“El sabor de la vida”: La efímera plétora de la felicidad

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/ La gastronomía, el amor, la felicidad, el tiempo que fluye y la muerte son los cinco ejes temáticos de “El sabor de la vida”, el sensible drama del realizador vietnamita Trần Anh Hùng nacionalizado francés, que explora los sentimientos más profundos y entrañables de la naturaleza humana. El director emigró a Francia a los 12 años de edad, tras la caída de Saigón en poder de los comunistas unificadores y la derrota de las tropas norteamericanas, en el epilogo de la Guerra de Vietnam, que padeció en su infancia.

Esta película, de exquisita y deleitable textura artística, confirma el talento de un creador que ha hecho del cine una suerte de vehículo de transmisión de sensibilidades, mediante una impronta de personalísimo refinamiento que lo identifica como un cineasta de fuste. No en vano, de su filmografía que atesora apenas seis películas, se destaca nítidamente “El olor de la papaya verde”, que constituye una reflexión acerca de lo efímero del tiempo y sobre los momentos de felicidad que es menester disfrutar y capturar en una pequeña burbuja, para perpetuarlos en nuestra memoria.

Este enjundioso artista asiático nació en 1962 en lo que otrora era Vietnam del Sur y cursó su infancia en un contexto de violencia bélica, que se extendió hasta 1975. Como se recordará, el

Conflicto, conocido como Guerra de Indochina, se inició en 1946 y se extendió inicialmente hasta 1954, en cuyo contexto el Viet Minh, de extracción comunista, combatió contra las tropas coloniales francesas. La aventura militar del ejército galo fue financiada por los Estados Unidos.

La guerra culminó con la derrota de la potencia colonial. La Conferencia de Ginebra donde se intentó laudar el problema, acordó la separación de Vietnam en dos estados soberanos (Vietnam del Norte y Vietnam del Sur) y la celebración de un referéndum, un año después donde los vietnamitas decidirían su reunificación o su separación definitiva.

Empero, los líderes del Sur optaron por dar un golpe de Estado y por no celebrar esa consulta popular para evitar que se concretara la reunificación. Ese fue el comienzo de una segunda guerra, en este caso fratricida entre ambas facciones, con Vietnam del Norte intentando unificar al sur.

Empero, fiel a los mandatos imperialistas de la Doctrina Truman, impulsada por el presidente norteamericano Harry Truman, quien pasó a la historia por ser el autor intelectual de los holocaustos nucleares de Hiroshima y Nagazaki en agosto de 1945. Estados Unidos decidió apoyar al ilegal gobierno de Vietnam del Sur y, en 1964, envió tropas a la nación asiática.

La consecuencia fue una guerra terrible que se extendió durante más de diez años, que cobró más de tres millones de víctimas fatales, entre ellos dos millones de civiles. Las bajas más considerables las sufrieron los habitantes de este flagelado país, mientras las tropas invasoras contabilizaron más de 60.000, entre fallecidos y desaparecidos.

Fue una grosera injerencia del imperialismo yanki, que en Indochina, como en otras regiones del planeta, durante las décadas del sesenta y el setenta del siglo pasado, se disputó la hegemonía con los Unión Soviética, con la participación, en algunos casos, de China, la otra potencia comunista.

La Guerra de Vietnam fue un verdadero desastre, particularmente para la población civil que habitaba en el norte del país, que padeció devastadores bombarderos de la fuerza aérea estadounidense, durante el mandato del presidente Lyndon Johnson, pero particularmente durante los dos periodos del luego destituido presidente republicano Richard Nixon. La conflagración bélica culminó con la derrota militar de Estados Unidos – la peor de su historia- y del ejército vietnamita del sur. Luego, sobrevino la reunificación.

Pese a que el cineasta no suele e referirse a su infancia bajo fuego y emigró a Francia cuando era apenas un preadolescente, el dolor de un pueblo desgarrado debe haber calado por hondo en él.

En ese contexto, su cine apuesta a otros paisajes humanos que ninguna relación tiene con el fenómeno bélico, que el mismo define como nacidos desde sensibilidad.

