Hablar del escritor Julio Varela significa ensayar una interpretación que debe echar mano a varias disciplinas, algunas de ellas concordantes. La psicología, incluso psicoanalítica, las religiones orientales, el registro escritural a tono con las narrativas de la vanguardia del siglo XX, el surrealismo, lo fantástico e, incluso, lo improbable hecho realidad o, mejor dicho, la verosimilitud de un texto dado. Porque, y en esto debemos insistir, en literatura todo es posible, incluso subvertir el orden de los factores, pero sabiendo, siempre, que todo hecho, lo que se acciona, provoca una reacción, un efecto que, aquí, en estos cuentos, son no deseados pero singularmente posibles.
Efectos indeseados, obtuvo el Primer Premio Literario Nacional de la Intendencia Departamental de Rocha (2023), pero antes el autor, que ha sido periodista cultural y de divulgación científica y coordinador de difusión en la Dirección Nacional de Ciencia y Tecnología del Ministerio de Educación y Cultura, ha publicado: Cazador de Escritura (1976), y las novelas Arcoiris sobre tus blues (1989), Al gran jefe de la comedia ligera (1989), Costumbres de Anita (1991), Vieja es la noche (1993), Liddypool (1994), Los cuernos de la liebre (1996) y Fuga (2019), además de recopilaciones de notas de divulgación científica y El sanador (1995) sobre el vidente Luis Orsi. También participa de varias antologías de relatos y ha recibido variados premios literarios.
Este año, 2025, Julio Varela volvió a ganar el primer premio del Concurso Literario Nacional organizado por el gobierno de Rocha, con Tráiganme la cabeza de Andrea.
En esta obra nos presenta cuentos cortos, de un único párrafo, con una relación evidente, aunque sorpresiva, entre la acción que se efectúa y la reacción provocada. El objeto, la cosa, la cosa material o mental, de la narración, se humaniza, adquiere caracteres, sentimientos, e incluso pensamientos, que son los que tienen las personas, y, es más, el objeto, y la circunstancia en que se desenvuelve este, condiciona la narración. El autor utiliza un mecanismo que al señalar la parte quiere significar el mundo, el todo.
También habrá un punto de vista singular que transforma lo conocido en algo nuevo que antes no estaba, que era desconocido, y a partir de ese punto la lógica se sostiene sobre la realidad que toma su lugar, reemplazando a lo ya existente.
Sus breves relatos, sus viñetas impresionistas (impresionistas en el sentido de que nos provocan una impresión intensa y sorpresiva, no esperada), de alguna manera minimalista, sus microcuentos de golpes efectistas, indagan sobre el otro costado de la realidad, aquello que alterna con lo conocido, con lo que conocemos o lo que podemos conocer, y nos muestran la necesidad, a menudo imperiosa, de que los deseos se cumplan, de que los sueños se realicen.
Podría decirse, y no faltarán quienes cuestionen este aspecto, que sus historias no tienen un contenido relevante, importante, como si su escritura se afiliara a cierto “parnasianismo”, al culto del arte por el arte, a un excelente uso de la técnica literaria para crear una atmósfera, cerrada, en la que se consuman los textos, como si no hubiera nada más que un aspecto literario del entretenimiento. Pero, sin embargo, Varela pretende anclar su discurso en ciertos vértices, como son aspectos de la filosofía zen, la defensa del medio ambiente como espacio vital, la importancia de la música para la estabilidad emocional y cierta nostalgia sentimental imprescindible: un trasfondo de amor.
Hay, entonces, cierta búsqueda que podríamos denominar como la pretensión de alcanzar la paz espiritual. A eso debemos sumar una mirada desprejuiciada que inquiere sobre diversos aspectos de la sociedad actual, una denuncia, a veces con ironía o con crueldad, que no admite contemplación, sobre la simulación y la frivolidad en este tiempo de posmodernidad.
Una particularidad es que los títulos están, tipográficamente, en minúsculas, tal vez queriendo significar que lo verdaderamente importante es el texto, que es a eso a lo que hay que prestarle atención. Algunos de esos títulos refieren a frases comunes y corrientes, pero el sentido de la máxima se aplica de una forma concreta y delimitada.
Nada escapa a la mirada del escritor, un mínimo detalle puede configurar una explosión temática (recordemos que algo tan pequeño puede provocar una fusión en cadena de carácter nuclear y borrar todo resto viviente sobre la Tierra). Allí encontraremos lo ridículo, lo grotesco, un humor negro altamente corrosivo.
Unos primeros cuentos
Si bien hice una lectura de cada uno de sus cuentos con su respectiva anotación (cuestión que me llevó veintidós páginas), sólo voy a dar algunos ejemplos, dentro de la variedad temática, para que los invite a leer.
