“Emilia Pérez”: Entre la violencia, la corrupción y el amor

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La violencia desenfrenada, el drama, la corrupción, el amor, la identidad sexual, la mutación existencial y la anhelada y hasta plausible búsqueda de la redención son los siete potentes y reflexivos ejes temáticos de “Emilia Pérez”, el polémico pero elogiado y no menos denostado film del laureado realizador francés Jacques Audiard, quien compone una suerte de coreografía trágica con claras reminiscencias de la telenovela.

Esta película, que ha concitado elogios y ácidas críticas casi en la misma proporción, amplificadas ulteriormente por la revelación de afirmaciones de impronta racista de su  protagonista, la actriz trans española Karla Sofía Gascón, es un potente cuadro testimonial que abreva de la ficción, pero también de una realidad cruda que impacta desde hace décadas a México: el narcotráfico a gran escala. Asimismo, la película ha generado una auténtica ola de indignación en los mexicanos y en su propio gobierno, que consideran que esta historia presenta una imagen distorsionada del país que para nada se compadece con la realidad.

Obviamente, este problema que tiene una dimensión social en un país donde abundan los poderosos cárteles y las organizaciones mafiosas, es recurrente desde hace décadas y se ha transformado en un auténtico tormento para la población y también para los gobiernos y la clase política, que no parece estar exenta de ser infiltrada por estas organizaciones criminales.

En efecto, si bien se estima que el comercio de sustancias estupefacientes en México tiene tal vez un siglo, la violencia comenzó a alcanzar picos inusuales a comienzos de la década del sesenta del siglo pasado. En ese contexto, es habitual, además del asesinato, el secuestro, la tortura, el blanqueo de capitales y la corrupción, que llega incluso a perforar al sistema político y afecta desde entonces a todas las capas de la sociedad mexicana. Aunque las estadísticas varían, los cálculos más afinados estiman el número de víctimas fatales en más de 300.000, por la incesante guerra entre las mafias por el control del territorio, los ajustes de cuentas y el sicariato, que es en sí mismo un negocio muy lucrativo.

Se trata de un tema que afecta a la seguridad, porque México, además de productor de droga, es territorio de acopio y también exportador, fundamentalmente al vecino mercado de los Estados Unidos, donde existe naturalmente un alto poder adquisitivo.

Obviamente, este tema, aunque en mucha menor escala, fue también uno de los de mayor impacto en la agenda política de Uruguay durante la pasada campaña electoral. En efecto, nuestro país, más allá que tiene una población de poco más de tres millones de habitantes, se ha transformado también en un enclave de acopio. En el pasado, todo el comercio se reducía al microtráfico. Sin embargo, ahora es también ruta de salida a través de una frontera cada vez más porosa por falta de inversión, la carencia de radares para detectar vuelos sospechosos no identificados y la ausencia de estrictos controles en el Puerto de Montevideo. Aunque recientemente se incorporaron tres escáneres, nadie puede asegurar que algún cargamento logre vulnerar estos sistemas de seguridad, porque la gestión de los equipos es humana y hay mucho dinero en juego. De hecho, en varios puertos europeos se han detectado cargamentos de toneladas de cocaína en contenedores que pasaron, sin que nadie lo haya advertido, los livianos controles que se practican en nuestra principal terminal portuaria.

Obviamente, nadie puede descartar que el narcotráfico haya logrado permear al sistema político, porque la Corte Electoral no tiene mecanismos idóneos para determinar la procedencia de la mayoría de las donaciones que reciben los partidos políticos.

Lo cierto es que el narcotráfico moviliza a escala global unos 700.000 millones de dólares y hay 270 millones de consumidores. Es, naturalmente una de las industrias más lucrativas, en lo que atañe a sus etapas de producción, de acopio, de comercialización y hasta de ocupación de mano de obra. En ese contexto, los jóvenes oriundos de los países que tienen altas tasas de desocupación juvenil y mala calidad del trabajo son los más propicios para el reclutamiento de personas que laborarán en el negocio del narcotráfico, que les ofrece mejores oportunidades económicas que otras ocupaciones legales que están lejos de colmar sus expectativas.

Aunque delinquir no se justifica bajo ningún concepto, en lo que atañe concretamente al narcotráfico subyace un problema social y que no ha sido resuelto por los gobiernos del planeta y en muy buena medida se ha naturalizado.