Al respecto, su impronta de narrativa sosegada apuesta al placer de los sentidos que, en el caso de “El olor de la papaya verde”, es una suerte de coexistencia entre el ser humano y la naturaleza. En tal sentido, el otro componente de su escritura audiovisual es la armonía, tanto entre seres humanos como en la conexión de estos con la naturaleza. Es decir, la búsqueda de la felicidad.

Incluso, otra de las claves de su estilo cinematográfico, que es sin dudas intransferible, es la utilización de la música, de los sonidos y hasta de los silencios, que, según el cineasta, son también parte de la musicalidad y de la encarnación de las ideas y de las historias.

Confirmando que su sensibilidad desafía permanentemente a los fantasmas de su memoria de la guerra, a la cual nunca o casi nunca alude, Trần Anh Hùng ha logrado construir una obra que se destaca básicamente por su apuesta a la imagen como encuadre del relato y el mayor énfasis en los personajes, con todas y cada una de sus singularidades.

Ese es precisamente el sustento de “El sabor de la vida”, una suerte de joyita cuasi exótica, que sobrevive a duras penas en una cartelera cinematográfica anegada de cine comercial de alto consumo y fácil digestión, que privilegia más el mero efectismo que lo artístico y, en el caso de este film cuasi inclasificable, también lo poético y hasta lo filosófico.

Esta película nos recuerda que somos seres sensibles y que, si nos proponemos, vivimos intensamente y cada momento como si fuera el último. Para ello, es necesario rescatar los placeres básicos que exceden a lo meramente intelectual: comer, dormir y tener sexo. Obviamente, todos ellos pasan por los cinco sentidos y por la carnalidad. Sin embargo, detrás de esa fachada de disfrute, de olores y sabores subyacen también las pasiones menos terrenas y las que discurren a través de lo filosófico, que trascienden a lo meramente racional: el amor, la vida, la muerte y los eternos dilemas existenciales del homo sapiens.

Inspirándose en la novela  La vida y la pasión del gourmet Dodin Bouffant de Marcel Rouff, que recrea la peripecia existencial del gastrónomo Anthelme Brillat-Savarin y ambientada en la Francia de fines de la década de 1880, esta película es un auténtico festival de colores –que son naturalmente visibles- y olores y sabores, que para el espectador son una suerte de aventura de ficción imaginativa.

El relato se inaugurado con un dilatado plano secuencia de casi media hora que transcurre en una gigantesca cocina, donde el famoso chef Dodin Bouffant (superlativo Benoît Magimel), una madura cocinera llamada Eugénie (una Juliette Binoche de antología), una joven asistente llamada Violette (Galatéa Bellugi) y Pauline, la pequeña sobrina de Violette (Bonnie Chagneau-Ravoire), que es una mera aprendiz cuya mayor cualidad es reconocer al probar una comida todos los ingredientes que la componen, protagonizan una suerte de epopeya gastronómica.

Todo ese festival, que se asemeja a una auténtica danza ritual, transcurre sin música, porque, en este caso, la música es el sonido de los utensilios de cocina. Todos cortan y rebanan las verduras y las carnes y luego, en algunos casos, baten y finalmente y ingresan en la segunda etapa, que es la de cocinado lento o rápido, según en el menú del que se trate. Lo que se percibe es un atronar sonido de ollas, cuchillos y cucharas, en una suerte de despliegue de esfuerzo, talento y encanto.

En ese sacro ritual, de percepciones visuales y auditivas, el espectador comienza a imaginar olores y sabores. Naturalmente, todo culmina en la mesa con la última etapa de ese prolongado periplo, que es hacer trabajar a las papilas gustativas y saborear hasta el éxtasis.

En este caso concreto, la comida es bastante más que una mera necesidad biológica y nutricional. Es un placer para el sentido del gusto y del olfato, tal vez sólo extrapolable al pecado original de la Eva bíblica, que, estando en el paraíso junto a Adán, osó comer del árbol de la sabiduría desafiando la prohibición de Dios. Empero, la radical diferencia es que el episodio narrado por la Biblia, que es naturalmente una mística fantasía alegórica, es que ese acto de atrevimiento culmina con la expulsión y esta fiesta gastronómica sólo depara una inmensa plétora gustativa.

