(*) “Si te gustó, bancátela”, fueron las palabras de un legislador uruguayo en un debate sobre el tema del aborto

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Luego de las recientes expresiones del ex fiscal Gustavo Zubia, (acerca de que, si una niña de 12 años mantiene relaciones sexuales, con consentimiento, con un hombre de 26, estrictamente no existe la violencia), se reaviva el debate sobre un tema muy delicado para estos tiempos que corren.

Acepta el doctor Zubía que haya lo que en léxico jurídico se denomina “violación ope legis”, es decir, establecida por la ley. Pero, según él, ese es otro tema. En nuestra opinión es el mismo asunto, enfocado desde diferentes puntos de vista.   

Los móviles últimos de los protagonistas de abusos sexuales a menores, con consentimiento de estos, las excusas de los traficantes del sexo y la perversión de los sentimientos humanos, que transforman al acto sexual en «servicio» de «trabajadoras sexuales», tienen cómplices selectos, objeto de palmas elogiosas, principalmente en el campo de la literatura.

Los abogados defensores de estos desvíos, no están solos, los apoya una recua de pensadores y ejecutores de poderes de seducción, algunos de ellos con fama universal.  Pero gracias al cielo, nuestra Fiscalía no se aviene a pruebas literarias, sino que se ajusta al derecho positivo de la República, donde funciona, como un blindaje contra los abusivos, el “ope legis” que tanto incomoda al señor diputado.

Porque la clave está en si ese consentimiento es dado por una persona con la madurez necesaria para enfrentar las consecuencias del acto, y con la suficiente capacidad para valorar las intenciones de quien le propone mantener las relaciones. El ope legis para la violación no está porque sí, sino que es una presunción legal de que una niña, niño o adolescente están en una etapa de desarrollo de su vida, que no le permite una razonable madurez para valorar la situación. El mecanismo funciona para otros casos en los que desproporción (de poder) entre los protagonistas. Opera en otras presunciones: en el proxenetismo y en la paternidad, verbigracia.

La literatura, así como algunas historias de vidas estelares, proporcionan ejemplos flagrantes de situaciones de abordaje sexual de personas mayores (generalmente hombres) con niñas o niños en condiciones de indefensión y desigualdad, en relatos edulcorados por plumas brillantes y por la destreza del autor de dorarnos la píldora, de modo que los lectores desprevenidos, o sumisos, aceptemos como grandes conquistadores a perpetradores de delitos aberrantes. Y ojo que no estamos cometiendo el error de descontextualizar (ni temporal ni culturalmente) a obras famosas, que nos cuentan ese tipo de peripecias, cuando el entorno era permisivo y legitimaba las mayores inequidades, hasta negar su existencia. Pero claro, no es lo mismo entender aberraciones en el arte de dos o tres siglos atrás, que reinstalarlas hoy en la mesa del debate, cuando los derechos adquiridos de niñas, niños y adolescentes ya han sido abrumadoramente aceptados por especialistas de varias disciplinas y por buena parte de la opinión pública.

Podríamos hacer un listado de obras, o de biografías de famosos, donde se relatan estos actos, elevados a la categoría de obras cimeras, pero bastaría con citar a la celebrada «Lolita» de Vladimir Nabokov (llevado al cine en varias versiones), o los relatos de violaciones conjuntas a jóvenes (varones y niñas) contados, con pretensiones de vanguardistas de revoluciones sexuales, por la pareja Sartre- De Beauvoir. Pero como esa no es la pretensión de este artículo, nos quedaremos con el ejemplo cumbre del «Fausto» del alemán Johann W. Goethe (1749-1832)     

 En esta conocida obra, el protagonista, Doctor Fausto, profesional maduro y prestigioso, hace un pacto con el Diablo (Mefisto) y logra convencer a Margarita, una niña (inocente, ingenua, virgen), para que salga de su mundo opresivo, de pobreza y expectativas frustradas, y se rinda en sus amantes brazos como forma de liberarse de su desgraciada vida. Es un amor entre comillas, aunque Goethe no lo describe como tal. En realidad, el Doctor no siente ni siquiera ese «amor» por la niña, a quien cautiva (en realidad compra) con joyas y vestidos caros, proporcionados discretamente por Mefisto, sino que el móvil de su accionar (potenciado con pócimas rejuvenecedoras especiales), es el «desarrollo» de su ego de burgués poderoso, en títulos, en riquezas y en prestigio entre las elites en las que se formó. Recordemos que el laureado autor de la obra provenía de una poderosa familia de la burguesía alemana. No escasean los psicoanalistas irreverentes que ven allí, en el Doctor Fausto a un Alter-ego del propio Goethe. Pero ese no es el tema que nos interesa abordar.

