El debate mundial sobre el crecimiento en el mundo en desarrollo ha experimentado un profundo cambio recientemente. El revuelo y el entusiasmo de los últimos años sobre la perspectiva de una rápida nivelación con las economías avanzadas se ha evaporado. Pocos son los analistas serios que siguen creyendo que la espectacular convergencia económica experimentada por los países asiáticos y menos espectacularmente por la mayoría de los países latinoamericanos y africanos vaya a mantenerse en los próximos decenios. No es probable que persistan los bajos tipos de interés, los altos precios de los productos básicos, la rápida mundialización y la estabilidad posterior a la Guerra Fría que han sostenido ese extraordinario período.
Otra comprensión ha calado: los países en desarrollo necesitan un nuevo modelo de crecimiento. El problema no es simplemente que necesiten liberarse de su dependencia de unas corrientes de capitales inestables y de los auges de los productos básicos, que con frecuencia los han vuelto vulnerables frente a las sacudidas y propensos a las crisis. Más importante es que la industrialización orientada a la exportación, que ha sido la senda a la riqueza más segura de la Historia, puede haberse agotado.
Desde la Revolución Industrial, la manufactura ha sido siempre la clave para un crecimiento económico rápido. Todos los países que alcanzaron a Gran Bretaña y más adelante la superaron, como, por ejemplo, Alemania, los Estados Unidos y el Japón, lo hicieron desarrollando sus industrias manufactureras. Tras la segunda guerra mundial, hubo dos olas de convergencia económica rápida: una en la periferia europea durante los decenios de 1950 y 1960 y otra en el Asia oriental a partir del decenio de 1960.
En los dos casos, la base fue la manufactura industrial. China, que ha surgido como el arquetipo de esa estrategia de crecimiento desde el decenio de 1970, recorrió un camino ya trillado.
Pero hoy en día la manufactura no es lo que era. Ha adquirido una densidad de capital y de conocimientos técnicos mucho mayor y tiene muchas menos posibilidades de absorber grandes cantidades de mano de obra procedente del campo.
Aunque las cadenas de suministro mundiales han facilitado la entrada en el sector manufacturero, también han reducido los beneficios desde el punto de vista del valor añadido que van a parar al país. Es probable que muchas industrias tradicionales, como, por ejemplo, la textil y la siderúrgica, afronten unos mercados mundiales más reducidos y un exceso de capacidad, impulsados por cambios de la demanda y preocupaciones medioambientales. Y un inconveniente del éxito de China es el de que a muchos otros países les está resultando mucho más difícil establecer más de un nicho en el sector manufacturero. A consecuencia de ello, los países en desarrollo están empezando a desindustrializarse y a volverse más dependientes de los servicios en niveles de ingresos muy inferiores a los habituales en los países desarrollados, fenómeno que yo he llamado desindustrialización prematura.
¿Podrán las industrias de servicios desempeñar el papel que correspondió en el pasado a la manufactura? Los servicios aportan ya la mayor parte del PIB de los países en desarrollo, incluso en los países de ingresos escasos, donde la agricultura ha desempeñado tradicionalmente un papel mayor. Los empleos en los servicios urbanos, en lugar de en la manufactura, son los que absorben cada vez más a los trabajadores jóvenes que abandonan el campo para trasladarse a la ciudad. El comercio internacional de servicios ha solido ampliarse más rápidamente que el de mercancías.
Entre los optimistas figuran Ejaz Ghani y Stephen D. O’Connell, del Banco Mundial. En un estudio reciente, sostienen que las industrias de servicios podrían hacer de impulsoras del crecimiento, papel desempeñado tradicionalmente por la manufactura.
En particular, muestran que recientemente los servicios han exhibido una “convergencia incondicional” en productividad, es decir, que los países más alejados de la frontera mundial de la productividad laboral han tenido el mayor aumento de la productividad en los servicios.
Sería una buena noticia, pero hay razones para mostrarse cauteloso. La demostración de Ghani-O’Connell comprende datos desde comienzos del decenio de 1990, durante el cual los países en desarrollo estaban experimentando una convergencia a escala de toda la economía, impulsada por las corrientes de capitales y los ingresos extraordinarios correspondientes a los productos básicos. No está claro que se puedan hacer extensibles sus conclusiones a otros períodos.
Dos cosas diferencian los servicios de la manufactura. En primer lugar, mientras que algunos segmentos de los servicios son comercializables y están cobrando mayor importancia en el comercio mundial, se trata de sectores que suelen tener una gran densidad de conocimientos técnicos y los trabajadores no especializados que consiguen empleo en ellos son relativamente pocos.
La banca, las finanzas, los seguros y otros servicios comerciales, junto con la tecnología de la información y las comunicaciones (TIC), son, todos ellos, actividades con productividad elevada en las que se cobran sueldos altos. Podrían hacer de impulsores del crecimiento en economías en las que la fuerza laboral esté suficientemente capacitada, pero lo habitual en las economías en desarrollo es que predominen en ellas fuerzas laborales con pocos conocimientos técnicos. En esas economías, los servicios comercializables no pueden absorber más que una fracción de la oferta laboral.
Ésa es la razón por la que, pese a sus éxitos, el sector de la TIC en la India no ha sido un impulsor primordial de crecimiento económico. En cambio, la manufactura tradicional podía ofrecer un gran número de puestos de trabajo a los trabajadores que acababan de abandonar la agricultura, con niveles de productividad tres o cuatro veces mayores que en la agricultura.
En los países en desarrollo actuales, la mayor parte del exceso de mano de obra es absorbido por los servicios no comercializables que funcionan con un nivel de productividad muy bajo, en actividades como, por ejemplo, el comercio al por menor y las tareas domésticas. En principio, muchas de esas actividades podrán beneficiarse de unas tecnologías mejores, una mejor organización y una mayor formalización, pero a ese respecto entra en juego la segunda diferencia entre los servicios y la manufactura.
Los aumentos parciales de la productividad en las actividades no comercializables son en última instancia autolimitadores, porque las actividades de servicios no pueden ampliarse sin volver su relación de intercambio contra sí mismas: bajando sus propios precios (y rentabilidad). En la manufactura, los países en desarrollo pequeños podrían prosperar a partir de algunos éxitos en la exportación y diversificarse secuencialmente en el tiempo: ahora camisetas, después el montaje de televisiones y hornos de microondas y así sucesivamente, ascendiendo por la cadena de los conocimientos técnicos y del valor.
En cambio, en los servicios, donde el tamaño del mercado está limitado por la demanda interior, el éxito continuo requiere aumentos simultáneos y complementarios de la productividad en el resto de la economía. Centrarse en unos pocos sectores no brinda oportunidades rápidas de triunfar. Así, pues, el crecimiento debe depender de la acumulación, mucho más lenta, de capacidades a escala de toda la economía en forma de capital humano e instituciones.
De modo que sigo siendo escéptico sobre la posibilidad de que un modelo impulsado por los servicios brinde un crecimiento rápido y buenos puestos de trabajo como ocurrió en tiempos con la manufactura. Aunque los optimistas tecnológicos estén en lo cierto, resulta difícil ver cómo permitirá a los países en desarrollo sostener el tipo de crecimiento que han experimentado en los dos últimos decenios.
Por Dani Rodrik
Fuente project-syndicate org
Traducido del inglés por Carlos Manzano
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