Hay tragedias inevitables que nos ponen directamente frente al misterio de la vida humana y de su relación con las fuerzas de la naturaleza o con la propia divinidad. El terremoto de 2010 en Haití es un ejemplo de estas catástrofes inexplicables, para citar apenas un caso, cuyos efectos devastadores pude ver más de cerca. Existen, también, convulsiones político-sociales como las provocadas por movimientos como el ISIL (me niego a usar la otra sigla, que coincide con el nombre de la diosa egipcia, símbolo de fertilidad y, por lo tanto, de vida), que había buscado inspiración en creencias que se remontan a un período oscuro de la historia, convenientemente distorsionadas para justificar el culto a la violencia y al terror sectario. Frente a estos tipos de tragedia, que desafían nuestra capacidad de entendimiento, hay una perplejidad natural, que inhibe la acción y pone en duda la eficacia de cualquier solución.
Pero también existen las tragedias evitables o aquellas cuyo estancamiento está al alcance de los hombres, principalmente de los líderes políticos. Este, a mi entender, es el caso de Gaza. La matanza desenfrenada a la que asistimos en este momento es, en gran medida, una repetición del conflicto que alcanzó a aquel sufrido territorio entre la víspera de la Navidad de 2008 y los primeros días de enero de 2009. Como canciller del presidente Lula, estuve en la región, en enero de 2009, llevando nuestra solidaridad al pueblo palestino y tratando el tema en las principales capitales. Esa fue una de las cinco veces que visité Israel. Estuve otras tantas en Palestina. En el caso de ésta, mis visitas se limitaron a Cisjordania, especialmente a Ramallah. Las autoridades israelíes no me permitieron ir a Gaza, cuando intenté hacerlo en 2010, a pesar de los proyectos de asistencia técnica que Brasil financiaba, uno de los cuales era en colaboración con India y Sudáfrica, los otros dos integrantes del foro IBAS.
Tanto en Israel como en Palestina, constaté que sectores importantes de la población, así como ciertos líderes referentes, deseaban ardientemente la paz. Del lado israelí, con matices diferentes, hombres como el escritor Amos Oz y organizaciones como la Peace Now eran críticos de las acciones belicosas del gobierno y buscaban el diálogo con los palestinos, incluso por medio de contactos entre las respectivas sociedades civiles. Cuando hablé con el gran escritor israelí sobre un posible foro de intelectuales, Oz acertadamente me respondió que mejor sería un encuentro entre educadores. Líderes como Shimon Peres, incluso, miembros del actual gobierno, como Tzipi Livni, con quien estuve cuando era ministra del Exterior y, posteriormente, como líder de la oposición, intentaban, con aparente sinceridad, encontrar una solución pacifica y negociada para el conflicto con los palestinos, sin la cual – comprendían – Israel jamás podrá vivir segura.
En aquel momento, yo podía percibir en la rivalidad entre las dos principales facciones palestinas (Al Fatah y Hamas) uno de los obstáculos para que la opción por un camino pacífico prevaleciese. Hoy, los dos principales partidos se unieron en un gobierno de coalición, lo que debería, en principio, facilitar la búsqueda de soluciones justas y viables para el conflicto. Recuerdo que, cierta vez, en 2008, pregunté al principal negociador palestino (de Al Fatah) cómo pretendía él convencer a Hamas de adherir a un eventual acuerdo con Israel. Él me respondió que, cuando dispusiese de un «buen acuerdo»- que estaba confiado en alcanzar -, la Autoridad Palestina lo sometería a un referendo, del cual saldría victoriosa. Esto sería suficiente para atraer a la parte de la población que, en aquel momento, se resistía a la idea del diálogo. Infelizmente, este acuerdo nunca se materializó, en parte debido al fraccionado sistema político israelí, que asistió al crecimiento de los partidos ultraconservadores, en parte, porque, contrariando las expectativas que se habían creado en la Conferencia de Annapolis, en noviembre de 2007, la presión externa, indispensable para convencer a Israel de hacer concesiones penosas, nunca llegó a ser ejercida de forma efectiva.