Todo parece indicar que se trata de una escuela de cocina emplazada en un paraje natural casi paradisíaco. Empero, ¿ese festín es sólo para que se deleiten apenas cuatro personas? Por supuesto que no. Esos manjares son compartidos con sibaritas lugareños, que parecen saber, por lo menos en lo teórico, tanta cocina como los anfitriones.

La experiencia se repite con un príncipe que tiene su propio equipo de cocineros, lo cual propicia un disfrutable intercambio, que es, a su vez, un desafío en torno a quién prepara platos más deliciosos y refinados, más allá del mero poder económico.

Empero, el relato vincula al maestro chef con su madura cocinera desde otro ángulo tan vez más trascendente: el afectivo. Al respecto, el hombre le propone reiteradamente matrimonio a la mujer, aunque esta prefiere mantener un vínculo que se limite la mera esfera laboral, que tiene poco de jerárquico. Sin embargo, hay un secreto que ambos guardan como su fuera un tesoro. Algunas noches, la madura cocinera deja sin tranca la puerta de su dormitorio para que el hombre la visite. En ese contexto, ambos comparten y disfrutan del sexo como lo hacen con la misma pasión que la cocina.

En estos casos, el sonido de las ollas, los cuchillos y las cucharas se apagan y, a media luz, son reemplazados por las caricias y los leves jadeos de un sexo que se consuma sin dudas con amor. Esos encuentros son momentos íntimos y propios. Es un festival amatorio entre dos, que se prolonga luego en tertulias y diálogos filosóficos que reflexionan sobre los grandes dilemas de la condición humana. Mientras el protagonista afirma estar en el otoño de su vida, su amante secreta, que jamás lo tutea, replica que para ella sólo existe el verano existencial.

En esta soberbia película, el realizador se permite también incursionar en la ciencia no meramente culinaria, cuando muestra inmensas antenas en los cultivos de las viviendas rurales aledañas. Estos artefactos, inventados en 1895 por el profesor ruso de matemáticas Alejandro Poppof, estás asociados al tubo de limaduras de Brandy, con el cual se detectan tormentas eléctricas.

No obstante, la audiencia, virtualmente extasiada por la belleza inconmensurable de las imágenes, los encuadres que parecen piezas pictóricas impresionistas y los diálogos realmente deliciosos por su superlativa profundidad, se ve sorprendida por un golpe bajo que parece fuera de contexto: la tragedia.

Ese abrupto cambio de curso narrativo, que apaga súbitamente toda la alegría y el disfrute, corrobora que la felicidad es transitoria y está construida solamente de momentos, que deben ser disfrutados a pleno porque son irrepetibles. En efecto, el cineasta vietnamita nos recuerda que, al igual que las flores y las plantas, la felicidad –por motivos multicausales que no siempre pasan por lo meramente temporal- también se marchita.

Empero, al igual que la comida y su minucioso proceso de preparación, el romance, el erotismo implícito y explícito y la bucólica belleza de los paisajes de la campiña francesa, la pasión igualmente permanece y se traslada generacionalmente.

Trần Anh Hùng trabaja inteligentemente con el tiempo y con cada momento, pero también desafía al espectador a seguir transitando los senderos de la vida, sin por ello perder la noción de lo temporal y lo marcesible, no exento de felicidad, infelicidad, luces y sombras. No en vano, al final del relato, el autor nos seduce también con la música, que irrumpe por primera vez en los últimos minutos del film.

Más allá de meros preciosismos visuales, de un guión sosegado pero igualmente ágil y de un libreto reflexivo que abunda en giros filosóficos, “El sabor de la vida”  nos aporta el lujo adicional de volver a ver reunidos a Benoît Magimel y a Juliette Binoche, que estuvieron casados en la vida real, quienes, con superlativas actuaciones protagónicas, aportan el ingrediente que faltaba a este menú de lujo.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

FICHA TÉCNICA

El sabor de la vida (La passion de Dodin Bouffant). Francia 2023.
Dirección: Tran Anh Hung. Guión: Tran Anh Hung, inspirado en la novela de Marcel Rouff. Producción: Olivier Delbosc. Montaje: Mario Battistei Fotografía: Jonathan Ricquebourg. Reparto. Juliette Binoche, Benoit Magimel, Emmanuel Sallinger y Galatea Bellugi.

 

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