El asalto al Capitolio: No se trata de política tercermundista. Es la política que Washington ha promovido en el Tercer Mundo

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–Nosotros queríamos ser muy buenos. Queríamos respetar a todo el mundo, incluso a la gente mala. Pero vamos a tener que pelear mucho más duro, dijo Donald Trump, cuando ya su presidencia se desvanecía. Estaba pensando en la que sigue, cuando amenazó, al dejar la Casa Blanca: –¡De algún modo volveremos!

Lo cierto es que, de algún modo, no se ha ido. Con más de 70 millones de votos en las pasadas elecciones, en diciembre pasado 140 representantes republicanos –senadores y congresistas– lo apoyaron en su reivindicación de revisar la votación en los estados donde se revirtieron los resultados de la elección del 2016. Catorce senadores, liderados por Josh Hawley, de Missouri, y Ted Cruz, de Texas, encabezaron esta iniciativa. Miles de partidarios de Trump, incluyendo milicias fuertemente armadas, prometieron rebelarse ante lo que consideraban un fraude electoral.

La historia está contada en el artículo de Luke Mogelson en la última edición de enero del The New Yorker. Mogelson, testigo de la invasión del Capitolio, la cuenta en primera persona, en su artículo “Among the Insurrectionists”.

Delante de mí –afirma– “un hombre de mediana edad, con una bandera norteamericana como capa, le dice a un joven parado a su lado: –¡Va a haber una guerra! El tono es resignado, como si finalmente aceptara una realidad a la que se había resistido durante mucho tiempo. –Estoy listo para pelear, agregó”.

Mogelson sigue contando lo que oye: “Si no podemos tener procesos legítimos en un país donde valga la pena vivir, quizás entonces tendremos que empezar a explorar algunas otras opciones. Nuestros padres fundadores saldrían a las calles y recuperarían este país por la fuerza, si necesario. Y eso es para lo que debemos estar preparados”.

No se trataba ya de revertir el resultado de las últimas elecciones sino de evitar cualquier forma representativa de gobierno que permita a los demócratas llegar al poder.

El relato de Mogelson es largo y volveremos a él en esta historia. Pero ahora habrá que mirar más lejos y más atrás para entenderla.

La “Doctrina Kissinger”: ha habido muchas guerras

Esta es una vieja historia. Doctrinas tipo QAnon tienen hondas raíces en los Estados Unidos: la de desconocer, hostigar y, si posible, derrocar gobiernos que no le gustan a Washington. Siempre con el pretexto de la democracia y la libertad. Como la “Doctrina Kissinger”.

Volvamos la mirada hacia atrás.

Allende había triunfado en las elecciones del 4 de septiembre de 1970 en Chile. Acababa de asumir el poder, en noviembre, después de complicadas negociaciones políticas, pues tenía que ser ratificado por el Senado, donde no tenía mayoría.

Seis días después de haber asumido, las cosas ya se movían en Washington. El ejemplo de un gobierno marxista elegido en las urnas seguramente tendrá impacto en el resto del mundo. Si se esparce afectará de manera sensible el equilibrio mundial y nuestra posición en él. Era lo que decía entonces el Secretario de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, en un memorando “ultra secreto”, titulado “Policy Toward Chile”.

Su propuesta era que “los Estados Unidos tratara de maximizar las presiones sobre el gobierno de Allende para evitar que se consolidara y limitar su capacidad de implementar políticas contrarias a los intereses de los Estados Unidos…”. Con algún pudor, la nota agregaba: …y del hemisferio”.

Se trataba de coordinar las acciones con las dictaduras militares de Argentina y Brasil (también impuestas con el apoyo entusiasta de Washington) y discretamente boquear préstamos de los bancos multilaterales, promover la retirada de las inversiones de las corporaciones norteamericanas de Chile y “manipular el precio en los mercados internacionales de la principal exportación chilena, el cobre, para dañar aún más la economía” del país

La directiva –se puede leer hoy en páginas donde se analiza la iniciativa de Kissinger– “no hacía mención a esfuerzo alguno para preservar las instituciones democráticas chilenas, ni orientación alguna para tratar de derrotarlo en las elecciones de 1976, como luego reivindicó el discurso oficial, construido por el mismo Kissinger en su biografía. Al contrario, la instrucción del presidente Nixon fue: –Si hay una forma de derrocar a Allende, ¡házlo!