En el capitalismo industrial incipiente del siglo XVIII (en lucha por salir del Medioevo), la poderosa clase que hacía funcionar todos los mecanismos de dominio, facturaba los costos del desarrollo a todos los sectores sometidos a su poder. El Doctor Fausto y su patrocinador, Mefistófeles, se constituyeron en el emblema del modernismo dieciochesco-decimonónico (Goethe escribió esta obra durante 60 años, desde 1770 a 1830), lanzado al siglo XX con la enérgica producción de los sistemas imperialistas globalizadores. En esas condiciones también se potenciaron el Bien y el Mal de la moralidad de raíces religiosas y otros dúos en conflicto dialéctico, promotores del desempeño irrefrenable de las fuerzas productivas y culturales de la modernidad actual.

Fausto es tan diabólico (y tan auto impune) que no siente culpa ni responsabilidad por llevar a la locura primero (y luego a la muerte) a Margarita, quien cae presa por asesinar a su propio hijo, acosada por la sanción social. Pena de muerte a la rebeldía contra la pobreza, encauzada por el camino de aceptar promesas de buena vida y viajes por paraísos terrenales. Pena máxima a una niña que, sin tener libertad de elegir, porque la alternativa de seguir siendo pobre no era la mejor, y satisfacción morbosa de una sociedad (la medieval) agonizante, víctima de su propia ineficacia para sobrevivir a los cambios. Goethe no redime a Fausto con su arrepentimiento, por el contrario, naturaliza su conducta con su impresionante confesión de impotencia ante la disyuntiva planteada por Mefisto: «¿Y qué podría hacer yo?»-se pregunta, a la vista de la tragedia de Margarita. Fuerzas superiores a sus escrúpulos lo conducen al trágico, pero justificado, desenlace.

En esa frase, y en la vivencia individual de un solitario triunfante y a la vez vencido, está la explicación (como una Caverna de Platón) del costo del desarrollo de las fuerzas productivas de avance implacable, a ritmo de topadoras del progreso social. Está toda la doctrina del sacrificio de las víctimas y hasta de la misericordia que claman los victimarios, por su papel de verdugos de otros, de los que sirven de pie y de escalera para su ascenso y el incremento de sus riquezas. Victimizar a los victimarios es un buen recurso para imponer en la opinión pública.

El sexo es un componente de la naturaleza de los seres vivos y básicamente tiene una función reproductora como mecanismo eficiente de la preservación de las especies. Eso es lo elemental. En el devenir de los tiempos la cultura humana lo ha integrado a espacios (físicos y espirituales) de bienestar, de satisfacción, de relacionamiento empático entre personas, condimentos tan válidos como cualquiera de otras manifestaciones culturales que producen placer de vivir. El sexo, como todo sentimiento o expresión humana, para ser ejercido libremente, no debe (ría) estar condicionado por la necesidad. No debe (ría) estar impulsado por deformaciones, envilecimientos, alienaciones de mujeres y hombres. Y mucho menos si son niñas o niños con su personalidad en proceso de maduración, porque acá entran a tallar otros temas que ya tienen que ver con la inequidad en las relaciones. Es decir: Aun con consentimiento, en la seducción de en tales condiciones, existe la violencia, porque existe la imposición de quien está en condiciones de poder diferente, para ejercer esa seducción, que pasa a ser abuso de poder. No aceptamos las argumentaciones del señor diputado Zubía, porque no queremos Margaritas, ni Lolitas, por más que las magníficas obras de Goethe y Nabokov sean reconocidas y apreciadas.

CARLOS PÉREZ PEREIRA
(Escritor, experiodista)

 

 

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