Fragmento; Patricia Cifre Wibrow Patricia Cifre Wibrow es profesora titular del Departamento de Filología Moderna de la Universidad de Salamanca
(…) «En la novela de Jorge Semprún Veinte años y un día (2003) son varios los personajes representativos de la tercera España, hasta el punto de que parecen estar en mayoría. De hecho, la novela arranca con una escena situada en 1956 y tendiente a ilustrar la superación de los enfrentamientos que tuvieron lugar veinte años antes, durante la Guerra Civil, presentando a los antiguos combatientes de uno y otro bando compartiendo de nuevo risas y opiniones en una charla de sobremesa. Según indica la voz narrativa, a esas alturas ni los unos ni los otros parecen ya tan convencidos de los ideales que los enfrentaron en el 36. En esta situación tan distendida uno de los contertulios narra cómo veinte años antes, el 18 de julio de 1936, en una finca de Toledo llamada La Maestranza uno de los dueños fue asesinado por los campesinos y cómo a partir de entonces cada 18 de julio la familia del difunto organiza una conmemoración en la que los campesinos vuelven a representar dicho asesinato para expiarlo.
A raíz de esto, uno de los presentes, un historiador norteamericano, se traslada a la finca para presenciar la ceremonia, siendo informado a su llegada de que la función del día siguiente será la última, porque los campesinos se han negado a seguir haciendo el papel “de asesinos”: “Dicen que basta ya, que ellos no estuvieron aquí cuando la muerte, ni saben de todo aquello… Y que ha llegado la hora del olvido”. La viuda del difunto, doña Mercedes, se muestra de acuerdo en que “ya es hora de enterrar a los muertos”. Una vez más, la iniciativa de dar por enterrado el pasado parte de los descendientes de los republicanos y la decisión de olvidar es tomada finalmente de común acuerdo, siendo valorada como una muestra de madurez y moderación. Es decir que también Jorge Semprún, un autor especialmente significativo por sus lazos con el Partido Comunista, con la resistencia antifranquista, así como por su papel como Ministro de Cultura entre 1988 y 1991 en el gobierno de Felipe González, interpreta la decisión de “echar al olvido” como expresión de la superación de un conflicto del que todos manifiestan sentirse completamente desvinculados. La importancia otorgada a la decisión de “enterrar el pasado” es subrayada en la novela por el lugar central otorgado al enterramiento de dos hombres provenientes de bandos enfrentados que van a recibir sepultura ese mismo 18 de julio en la cripta familiar de los Avendaño: se trata de José María Avendaño, la víctima de aquel 18 de julio del 36, y de Chema, el Refilón, quien fuera jefe de una partida guerrillera que después de la guerra operó a lo largo de muchos años por los montes de Toledo. Mercedes, la viuda de José María Avendaño, justifica este enterramiento conjunto, que viene a simbolizar la voluntad de reconciliación de los españoles, como un acto de humanidad: “Como no tiene familia”, dice sobre el guerrillero, “hemos rescatado el cuerpo de la fosa común, lo hemos traído aquí…” […] “Es que Chema era de aquí, del pueblo y de la finca… El Refilón… Con él hemos jugado todos de niños…”. Durante el funeral, el sacerdote invoca en su homilía los valores de “paz, piedad y perdón” en términos que el hijo del difunto compara con las palabras pronunciadas por Manuel Azaña en una de sus últimas intervenciones públicas y que a su vez resultan muy similares, como afirma, a la Declaración del Partido Comunista de España de junio de 1956.