Empero, esta tan cuestionada película, que ha sido literalmente destrozada por buena parte de la crítica internacional, analiza temas que trascienden al mero abordaje del narcotráfico como fenómeno multicausal e incluso tiene la virtud de humanizar a los personajes, aunque uno de sus protagonistas sea el jefe de un poderoso cártel narco. Esa circunstancia seguramente molestó a algún crítico conservador que cree que los delincuentes carecen de sentimientos y no son capaces de sentir amor.

Incluso, Jacques Audiard demuele aun más el statu quo cultural cuando establece una suerte de alianza estratégica entre una abogada, que como en todos los países ha jurado por su honor defender las leyes, y un temible criminal. Lo cierto es que esta situación no tiene nada de atípica ni en México ni en Uruguay, porque, para los profesionales del derecho en su rama penal, siempre los clientes que les aseguran las mejores ganancias son los delincuentes que ostentan poder económico e incalculables riquezas. Se trata, obviamente, de un negocio como tantos otros y, por ende, tiene valor de mercado, lo cual no quiere decir que los abogados sean todos corruptos.

El film se inicia con una imagen de fuerte impacto visual en la cual tres mariachis que visten trajes iluminados por luces led, entonan una de las tantas canciones que componen su variado repertorio, que condensa lo mejor del folclore mexicano.

Este cuadro tiene el valor simbólico de representar la tradición y la identidad, pero también es la contracara del México trágico y violento, que naturalmente es una de las facetas del país pero no la única ni la más importante, porque México también es trabajo y sacrificio, es revolución y épica transformadora con figuras de la talla de los emblemáticos combatientes Emiliano Zapata y Francisco “Pancho” Villa, y obviamente literatura, con plumas tan brillantes como las de Amado Nervo, Juan Rulfo, Octavio Paz; Rosario Castellanos y Juan Fuentes y artistas plásticos tan geniales como David Alfaro Siqueiros, José Guadalupe Posada, Frida Kahlo y su pareja Diego Rivera, entre otros.

En este caso concreto, los mariachis tienen una connotación naturalmente festiva y no violenta como sí sucede en dos recordados thrillers de industria del realizador Robert Rodríguez, como “El mariachi” (1992) y su secuela “La balada de un pistolero” (1995). En ambos casos, el mariachi toca su guitarra pero también dispara armas de diverso calibre que guarda en el mismo estuche de su instrumento musical.

En ese contexto, una de las protagonista de esta película tan controvertida es Rita (Zoe Saldaña), una talentosa abogada de un poderoso bufete, quien, como defiende a criminales adinerados pero no quiere horadar públicamente su prestigio, escribe los alegatos judiciales y manda al frente a un abogado adjunto para que asuma la responsabilidad. La clave es permanecer en una suerte de anonimato.

Sin embargo, su inteligencia y versatilidad no pasan inadvertidos y, en ese marco, el relato salta abruptamente al thriller, cuando la profesional es secuestrada, encapuchada y conducida hacia los dominios de Manitas del Monte (Karla Sofía Gascón), un jefe narco que le propone un lucrativo negocio que no guarda ninguna relación con las habilidades de esta leguleya. En efecto, el líder de esta organización criminal aspira a modificar radicalmente el curso de su vida, cambiar su identidad y hasta cambiar su sexo. Durante el encuentro, la abogada desliza una reflexión irónica, cuando le responde a su interlocutor. “usted, en lugar de una abogada, lo que realmente necesita es un cirujano”. 

Por supuesto, luego del acuerdo entre las partes, que no está exentos de complejidades, todo el proceso debe desarrollarse en medio de la más absoluta reserva, ya que el hombre planea simular su propia muerte. De ese modo, podrá salir del foco de sus enemigos y proseguir su vida con nuevo nombre y nuevo sexo, pero lejos de su esposa y sus hijos. Ese es el alto precio que debe pagar para seguir vivo y, paradójicamente, transformarse en un filántropo referente de la comunidad que encabeza una organización que se dedica a ayudar a las viudas de las víctimas del narcotráfico y hasta a colaborar y financiar la búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos.

Así de compleja es esta película, que del drama muta al género policial aunque luego termina arropándose en el musical, poblado de vistosas coreografías, de canto, baile y de un abundante mensaje, que alude, a menudo mediante un lenguaje subliminal y en otros momentos de extrema frontalidad, a la tragedia de un país devorado por el demonio del crimen organizado y por la corrupción que contamina a todos los estratos de la sociedad. Empero, los otros núcleos temáticos de este largometraje son el amor que anida en el corazón de las personas, aun en el de las más perversas, y también la sexualidad, que se debería expresar con plena libertad y sin cortapisas.

