Al nacer, la Ocupación ya no estaba allí. Patrick Modiano nació demasiado tarde para sus críticos, porque se dedicó a recrear la neblina y los personajes que la posguerra dejó en su memoria. El Premio Nobel de Literatura se atrevió a hacer ficción de la memoria sangrante, sin permiso y con veinte años. El escritor sin experiencia en nazismo, en la barbarie, la amenaza y la vergüenza, el que escribe de un pasado por el que no ha pasó, evita al hacerlo la meticulosidad, se centra en las atmósferas y reduce lo que cuenta a la mínima intención. Tan minimalista, tan decorador, que a veces se olvida del corazón.
“Con la noche y la niebla se ahorra uno tener que darle cuentas a nadie. Pero, sobre todo, ¡qué dicha comprarse la vida en el mercado negro, robar todos y cada uno de los latidos del corazón, sentirse la presa perseguida de una montería!”, escribe en El lugar de la estrella (1967), que junto con La ronda de noche (1969) y Los bulevares periféricos (1972) forman sus tres primeras novelas y una trilogía sobre el París asediado. Una ciudad sonámbula e hipnótica, dibujada con la precisión de un taxidermista. Quizás demasiado frío y reiterativo en la fórmula.
“Con la noche y la niebla se ahorra uno tener que darle cuentas a nadie. Pero, sobre todo, ¡qué dicha comprarse la vida en el mercado negro, robar todos y cada uno de los latidos del corazón, sentirse la presa perseguida de una montería!”, escribe en El lugar de la estrella (1967), que junto con La ronda de noche (1969) y Los bulevares periféricos (1972) forman sus tres primeras novelas y una trilogía sobre el París asediado. Una ciudad sonámbula e hipnótica, dibujada con la precisión de un taxidermista. Quizás demasiado frío y reiterativo en la fórmula.erciopelo. Íbamos resbalando por una penumbra guateada hasta honduras en donde nadie nos turbaría el sueño. París naufragaba con nosotros”, en La ronda nocturna. Modiano es amante de los acontecimientos subterráneos de las vidas corrientes, de ciudades de provincia donde aparentemente no sucede nada y, sin embargo, arden en grandes infiernos.
Costumbrista por las calles del barrio parisino de Trocadero hasta convertirlas en un país inmenso, infinito, un país interior que cabota desde su escritorio. El París de Modiano es su intimidad (y viceversa). Y su topografía es breve, concreta y directa. Fragmentada como el mapa de su ciudad, insignificante como la vida de sus narradores ante el gran relato de la Historia. Ahí es donde Modiano, observador intimista, anota -con un fraseo simple y sin épicas- sucesos en apariencia triviales.
Es Dora Bruder (1999) donde devuelve la voz a quienes la Historia silenció. Siempre desde el presente, mirando por el retrovisor. “De ayer a hoy. Con el paso de los años las perspectivas se vuelven borrosas, los inviernos se mezclan unos con otros. El de 1965 y el de 1942”, escribe. Una novela cosida a base de periodismo de investigación, actas y documentos históricos, material de una vida ajena para revelar la suya. Una estrategia que ha pulido y repetido a lo largo de más de treinta novelas. No es tampoco éste un texto político, pero sí moral sobre la responsabilidad de no olvidar a los caídos.
“Cuanto más oscuras y misteriosas seguían siendo las cosas, más me interesaban. E intentaba incluso hallarle un misterio a aquello que no tenía ninguno”. La cita es de Un pedigrí (2007), el relato de la angustia de crecer de un narrador que salió adelante a pesar de una maraña de personajes oscuros. Es el título más autobiográfico de Modiano, que le habla a su memoria en primera persona, desmenuzando un pasado imperfecto.
Rastrea la vida de sus padres con asombrosa paciencia. Convierte sus recuerdos en su devoción, su refugio y su escapatoria de todo aquello que no sean sus recuerdos, como la política. Dice de ésta que no le interesa, que la literatura no traga con la simplificación de los problemas. Y así es como Modiano huye de lo simple y cae en el consenso de ese gran tema literario, que es ya un género en sí mismo: la búsqueda de la identidad. Un viaje aproblemático que arrastra al lector a un estado placentero y narcotizante al que cuesta renunciar. Porque la nostalgia es el opio más dulce.
“Esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura”, escribe En el café de la juventud perdida (2007), donde abandona el París ocupado por los nazis para mostrar el ocupado por los estudiantes intelectuales, en los sesenta. En este viaje literario, compuesto por el merodeo de personajes desorientados, el destino vuelve a ser la identidad. Inalcanzable como la experiencia. Pero, ¿para qué sirve la experiencia?
Por Peio H. Riaño
Periodista del Diario es
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