientos.
Esa singular coyuntura psicológica, sumada naturalmente a la condición de judía perseguida de la propia creadora, confiere a la obra un superlativo valor documental.
Esta inapreciable materia prima literaria de acento testimonial, es el disparador de un film ambientado en tiempos de dolor y tragedia.
La propia historia marca a fuego la tensión del conflicto bélico, en tanto narra el imposible romance entre una joven francesa y un militar alemán que integra las fuerzas de ocupación.
El relato está ambientado en Bussy, un pequeño pueblo francés que, como todo el país, fue asolado por las hordas del Tercer Reich, entre mayo de 1940 y diciembre de 1944.
La secuencia del cruento bombardeo de la aviación alemana y de los lugareños huyendo despavoridos para sobrevivir a la agresión, es tal vez la imagen más contundente de la barbarie perpetrada por los invasores.
En esa escenografía de espanto, los pobladores deben padecer el atropello de los usurpadores, quienes, obviamente, no respetan ni la intimidad de las familias.
Incluso, los soldados no dudan en ocupar las viviendas que comparten con sus propietarios, en una convivencia cargado de razonables temores.
En ese contexto, Lucile Angellier (Michelle Williams), una joven que vive junto a su estricta madre, interpretada por la estupenda Kristin Scott Thomas, debe aceptar como “huésped” a Bruno von Falk (Matthias Schoenaerts), un oficial del ejército germano.
Por supuesto, no se trata de un acto voluntario sino de una imposición, porque los nazis detentar el poder absoluto y nadie razonablemente osa desafiarlos.
En efecto, el pequeño poblado se ha transformando en un paisaje de horror, por la violencia ejercida por los ocupantes, las ejecuciones y los permanentes atropellos.
El otro ingrediente dramático de la anécdota es que la joven anfitriona está sola, ya que su esposo ha sido capturado en el frente de batalla y permanece prisionero del enemigo.
Esta contingencia alimenta aun más el rencor de la familia hacia los uniformados, particularmente de la intransigente suegra, que está naturalmente conmovida por la ausencia de su hijo y soslaya todo contacto o acercamiento con el intruso.
Ahora, ambas mujeres están inmersas en el drama de todo un país, al cual permanecieron ajenas e indiferentes hasta que un grupo de parisinos llega a la localidad huyendo de la demoledora maquinaria bélica del imperio.
Por supuesto, la propia guerra las transformó en víctimas indirectas, porque la mayoría de los hombres debieron tomar las armas y marchar rumbo al escenario de la conflagración.
Aunque parezca inverosímil, esa convivencia compulsiva deviene en amor entre la joven y el militar, quien, antes de enfundarse en el uniforme, era un compositor musical.
Por supuesto, ese coyuntural romance violenta radicalmente todas las leyes de la lógica, en tanto sus protagonistas están separados por una frontera política infranqueable y orígenes sociales radicalmente diferentes.
En esas peculiares circunstancias, un piano se transforma en el elemento articulador de emociones y sensibilidades compartidas entre los dos amantes. Esa es, por supuesto, la suite a la cual alude el título de la novela y la película.
El director y guionista Saul Dibb juega con las dicotomías y causalidades, sugiriendo que aun en un paisaje de violencia es posible que aflore el amor.
Empero, más allá de la esmerada reconstrucción de época, los atinados apuntes históricos y las buenas actuaciones protagónicas, “Suite francesa” carece de la indispensable hondura dramática que sí posee el libro original.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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