Ya sabemos el resultado de ese esfuerzo. Un éxito luego acrecentado por la “Operación Cóndor”, con la que las dictaduras vecinas colaboraron para diezmar la oposición política, asesinada en cámaras de tortura o tirada viva al río, con un riel atado a los pies.

Destituido Nixon luego del escándalo Watergate, asumió su vicepresidente, Gerald Ford. También dio su versión de lo ocurrido: “Los esfuerzos que hicimos fueron para ayudar a la sobrevivencia de los diarios y medios electrónicos de oposición y preservar los partidos de oposición” a Allende. Nuestra intervención para preservar las instituciones democráticas en Chile fue de acuerdo a “los mejores intereses del pueblo de Chile y, ciertamente, de nuestros mejores intereses”.

Si no le gusta el gobierno, ¡derrócalo! Cincuenta años después, la “Doctrina Kissinger” sigue viva. Solo que ahora se aplica en casa.

Largo fermento

El ataque al Capitolio fue la apoteosis de algo fermentado durante meses, dice Mogelson en su artículo en The New Yorker. Pero no es así. Como vimos –y vamos volver a más detalles–  ha sido fermentado durante mucho más tiempo. Pero la prensa norteamericana ha sido, con frecuencia, bastante provinciana. Ve el mundo desde las orillas del Potomac.

Jacob Chansley (el “QAnon Shaman”, que invadió el Capitolio con un gorro con dos cuernos en la cabeza), dio un paso y se detuvo. Un policía le había pedido –con buenos modales– que se retirara. Pero Chansley se detuvo. Apoyó su lanza en el escritorio del vicepresidente Cheney y escribió algo en un pedazo de papel.

El policía le dijo que estaba estirando demasiado la cuerda. Chansley no le hizo caso. Mogelson fue entonces a ver que había escrito el QAnon Shaman. Sobre una lista con los nombres de los senadores había garabateado: “its only a matter of time / justice is coming!”

Kissinger lo podía haber firmado. Era solo cuestión de tiempo, ¡la justicia ya llegaría!

Mogelson sigue contando, ahora en otro escenario. En las afueras del TCF Center, en Detroit, encontró a Michelle Gregoire, chofer de buses escolares de 29 años. Las mangas de su camisa, subidas, dejaban ver, en el brazo, la frase tatuada: “We the people”. Como –quizás– en el brazo de Kissinger, cuando sentencia al gobierno que no le gusta. Todos inspirados en la constitución de su país.

Es una historia antigua. “El reclamo contra una conspiración para robar las elecciones tiene sentido para una gente que ve a Trump como un guerrero contra las artimañas del estado profundo”, afirma Mogelson. ¡Abajo el estado profundo!, grita uno. O el estado canalla, diría Kissinger. La lucha contra la barbarie islámica, diría Stephen Bannon, el asesor de Trump caído en desgracia. O contra el comunismo. Siempre por la democracia y la libertad, como Kissinger. O Nixon. O Ford.

¿Se transformará esa campaña contra el proceso democrático en una insurgencia durable? ¿O en algo peor? Hoy lo sabemos bien: en algo mucho peor, de lo que no hemos podido salir todavía. Chile es un buen ejemplo. Otro es Brasil. Campañas contra el proceso democrático cuyas consecuencias tienen ya más de medio siglo.

Otras guerras

Hemos recordado el golpe chileno organizado por Kissinger. En 1970. Pero tenía antecedentes frescos. Cinco años antes tropas norteamericanas invadieron República Dominicana, un 28 de abril de 1965.

