Realidad o parte de las fantasías del artista, su vida o la vida que él inventó para su obra, el arte exige que la exacerbación le dé sentido.
El paraíso aparece cuando dejamos de buscarlo, el paraíso no es ilusión, es renuncia. Mientras Europa iba en pos del progreso y la modernidad que después los arrojaría a la Primera Guerra Mundial, Paul Gauguin rompió con esta sociedad y regresó a lo esencial, abandonó Francia en medio de una crisis financiera como la que hoy azota a Europa. Su primera escapada fue una prueba, quebrado y divorciado llegó a Martinica. Años más tarde se marchó definitivamente a Tahití y a las Islas Marquesas. Los últimos doce años de su vida creó entre mujeres semi desnudas y convivió con la naturaleza indomada.
El MoMA de Nueva York acaba de cerrar la exposición Gauguin: Metamorphoses en la que reunió lo que sobrevive de la obra gráfica, dibujos, transfers de óleo sobre papel, esculturas en madera y cerámica que realizó durante este exilio que definió su obra y su vida. Como la muestra fue exquisita y eran los últimos días había tumultos para entrar, en contraste con la solitaria expo de Lygia Clark que la gente no ve porque “no entiende”. Muchas piezas son grabados en madera en las que hace distintas pruebas y estados, y destaca el tamaño del tronco, que está cortado y trabajado hasta convertirlo en un bajo relieve uniendo a la escultura con el grabado, son piezas viscerales, táctiles. La exposición incluye algunos lienzos que permiten contrastar las diferencias del tratamiento y cómo Gauguin sufre una metamorfosis estética.
En las obras en papel el trazo es más violento, impulsivo, la monocromía hace que nos concentremos en la línea y en la composición, recrea escenas sexuales, orgias en la selva que celebraban a los dioses. Escenarios con abstractos fondos ondulantes, el calor, la humedad de la selva flota en la presión y el corte de la gubia que deja vibraciones y que obliga a sentir cada cicatriz que va a imprimirse en el papel.
El paraíso de Gauguin es grotesco, abrumador, y lo recrea con tal fuerza que consigue que su visión vaya más lejos del primitivismo idealizado de ese momento y que se mantuvo como el canon folklórico condescendiente que el occidente colonialista mantiene hasta hoy. Es evidente cómo lo copiaron desde Diego Rivera hasta Anguiano, y sin embargo Gauguin no tiene esa desapasionada etnografía que es el trademark de la obra nacionalista. La reunión del paisaje, el cuerpo y el tótem nos lanza a una vida abierta. Las máscaras, tener fe y fornicar son el rito de la convivencia pública. La voluptuosidad desbordada, el delirio que estalla con el calor, con la atmósfera agobiante de estas obras es consecuente con un medio y un formato que es más íntimo, con el color controlado y que tiene en el accidente una posibilidad creativa.
En su mayoría son series y no hay secuencia entre los grabados, son sueños o recuerdos que se imprimieron en la imaginación del artista. Una mujer custodiada por un hombre con la máscara de un demonio minotauro; ríos para bañarse y tener encuentros sexuales. Los cuerpos se retuercen en copulación, bajo el efecto de drogas o en la danza, parejas en posiciones animales plasmados en el negro de la tinta y dentro del marco del grabado son escenas de un teatro feroz. La excitación de Gauguin por estos viajes y el cambio abrupto de vida detonaron su interés por experimentar con el medio, la mayoría de las piezas son pruebas de autor.
Realidad o parte de las fantasías del artista, su vida o la vida que él inventó para su obra, el arte exige que la exacerbación le dé sentido. Con el grabado y los bajo relieves que resultaban de sus placas de madera Gauguin hace una obra sensorial que rompe con su trayectoria, como lo hizo con su vida europea de oficinista y con su esposa, se va lejos de sí a inventar otra línea, a demostrar su poderío, a imaginar lo que nadie puede comprobar, a dedicarse definitivamente al arte. Mujeres sentadas como Budas meditando, deidades de su credo particular, este paraíso es factible porque es monocromo, porque está tallado en la madera y manchado de tinta. El ser idílico y las sociedades perfectas no existen, lo que esta obra exalta no es el descubrimiento del paraíso, es la fuga de un hombre, su huída a otro mundo, su rompimiento abrupto, su deseo de ser otro.
Por Avelina Lésper
Especialista -investigadora en Arte
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