Este fundido entre varios discursos pronunciados en momentos tan diferentes de la historia de España es otro elemento encaminado a subrayar el mensaje de que la solución democrática y pacífica del problema de España pasa por la reconciliación. Así lo indicaba ya el título de la antes mencionada declaración del PC: “Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español”. El profundo y emocionado silencio con el que es acogida la homilía por parte de los congregados en la pequeña capilla familiar de los Avendaño es interpretado como la demostración de “hasta qué punto esa homilía religiosa reflejaba el sentir de los campesinos”. El broche final lo pone la Satur, Saturnina, la sabia del pueblo, al imaginar el diálogo mantenido por los dos difuntos tras vaciarse la capilla: “Se abren los ataúdes, salen los muertos, que siguen siendo jóvenes, como lo eran en el 36, y se hablan, se cuentan toda la historia de sus familias: la historia de España…”. El único personaje que se rebela contra este acto de conciliación en el que participa toda la comunidad es el comisario Sabuesa de la Brigada de Investigación Social. Haciendo honor a su nombre, se comporta como un verdadero sabueso, poniendo de manifiesto un odio visceral contra los “rojos”. A diferencia de la viuda, que insiste en que los campesinos de hoy ya nada tienen que ver con esa “culpa antigua”, el comisario se muestra convencido del carácter inexpiable de la culpa en la que incurrió el contrincante ideológico, insistiendo en que “veinte años no son nada” y que “Todo lo que queda de siglo deberían estar repitiendo esa ceremonia, o alguna parecida”. Asociar la memoria a un personaje caracterizado tan negativamente contribuye una vez más a subrayar la ejemplaridad del olvido encarnado por los restantes personajes.
Aspectos problemáticos de la memoria “ejemplar”
Los personajes representativos de la así llamada tercera España son los portavoces de un modelo de memoria que Tzvetan Todorov denomina “ejemplar”, porque se adapta a las necesidades del presente, buscando conservar del pasado ante todo aquellos recuerdos de los que cabe extraer una lección valiosa para el presente. Todorov no duda a la hora de constatar la superioridad de este tipo de memoria “ejemplar” frente a la “literal”, a la que llama así por permanecer sujeta a la verdad de los hechos y encaminada a mantener vivo el recuerdo:
Se podrá decir entonces, que la memoria literal, sobre todo si es llevada al extremo, es portadora de riesgos, mientras que la memoria ejemplar es liberadora. […] El uso literal, que convierte en insuperable el viejo acontecimiento, desemboca a fin de cuentas en el sometimiento del presente al pasado. El uso ejemplar, por el contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy en día.
Al poner la representación de la memoria al servicio de una memoria reconciliada, las narrativas conciliadoras buscan contribuir a la conformación de una memoria ejemplar entendida en los términos de Todorov. La nivelación que establecen entre las responsabilidades atribuibles a uno y otro bando no cumple, sin embargo, con un requisito fundamental para Todorov, que se muestra convencido de que la memoria “ejemplar” solo puede desplegar su efecto terapéutico si va precedida de una memoria literal propiciadora de una toma de conciencia y de un procesamiento de las injusticias pasadas. Al igual que la curación de la neurosis pasa por la recuperación de los recuerdos reprimidos, también la memoria ejemplar se basa en un procesamiento de los recuerdos que trata de superar. Una memoria ejemplar que no haya asumido antes la memoria literal no puede ser considerada, según esto, como tal, y menos aún si su ejemplaridad se basa en una tergiversación o manipulación del pasado.
Aplicada a la narrativa de la memoria de la Guerra Civil, esta reflexión pone en evidencia los puntos débiles de las narrativas conciliadoras-niveladoras. Inducidas por su voluntad de facilitar la superación de la memoria traumática de la Guerra Civil, tienden a pasar por alto los aspectos más conflictivos del pasado, tratando de llegar a la reconciliación sin pasar por un duelo en el que se produzca un reconocimiento de culpa. En lugar de entender el perdón como el final de un proceso dialógico ligado al reconocimiento público de las injusticias perpetradas durante la Guerra Civil, el patrón narrativo conciliador pretende alcanzar su condición ejemplar a través de la confirmación de la equiparación que la cultura rememorativa transicional estableció entre reconciliación y olvido. Ello supone desatender la premisa de Todorov según la cual no es posible saltar directamente a la memoria ejemplar sin pasar antes por la literal.