Le tocaba al presidente Lyndon Johnson especular sobre la amenaza comunista. Hace cinco años –cuando la invasión cumplió 50– Abraham Lowenthal, destacado académico y político norteamericano, fundador del Pacific Council on International Policy y del Diálogo Interamericano, profesor emérito de la University of Southern California, se refirió al tema.

“La intervención en la República Dominicana redujo las probabilidades de éxito de las reformas pacíficas que muchos funcionarios estadounidenses deseaban ver en América Latina. Algunos conservadores latinoamericanos –sobre todo en Centroamérica– llegaron a la conclusión de que Estados Unidos no iba a permitir que triunfaran los movimientos reformistas”, dijo Lowenthal, en artículo publicado en abril del 2015 por el Brookings Institute, en Washington.

La intervención tuvo graves consecuencias en Estados Unidos, asegura. “La escandalosa falta de transparencia del gobierno de Johnson agravó la desconfianza entre la administración y muchos líderes de opinión, contribuyendo a la crisis de credibilidad que acabó inspirando la reacción estadounidense ante Vietnam”.

Pero “donde más serios fueron los costos intangibles fue en República Dominicana. La intervención intensificó la fragmentación política y la dependencia de Estados Unidos e hizo más difícil el desarrollo de instituciones políticas efectivas”.

Cincuenta años después de esa intervención –dice Lowenthal–, “producto de la obsesión de Washington con Fidel Castro, no solo ha llegado el momento de tener una relación de mutuo respeto con Cuba sino también de desafiar otras mentalidades enquistadas y encontrar respuestas más creativas a la persistente interdependencia entre los países de la Cuenca del Caribe y Estados Unidos”.

¿Habrá llegado esa hora?

Los aniversarios se multiplican. En diciembre del 2019 se cumplieron 30 años de la invasión a Panamá, ocurrida el 20 de diciembre de 1989.

“Arrojaban bombas sobre áreas populares de El Chorrillo -un barrio en pleno centro de la capital, bastión del régimen militar de Manuel Antonio Noriega- destruyendo todo lo que encontraban a su paso”, dice un nota de la BBC.

«Utilizaron artillería y aviación para bombardear las zonas más densamente pobladas de la capital, donde había una gran cantidad de población viviendo en caserones antiguos de madera», le cuenta a BBC Mundo el sociólogo y escritor panameño Guillermo Castro.

La «Operación Causa Justa» –que dejó un número de muertos nunca determinado– “sigue siendo recordada por muchos, 30 años después, como una herida abierta en la historia panameña”.

Hay otro aniversario importante. En un par de años se cumplirán los 40 de la invasión de la isla caribeña de Granada, el 25 de octubre de 1983. El presidente Ronald Reagan la llamó operación “Furia Urgente”. Unos siete mil efectivos desplegados en la pequeña isla acabaron en horas con cualquier impensada resistencia. El gobierno de la “Nueva Joya” no le gustaba a Washington y Reagan lo estimó una potencial amenaza para Estados Unidos. El primer ministro Maurice Bishop y otros miembros de su gabinete habían sido ejecutados por fuerzas golpistas, una semana antes de la invasión norteamericana. Creo que sus cuerpos nunca aparecieron.

Partidarios de Trump llevaban armas, pistolas eléctricas, bates de béisbol o porras en la invasión del Capitolio. “Durante seis horas los norteamericanos vieron la democracia secuestrada en nombre del patriotismo”, recuerda Mogelson. La gente cantaba “America first”. Se sentían dueños de las calles. ¿De qué calles? De “sus calles”. Y de “sus” plazas. ¿Por qué no tomarlas?

Chansley agradecía al padre celestial por haberles permitido entrar al Capitolio y enviar un mensaje a los tiranos, a los comunistas y a los globalistas. Los rebeldes inclinaban la cabeza.

El poder de poder

El “poder de poder”: restaurar el liderazgo norteamericano. Mostrar que el país es capaz de resolver problemas. Esa es la tarea que sugiere a Biden la profesora de Derecho en Harvard, Samantha Power, embajadora en Naciones Unidas entre 2013 y 2017, durante el gobierno de Obama, cuando integró también el Consejo de Seguridad Nacional.