En “la belleza de la guerra”, que habla sobre la peste de Newcastle, que atacan a las gallinas, nos habremos de preguntar ¿dónde está la belleza? Porque quizás pueda estar en todas partes, solamente habrá que descubrirla. Ya Baudelaire proclamaba, en su poiesis, la belleza de lo maldito, de lo cruel, de lo demoniaco, de la fealdad, siempre y cuando esta fuera perfecta, sin fisuras. Sin embargo, si la crueldad es algo manifiesto, a pesar de la foto que registra todos los detalles, a pesar del alcohol –que le ayudará a soportar lo hediondo e injusto de la muerte, una muerte absurda en medio de una composición que armonizaba los elementos naturales y los artificiales, presentes–, hay otra cosa más allá, una gallina enloquecida que es, a no dudarlo, la manifestación de una enfermedad violenta, la de los hombres, que se matan entre sí (como si no tuvieran nada mejor que hacer), y la manifestación evidente de la locura que, de modo irracional, se ha apoderado del mundo, como si este fuera nada más que el teatro de operaciones bélicas. Desnaturalizadas.
Con “la muñeca destripada”, ya desde el título nos plantea una acción que es, a todas luces, destructiva. Destripar, sacarle las tripas (a alguien) sugiere un odio múltiple. El personaje es un descendiente de Gengis Khan, y, como él, debe ser impiadoso y brutal. Y, en medio de un viaje circular, la historia del personaje (Tom Robinson, profesor de economía, con una vida aburrida –a la que le quedaba más pasado que futuro, lo que nos advierte de la cercanía de la muerte–), se cruza con Borges y con Nietzsche, y cree que aún podría echar todo por la borda, hasta cruzar “todas las horas hasta la de tu muerte increíble”, como si hubiera sido, como si fuera posible, otra punta del espacio-tiempo que lo increpara. Hay, además, una mención a Giambattista Vico, que propugnaba que la verdad es resultado del hacer, poniendo en relación el mundo ideal con el real, y la historia como un movimiento no cíclico, cerrado, sino como espiral.
Uno de esos títulos que valen por sí mismos (desmintiendo mi observación anterior acerca de su poca importancia), es “el gargajo del avispón retozón”. La realidad es una ilusión. Y un bichito, el avispón de Sarandí Grande, con su moquear, es el objeto de estudio. Azul cerúleo, que pone huevos (Vespa crabro, de la familia Vespidae), moqueaba porque una bacteria lo atacaba, y la secreción se volvía psicoactiva (alcaloide) y que, una vez seca y colocada en las mucosas humanas “elevaban esto que somos a la categoría de dioses elegantes y perpetuos, omnipotentes y omniscientes, casi dios, capaces de vagar sobremanera por las estrellas, de hendir el tiempo y de disfrutar de forma sublime de la esencia misma de la vida”. El efecto que provoca, entonces, en un efecto sexual activo entre los hombres y las mujeres, un afrodisíaco. En el medio del frenesí, sin darse cuenta, se fueron extinguiendo. “La vida era plena, demasiado plena. Por eso, cuando la extensión de los años vividos por las generaciones comenzó a descender, nadie lo notó, y cuando lo notaron, a nadie le importó”, y “pronto le devolveríamos a la tierra lo que, en rigor, siempre había sido suyo”, con un futuro distópico en donde pareciera manifestarse que el placer continuo nos terminará por aniquilar.
Entraremos, desde el título, el sueño de han san, en el mundo onírico, profundamente surrealista y, a la vez, con un tono budista que nos quiere sorprender con una revelación. Lo que produce asco puede ser delicioso, , la materia se transforma, transmigra de un cuerpo a otro, todo es y no es: “…se iba quedando vacío como una carcasa transparente, se dio cuenta de que se podrían haber hecho flautas de hueso con su cuerpo, vasos para beber y adornos para el monasterio, un farol con su calavera, una parrilla con sus costillas, candelabros con sus mandíbulas, alforjas con los huesos de la pelvis, mástiles con los húmeros, barcos con los huesos de la mano”. Como hemos de comprender, después de esa experiencia la realidad ha cambiado, de modo que “desde entonces se sintió tan suave y ligero como si cabalgara por nubes algodonosas y asumió la costumbre de dialogar con santos y budas a través de los sueños, y aquel onirismo abierto a modo de un puente entre las dos dimensiones se le volvió tan natural como si se tratara de un expedicionario que vuelve una y otra vez a la tierra descubierta”, una formulación híbrida, ciborg. Un mundo que, partiendo del que nos sustenta, pasa a ser la búsqueda de lo inocuo, de lo que no consuma los recursos animales ni vegetales para que la naturaleza vuelva a florecer (como lo mostró el paréntesis de la última pandemia, donde todo, la biología de los reinos, pareció resurgir). Y, mientras esto sucede, nosotros mismos evolucionamos hasta “sustituirnos por seres complejos hechos en 3D”. Es decir, la involución. Desde la ironía se nos plantea lo distópico de un mundo que puede ser posible, un futuro que puede exterminar hasta el último reducto de nuestra frágil humanidad y la sostenibilidad ambiental.