Pero la paz entre israelíes y palestinos continúa siendo posible, aunque las imágenes de muerte y destrucción que vemos a diario parezcan indicar lo contrario. El hecho que el presidente Barack Obama se ofrezca para mediar un cese al fuego entre Israel y Hamas es una señal positiva, pues apuntaría en el sentido de un diálogo, que necesariamente involucraría a todas las partes. ¿Qué se necesitaría para alcanzar este objetivo? Obviamente, no existen fórmulas mágicas, pero algunas definiciones son posibles. El punto principal es el que se refiere a la vuelta al principio de «tierra por paz», base para los entendimientos de Oslo. Admitido este principio, es esencial que Israel – la parte más fuerte – cese unilateralmente los bombardeos a Gaza, que han provocado la masacre de familias enteras, dejando un rastro de encono y resentimiento cada vez más difícil de borrar. Seguramente, un gesto de este tipo vendría seguido de una decisión similar por parte de Hamas. Fue, por otra parte, lo que ocurrió en enero de 2009.
También es preciso que Israel declare una moratoria indefinida en la expansión de asentamientos, ya sea en Cisjordania propiamente, ya sea en Jerusalén Oriental. A partir de ahí, es posible retomar las negociaciones, de las cuales Hamas, directa o indirectamente (dado que forma parte de la coalición gubernamental palestina), participaría. De este proceso (y no viceversa) es que puede derivar el indispensable reconocimiento, por este movimiento, del derecho de Israel a existir en seguridad. Sin la moratoria de los asentamientos, ni el más moderado elemento de la ANP se atreverá a reiniciar el diálogo con Israel. Lo antes posible, debe comenzar, aunque en principio de forma simbólica, la demolición del muro, que impone sufrimientos y humillaciones a la población palestina. Los puntos para un entendimiento definitivo (status de Jerusalén, retorno de refugiados, fronteras precisas, acceso al agua) serían objeto de negociación, seguidos de cerca por la comunidad internacional, representada por un «cuarteto (formado actualmente por EE.UU, Unión Europea, Rusia y Secretariado de la ONU) ampliado», con la presencia de Estados árabes y países que merezcan la confianza de ambas partes.
Todo esto puede parecer utópico, pero no lo es. A principios de 2008, poco después de la Conferencia de Annapolis, estuvimos cerca de lograrlo. Con un poco más de determinación por parte de los que detentan el poder de persuasión sobre un lado, el otro habría asegurado el éxito de la empresa. El «mapa del camino» – nombre que se le dio a la hoja de ruta para la paz, basado en el concepto de dos Estados viviendo, en seguridad, uno al lado del otro – no estaría libre de sobresaltos, pero estos no deberían impedir la marcha en la dirección a una paz duradera.
Para alguien de mi generación – nacido durante la Segunda Gran Guerra en un país distante de sus impactos más directos y que recibió inmigrantes de todas partes -, la imagen más vívida de las barbaridades cometidas en el conflicto era la que mostraba los cuerpos de judíos apilados en los campos de concentración o la de los escuálidos sobrevivientes, inclusive niños, con el terror estampado en la cara.
Fui criado en Copacabana, barrio esencialmente plural de Río de Janeiro y estudié en un colegio laico, donde había descendientes de judíos provenientes de Europa Central, pero donde había también un gran número de hijos o nietos de árabes (la mayoría cristianos, es verdad), que abandonaron los territorios fragmentados de lo que había sido un día el Imperio Otomano. Los Meyer y los Kalman convivían allí armónicamente con los Khair y los Dabus. Mi mejor amigo y más cercano compañero durante los años finales de la adolescencia era judío. Con él aprendí a apreciar la música clásica y a admirar pintores como Marc Chagall y Chaim Soutine. Mi primera noviecita (un noviazgo más bien platónico, es verdad), que frecuentaba la misma biblioteca pública que yo, en la Plaza del Lido, en Copacabana, donde estudiábamos juntos, para las pruebas del colegio y, a veces, incursionábamos en autores franceses como Sartre y Gide, era judía.
Es lamentable que el humanismo que aprendimos a cultivar, en buena parte, como reacción a los sufrimientos causados al pueblo judío, esté dando lugar a otra visión, en la que predominará la expresión de dolor en el rostro, cubierto de lágrimas, de la niña palestina, perdida en medio de los escombros causados por los bombardeos israelíes, y que busca desesperadamente a sus padres o hermanitos, probablemente muertos, al mismo tiempo que procura, en vano, entender el mundo que la rodea.
Por Celso Amorim
Ex canciller y actual ministro de Defensa de Brasil
Fuente: “Carta Capital”
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