El trascendental cruce entre el dolor, la solidaridad y el compromiso de sesgo humanista es la materia temática que aborda “En un lugar en Francia”, el conmovedor drama del realizador cinematográfico y médico francés Thomas Lilti.
La película aborda uno de los temas tal vez más controversiales de este y todos los tiempos: la casi siempre compleja relación entre el médico y el paciente.
Desde ese punto de vista, el relato pone sobre el tapete nada menos que el compromiso de la profesión médica que, en más de un sentido, siempre ha sido una suerte de apostolado vocacional que trasciende a las meras obligaciones laborales.
Por cierto, este concepto colisiona radicalmente con la contemporánea mercantilización de la salud, que, como en otros tantos aspectos, reproduce las desigualdades sociales consustanciales a una sociedad gobernada por el lucro y las reglas del mercado.
Se trata, por supuesto, de un tema impregnado de connotaciones de naturaleza ética, en tanto la medicina tiene a su cargo el cuidado nada menos que de la vida.
Esa responsabilidad -que es naturalmente ineludible e insoslayable- es abordada por “En un lugar en Francia”, cuyo título original, bastante más acertado que el de distribución comercial local, es “Medicina de campaña”.
La película, que es una suerte de homenaje a los médicos rurales, contiene la intransferible impronta del director y también médico Thomas Lilti, quien vuelca en el film el fruto de su propia experiencia profesional.
La historia, que está ambientada en una zona rural de la región de Normandía, narra la peripecia de Jean-Pierre (François Cluzet), quien oficia como único médico del pueblo desde hace treinta años.
Rescatando la mejor tradición del médico de familia o bien del de cabecera, el profesional ejerce una suerte de liderazgo en toda la comunidad, que lo respeta como técnico pero particularmente como ser humano.
Todos confían en sus conocimientos, pero sobre todo valoran su gran sensibilidad, que lo transforma por cierto en un auténtico referente para los lugareños.
Por supuesto, además de preocuparse por la salud de sus pacientes, este hombre bastante serio y taciturno también es una suerte de consejero.
En ese contexto, el personaje central de este relato –que trabaja sin descanso y a demanda- sabe conjugar bien el rol meramente profesional con una mirada cómplice y tierna que le permite interpretar lo que sienten sus eventuales clientes.
No obstante, la narración experimenta un giro realmente radical cuando al propio protagonista se le diagnostica una grave enfermedad, que lo obligará a librar una nueva batalla, ahora por su propia vida.
En esas circunstancias, su galeno le sugiere que contrate a Nathalie (Marianne Denicourt), una médica recién recibida, no tan joven pero de escasa experiencia, para que lo ayude en su habitualmente ardua tarea. Naturalmente, la indispensable irrupción de la mujer supone una contingencia no deseada, que deparará, a la sazón, más de una complejidad.
Como es de suponer, los conflictos entre ambos no tardan en llegar por un problema de incompatibilidad de caracteres y porque la presencia de la médica, aunque no se admita explícitamente, afecta naturalmente la autoestima del protagonista.
La película no soslaya el dramático tema de la muerte, que está naturalmente presente también en esa comunidad rural y es considerablemente amplificada por el comprensible grado de proximidad entre los habitantes de un pequeño colectivo.
Más allá de la mera trama argumental, el film no omite una profunda mirada sobre los ambientes, las costumbres y los personajes de una comunidad de por sí peculiar.
No en vano ese apacible microcosmos donde habitualmente no sucede nada relevante, es profundamente conmovido por la enfermedad del médico.
Igualmente, la película reflexiona sobre las condiciones de precariedad en las que trabajan los profesionales de la medicina en esos lugares distantes de los grandes centros urbanos.
Thomas Lilti sabe administrar todas esas emociones y tensiones cotidianas que condensa en una película impregnada de singular realismo y frontalidad, acorde con la mejor tradición del cine galo.
“En un lugar de Francia” entrecruza el drama con la comedia agridulce y hasta insinúa un romance que no se concreta, en una armónica conjunción que rescata el lado más sensible y ciertamente entrañable de la condición humana.
La muy solvente y convincente actuación protagónica de François Cluzet al frente de un reparto actoral de correcto desempeño, transforman a este film francés en una propuesta realmente atendible.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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