En “homilías” hay un “razonamiento o plática que se hace explicar al pueblo las materias de la religión”, una “reunión”, un “trato” (un con-trato), “conversación”, y “enseñanza”. El aprendizaje y la erudición sobre la macrobiótica se da por la experiencia del personaje (Ohsawa, que nos remite a lo oriental). Pero de la experimentación total, hasta las últimas consecuencias, para obtener todos los registros espirituales en su propio cuerpo, terminará por consumirse en el azar, en la incertidumbre, que lo llevará al fin de la propia existencia. Quedarán sus discípulos. Porque el personaje ha arribado a la conclusión de que “cualquier doctrina o creencia debe ser verificada por uno mismo”. Del mismo modo podemos imbuir que, en los distintos planos de la existencia de Varela, en el mundo real, en el interregno de los sueños o en lo alucinatorio de la duermevela, ha experimentado una serie de situaciones que lo han terminado de construir como persona, y que todo eso ha influido en el desarrollo de la escritura. Porque es como si nos dijera que se necesita observar, en primer lugar, sin preconceptos, libremente, y que a raíz de esa experiencia uno puede abordar ciertas conclusiones. Se necesita vivir, vivir las complejidades de nuestro tiempo, el que nos ha sido dado, para escribir. Porque todo procede, es la materia prima, de una u otra forma, de la realidad.
En estos tiempos, donde nos pretenden dominar con la Inteligencia Artificial, debemos tener “cuidado con el hacker”. Las autonomías de las cosas, cotidianas que, en manos de unos hacker malévolos, vengativos u oportunistas, pueden lograr su cometido: “la cafetera podía saltar inesperadamente de su soporte, abrir la tapa y morderte la yugular. El primer ministro tailandés fue cocido en su propio jugo cuando intentaba darse una ducha y el agua saló a 120 grados. El implante cardiovascular del amante de mi mujer le explotó justo cuando él estaba entrando. En respuesta por las malas condiciones de trabajo, una espada del hielo emergió del freezer del CEO de Amazon y le seccionó limpiamente el cuello”. Se instalará, en consecuencia, una moratoria tecnológica, pero ya es demasiado tarde, y solo quedará volver a la plena naturaleza. El retorno a la naturaleza es, sin duda, una crítica al vértigo de la sociedad actual y una valoración en torno a lo natural como algo saludable para el cuerpo y la mente. Ya David Thoreau, en “Walden” reflexiona sobre la vida sencilla y la conexión con el entorno natural, o la posición de la Hermandad Prerrafaelita, con John Ruskin a la cabeza, que quería representar la naturaleza con precisión y belleza. Más atrás en el tiempo Lucrecio intentaba comprender las leyes y principios de la naturaleza desde una perspectiva filosófica y científica, y también el gran T.S. Elliot reflejaba, en sus poemas, la preocupación por la pérdida de conexión con el mundo natural y la búsqueda de un sentido de pertenencia.