Este formato, deliberadamente teatral, resulta funcional a la historia, pero particularmente a la multiplicidad de temas que plantea el cineasta francés, desde una óptica tal vez demasiado europea, que casi siempre soslaya las singularidades de un país latinoamericano que tiene su propia identidad cultural y los graves problemas inherentes a su condición de nación periférica y vecina de una potencia económica como Estados Unidos, que tiene un recurrente historial anexionista e imperialista.

“Emilia Pérez” no es, como se ha afirmado hasta la extenuación, un mero musical con trasfondo dramático y hasta de intriga policial. Es, realmente, una historia de vida que tiene la intrínseca virtud de humanizar a los personajes, aun a aquellos más repudiables y deleznables.

Tampoco es una suerte de frivolización de la violencia que, por más que esté naturalizada en México y en otros países periféricos donde lo primordial es sobrevivir, en esta película es repudiada como corresponde, mediante un discurso ácido y radical.

Por supuesto, el film plantea en forma por demás explícita el complejo tema de la corrupción, que se retroalimenta con el narcotráfico, en la medida que origina un sutil delito de cuello duro que en algunos casos parece blindando: el lavado de activos, que transforma el dinero sucio de actividades ilícitas como el propio narconegocio y la trata de blancas en capital susceptible de ser invertido en actividades e inversiones lícitas. Por supuesto, en la medida que no se combata el denominado “lavado” mediante estrictas regulaciones estatales del sistema financiero, este seguirá siendo la puerta de salida de las cuantiosas ganancias derivadas del narcotráfico.

Por más que esta película no ahonda en el tema ni explica los fundamentos de esta arquitectura delictiva, tanto las imágenes como el discurso condensado en las numerosas canciones que animan el relato, dan cuenta de la instalación de auténticas asociaciones para delinquir, infiltradas en el ámbito empresarial, en el bancario, en el político y en el institucional.

Una de las mayores virtudes de esta historia, que visualiza claramente a los victimarios, es otorgan voz a las víctimas o, concretamente, a los familiares de las víctimas, que son los muertos y, por supuesto, los miles de desaparecidos. Estos últimos, como los desparecidos de la dictadura uruguaya o de otros regímenes autoritarios latinoamericanos que asolaron al continente durante las décadas del sesenta y el setenta del siglo pasado, son los mudos testigos de una tragedia a los cuales esta película les otorga visibilidad.

“Emilia Pérez” no es tampoco una suerte de apología de la violencia, sino todo lo contrario. Es una apología de la paz, porque tiene la virtud, que muchos críticos han calificado de absurda y desmelenada, de transformar un ser humano ominoso en alguien bondadoso y empático, en una suerte de mutación que excede a lo meramente identitario y al cambio de género. En efecto, el personaje protagónico del capo narco devenido en filántropo, representa por cierto un ejercicio de expiación de culpas no exento de sacrificio, que demuestra que todo tiene su precio, un precio en este caso no tiene valor de mercado, porque se trata de una dolorosa renuncia afectiva.

“Emilia Pérez” que podrá ser cuestionable por su mirada por momentos sesgada y demasiado europea que no contempla las singularidades de un país complejo y variopinto, posee igualmente valores cinematográficos y estéticos reales, como su estupenda fotografía, su seductora música y sus mágicas coreografías, pero particularmente sus virtudes en el rubro interpretativo, en el cual destacan las descollantes actuaciones protagónicas de la actriz trans española Karla Sofia Gascón, de la estadounidense de origen dominicano Zoe Saldaña, como una abogada inteligente e inescrupulosa, y hasta de la cantante y actriz estadounidense Selena Gómez,  quien encarna el personaje de Jessi, la esposa de narco y madre de sus hijos, quien sorprende por su versatilidad, al equilibrar la frivolidad de alguien acostumbrado a una vida de placeres fáciles con el drama y el caos en el cual debe interactuar.

Esta es una película para ver, comentar y hasta polemizar, pero sin dejarse influir por las críticas positivas o las negativas, ya que los cinéfilos consuetudinarios y consumidores de buen cine tienen sus propios criterios y patrones de valoración y no necesitan monsergas pontificadoras ni nadie que piense por ellos.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA

Emilia Pérez (Francia/2024). Dirección y guión: Jacques Audiard. Fotografía: Virginie Montel. Edición: Simona Paggi. Música: Clement Ducol y canciones de Camille Dalmais (Camille). Reparto: Zoe Saldaña, Karla Sofía Gascón, Selena Gomez, Adriana Paz, Edgar Ram

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