Eso quiere decir, en su opinión, “menos énfasis en la causa abstracta del ‘orden liberal internacional’ y más demostraciones prácticas de las habilidades de Estados Unidos para manejar los temas actualmente importantes para la vida de centenares de millones de personas”.

En un artículo publicado en la edición de enero y febrero de la revista Foreign Affairs, Power sugiere tres áreas decisivas para retomar el liderazgo norteamericano: la distribución mundial de una vacuna contra la Covid 19, la renovación de las oportunidades para que estudiantes extranjeros se eduquen en Estados Unidos, y darle un alto perfil a la lucha contra la corrupción, en el país y en extranjero.

Estados Unidos –recordó Samantha Power– es el centro neurálgico del sistema financiero global. En menos de 20 años, entre 1997 y 2017, se movieron ahí “por los menos dos millones de millones de dólares de recursos conectados a los traficantes de armas, de drogas, lavadores de dinero, evasores de sanciones y funcionarios corruptos”.

Y acota: –En años recientes las revelaciones de que la poderosa empresa constructora brasileña Odebrecht había pagado 788 millones de dólares en coimas en toda América Latina provocó la caída de importantes figuras políticas y revirtió la situación política en una docena de naciones en la región.

Lo hicieron en Brasil, creando las condiciones para llevar a Bolsonaro y los militares al poder, avanzando en la privatización de la explotación petrolera, desarticulando la empresa estatal Petrobrás, liquidando las poderosas constructoras brasileñas, y llevándose entre las patas –con la complicidad de jueces corruptos que se presentaban como adalides de la lucha contra la corrupción– al líder político más popular del país: el expresidente Lula.

Los abusos  de la “Operación Lava Jato”, organizada en Brasil en coordinación con la policía norteamericana, están hoy bien documentados. El principal objetivo era eliminar la candidatura de Lula a la presidencia de la República, única manera de hacer del capitán Bolsonaro presidente de la República.

Ese poder fue usado también en Ecuador para eliminar candidatos incómodos para Washington. El juez español Baltasar Garzón denunció los abusos cometidos ahí con el mismo esquema judicial, ejecutado tanto desde la Fiscalía General del Estado como desde los tribunales de justicia. Una acción represiva con nombres y apellidos, entre ellos el del vicepresidente Jorge Glass y, sobre todo, el del expresidente Rafael Correa, con el objetivo de eliminarlo de la competencia electoral. El más reciente golpe, en Bolivia, también desnudó nuevas formas de asalto al Capitolio.

En otros países, las acciones son menos encubiertas. Cuba está sometida a un bloqueo implacable hace más de 60 años y sobre Venezuela se han aplicado las más drásticas medidas para inviabilizar cualquier programa económico. En Nicaragua, sectores de la oposición hacen política en Washington, piden más sanciones contra un gobierno que consideran ilegítimo.

Entonces, un día, aparecen los QAnon sugiriendo que si no pueden tener el país que se creen merecer, mediante procesos que consideran legítimos, quizás necesiten explorar otras opciones. ¿Por qué no probar una receta tan exitosa también en casa?

Hace falta mirar en casa. No para aplicar las recetas que han venido aplicando en el Tercer Mundo, sino para evitar caer a niveles de vida parecidos, como lo recordó el senador Bernie Sanders.

En medio de la peor pandemia en un siglo –afirmó– 90 millones de norteamericanos no tienen seguro médico o tienen uno que no cubre sus necesidades y no pueden ver a un doctor cuando están enfermos. Mitad de los trabajadores norteamericanos viven “día a día”, más de 24 millones están desempleados, subempleados o ya desistieron de buscar trabajo, mientras el hambre en el país ha alcanzado los mayores niveles en décadas. Y, contra toda evidencia, decenas de millones de personas en el país realmente creen que Trump arrasó en las elecciones, pero que su triunfo le fue robado.

 

 

Por Gilberto Lopes
Escritor y politólogo, desde Costa Rica para La ONDA digital (gclopes1948@gmail.com)

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