El dejar que las cosas sucedan, está en “nendo dango”. Aprendo –porque siempre hemos de aprender lo que no sabemos– que ese término se aplica a una técnica de siembra japonesa. Consiste en formar bolitas de arcilla y semillas para reforestar, reverdecer o regenerar suelos. El cuento trata de un personaje, Fukuoka, que plantea el insistir en una agricultura natural. Se trata, nuevamente, de la irrupción de una preocupación medio ambiental por la que, aunque no nos lo dice expresamente, podemos concluir que si no preservamos el planeta, no tendremos nada donde podamos existir. El universo, que es muchísimo más grande y extenso de lo que podemos imaginar, seguirá el curso del tiempo, más allá de nosotros. Y, cuando nuestro Sol se extinga, y la vida perezca sobre la Tierra, las estrellas, los planetas, los agujeros negros y otros soles y otras galaxias, continuarán. Porque, y esto es lo que atrás del discurso de Varela, nosotros, los hombres, no somos para nada indispensables y ante la magnitud cósmica cada uno de nosotros no somos más que un miserable pulgón en el concierto de la inmensidad. Dirá, entonces, que “sin amor no hay comprensión ni cooperación posibles”, y aquí se trasluce la filosofía budista del autor, amigable con la tierra y la naturaleza, la propensión al ayuno como práctica de limpieza corporal y la meditación como conductas para alcanzar el equilibrio espiritual y el conocimiento. Fukuoka quiere “reverdecer los desiertos, quiere que los bombarderos B-52 que cruzaron los cielos japoneses para sembrar la muerte siembre nendo dango en el desierto, nendo dango repletas de semillas de cultivos lo más resistentes posible a la sequía, que aguanten lo necesario antes de ser capaces de humidificar el aire y atraer lluvias, Fukuoka quiere convertir los desiertos en vergeles, llenarlos de insectos y de pájaros y de cereales y de trébol blanco”, lo que nos recuerda a Hiroshima y Nagasaki, cuyas consecuencias aún se siguen sufriendo y significan, supongo, una gran humillación para el pueblo japonés. El personaje, por último, se fundirá con la tierra que tanto ama, porque, y de ello no hay ninguna duda, nosotros nos debemos a la tierra, sin ella no somos nada.
Las secciones
El libro se integra con varias secciones, algunas de ellas centradas en un personaje, Nagarjuna, Ambroise Paré, Arquímedes, otras sobre músicos, en especial Bach, pero también de jazz e integrantes de los sesentas, que son caros a Varela, a experiencias budistas, sobre animales…
Algunos ejemplos:
Hay un comienzo hermoso en “las doncellas del palacio”: “no se sabe si Nagarjuna existió o hubo que inventarlo. Los tenues pasos de su impronta se diluyen en un fabuloso jardín de grava que ha sido visitado por una tímida gacela en una noche de primavera”. Luego nos hablará sobre el vacío, una de las muestras de la ausencia: “forma es vacío y vacío es forma”. Lo que se intenta explicar es que gracias a lo vacío se lo puede llenar, porque, en definitiva, “no somos más que la sombra de un sueño”, e incluso hasta los elegidos no pueden evitar la satisfacción del placer. Porque hay que conocer de todo en la vida, después podremos arrepentirnos y hacer las buenas obras que se esperan de nosotros y que nos redimirán. Dirás, diremos, que no hay nada más excitante que las doncellas del palacio, que están allí para nuestro placer.
En “el ascenso de nagarjuna” se nos muestran las distintas etapas de su ascensión a la sabiduría, pero hay, además, una dosis calculada de ironía: Nagarjuna conoció a Rahula, “erudito, estudioso del Mahayana, un hombre sabio, de claros bigotes grisáceos y melena ancha que se sacudía al viento y a la que sacudía antes de entrar en su habitación y encender una vela para consultar viejos manuscritos tan amarillos que rivalizaban con la vela, con el color del platillo donde la vela se consumía, con el maizal próximo a la cosecha y con el color del chorro de orina con que le gustaba regar las plantas”. Porque todo es posible para Nagarjuna.
Para ir “haciendo templos a troche y moche” es necesaria una dura disciplina espiritual y filosófica, para trascender (Tao). La alquimia era un juego, que mostraba que es capaz de desentrañar los secretos de la naturaleza, aunque le faltaba la compasión. Para ello debía construir “108 monasterios, 1000 templos y 10.000 santuarios” y Nagajurna, en la senda correcta, “se convirtió en un líder de masas”. Por más iluminado que se sea, se necesitan manos (obreros) para construir, y a cambio la tribu de los nagas “le obsequiaron varios tratados de lógica, materia en la que eran eruditos, y entre ellos estaba el Prajñaparamita”, que significa la perfección de la sabiduría para la que es necesario experimentar todo sin apego y ver la realidad tal cual es.
En “silbador”, la secuencia del canto, texto escrito sin pausa, que recuerda la escritura automática, donde las cosas se van encadenando unas a otras, a pesar que la realidad se va deformando o, quizás, va conformando otro aspecto, fantástico, de las cosas, y como la eternidad no está hecha para Quique (el personaje), su música ha de terminar un día de entre los días, un viernes, concretamente, mientras va hacia el mercado agrícola. Las cosas, comunes, cobran una vida inusitada, y las esquinas del barrio son “como ángulos de escuadras de plástico”. Penny Lane, de The Beatles, Don´t worry be happy (canción de Bobby McFerrin pero cantada también por Bob Marley) y el Adagio de Mozart (en la versión de Paquito D´Rivera), transitan como una secuencia musical que acompaña al personaje en su andar silbatorio.
En “un caballero del mundo convencional”, hay un músico intuitivo, que hace música desde el sentimiento, sin partitura, sin saber solfeo, incapaz de tocar dos veces la misma canción, los mismos acordes (como yo, por cierto, aunque no venga al caso), porque no sabe leer música, no tiene conocimiento de las notas, pero sabe, sus dedos saben, su boca sabe, cómo hacer para que el clarinete hable y muestre “gruñidos peludos de oso pardo, chirridos foscos color lila y gritos espantosos de los que dan los locos furiosos cuando se aferran a los barrotes de sus jaulas salían del dorado clarinete como de la cornucopia de un hechicero y de pronto cambia e ipso facto irrumpía la tersura, la suavidad, el susurro sensual y delicado que caminando en puntas de pie le tiraba besos a los ángeles y hacía guiñadas y se volvía íntimo como si fuera deslizando centímetro a centímetro la ropa interior…”. Porque la música, como he experimentado, anida en el interior de uno mismo, hay un esquema musical interno por el que se puede deslizar el sentimiento por las terminaciones nerviosas y que desembocan en una memoria táctil, independiente de nuestra conciencia, que logran conectar, como si hubiera un puente, entre el deseo y la consumación instrumental. El instrumento es la prolongación de uno de los aspectos sensibles de nuestra personalidad.
En “mingus”, encontraremos a Charles Mingus, protagonista principal de una anécdota que incluye a Tizol, trombonista, y a Duke Ellington, pianista (y compositor) que se mantiene, este último, aparte, porque debe despedir a Mingus “por todo lo alto”. Es parte de una serie sobre música e intérpretes que son del agrado del autor.
En “aguja”, que remite a una hipodérmica, nos mostrará a Charlie Parker, el genial saxofonista, el pájaro (bird), y el secreto de su adicción a la heroína y su despegado vuelo. Es Miles quien conoce (y nos hace conocer) el precio de la sangre, por lo que la narración está mediada por las impresiones de él.
“La imaginación engendra monstruos” es un texto realmente estupendo, donde se enumeran las trece formas en que se engendran monstruos, preocupado Ambrosio Peré, el cirujano, por las causas de tal fenómeno. La imaginación del autor descolla (¿descuella?).
“La garra de Arquímedes” (manus ferrea en latín) en cuestión, que se utilizó para defender la ciudad de Siracusa, en la parte de la muralla que daba al mar, era “una grúa parecida a un brazo con un gran gancho de metal parecido a un alfiler de gancho” que “caía pesadamente sobre el barco que había enganchado sus escaleras y el brazo levantaba la proa para que la popa empezara a inundarse, como si agarrara al barco por los fundillos, después lo dejaba caer lo más suavemente posible para que se hiciera pomada entre rugidos y chillidos de marineros que trataban de poner su culo a salvo zambulléndose en el caliente mar”.
“peras”, un kit para edición genética (los nuevos tiempos de la IA), es “biotecnología democratizada para cambiar la naturaleza” de lo que sea, o para desarrollar unos músculos “extragrandes” con una inyección de una molécula “que contiene la información genética necesaria para desactivar el gen humano de la miostatina”. Detrás, o más bien debajo, del relato, exagerado, hay, es evidente, una preocupación sobre los límites de la alteración genética, de sus beneficios y sus perjuicios, que pueden modificar, sin retorno, nuestra única e indivisible personalidad.
Y, por último, con “el voto que el alma pronuncia” identificamos, inmediatamente, algo que advertimos que forma parte del himno nacional y que es un elemento distintivo del Uruguay, de, digamos, su vocación democrática. De ahí la importancia del manifestar la simpatía política mediante el sufragio universal y la calidad democrática que, a grandes rasgos, nos determina como nación. Sin embargo, todo esto está visto desde adentro, desde los que les toca participar en una mesa electoral. El voto es sagrado, y obligatorio, “donde la gente se arrastra con cien años para votar, llevados por nietos orgullosos que hablan de la democracia y la república como diosas que engalanan sus telarañas mentales”. ¿Se desliza una crítica? En el cuento el personaje es un suplente que, como falta el titular, debe encarar. Fumó un porro (para hacer más llevadera la jornada, por supuesto, ¿por qué más lo habría de hacer?) y desata el pandemónium (comentan los milicos, los de la mesa, sobre la responsabilidad con la patria que tienen los viejos de cien años, porque “esta es una sociedad de símbolos, no de realidades”). Y nada, ni nadie, se puede apartar de la senda de elegir, entre todos, el menor mal.
(Efectos indeseados, de Julio Varela, s/e, 2024, Montevideo, 186 páginas)
Por Sergio Schvarz
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