Un ejemplo paradigmático lo proporciona Anatomía de un instante (2009), una docuficción en la que Javier Cercas logra armar un relato muy vívido sobre la Transición, basándose en documentos y testimonios. El éxito del proceso transicional es presentado como resultado del acercamiento descrito entre dos personajes altamente dispares, representantes de las dos Españas, y que sin embargo colaboran en aras del bien común: el presidente Adolfo Suárez, antiguo miembro de la Falange, al que el rey pone al frente del proceso transicional, y Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista. Se insiste sobre todo en el proceso de aproximación que tiene lugar entre estos dos personajes que durante los años más críticos de la Transición aprenden primero a respetarse y después a apreciarse hasta que la colaboración, forzada inicialmente por la necesidad política, desemboca en un sentimiento de comprensión y de simpatía mutua. El vínculo así establecido se hace particularmente visible al final del relato, cuando se produce el golpe de estado del 23F: en el momento en que el sargento Tejero irrumpe en el parlamento, estos dos hombres son los únicos en permanecer en pie en medio de los disparos. A través de la escenificación de la amistad entablada entre ellos, la reconciliación aparece representada como el elemento central del nuevo relato fundacional. Al igual que en Soldados de Salamina, la escenificación de ese proceso de acercamiento entre contrarios culmina en una reconciliación particularmente impactante debido a la fuerte carga documental del texto. Los logros políticos de estos dos dirigentes son presentados como fruto de un proceso de acercamiento personal. Ello contribuye no solo a la nivelación de las memorias enfrentadas, sino también a una desideologización de los conflictos representados. Tanto más cuanto que al propio tiempo son pasadas por alto las heridas aún abiertas entre los diferentes sectores sociales representados. Muy sutilmente se está apelando de esta suerte al principio de que el fin –el establecimiento de una democracia consolidada– justifica los medios: justifica el olvido y la desatención a la necesidad de reparación de las víctimas. Esta convicción se hace explícita al final del texto a través de un pasaje en el que la renuncia a la justicia es interpretada como una concesión si no irrelevante, sí menor en todo caso, “accesoria”: “Hacer política”, comenta el narrador, “consiste en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial”. Y a continuación sugiere que la justicia y el resarcimiento de las víctimas debe ser visto en este tipo de encrucijadas históricas como un elemento accesorio en comparación con el objetivo esencial, que es el de acabar con la dictadura. Queda a cargo del lector decidir si con ello se está estableciendo o no una falsa disyuntiva, si es posible disociar la democracia de la justicia, o si lo fue en aquel momento. El narrador, por su parte, no alberga dudas al respecto:
Aunque no tuviera la alegría del derrumbe instantáneo de un régimen de espantos, la ruptura con el franquismo fue una ruptura genuina. Para conseguirla la izquierda hizo muchas concesiones, pero hacer política consiste en hacer concesiones, porque consiste en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial; la izquierda cedió en lo accesorio, pero los franquistas cedieron en lo esencial, porque el franquismo desapareció y ellos tuvieron que renunciar al poder absoluto que habían detentado durante casi medio siglo. Es cierto que no se hizo del todo justicia, que no se restauró la legitimidad republicana conculcada por el franquismo ni se juzgó a los responsables de la dictadura ni se resarció a fondo ni de inmediato a las víctimas, pero también es cierto que a cambio de ello se construyó lo que hubiera sido imposible construir si el objetivo prioritario no hubiera sido fabricar el futuro sino –Fiat iustitia et pereat mundus– enmendar el pasado: el 23 de febrero de 1981, cuando parecía que el sistema de libertades ya no peligraba tras cuatro años de gobierno democrático, el ejército intentó un golpe de estado que a punto estuvo de triunfar, así que es fácil imaginar cuánto tiempo hubiera durado la democracia si cuatro años antes, cuando apenas arrancaba, un gobierno hubiera decidido hacer del todo justicia, aunque pereciera el mundo.
Significativamente, en el momento de su aparición, Anatomía de un instante recibió toda suerte de elogios por parte de escritores, críticos literarios e historiadores como Jordi Gracia, J. A. Masoliver Ródenas, Javier Pradera, Joaquín Estefanía, Santos Juliá, siendo elegido como libro del año por el diario El País; como mejor libro de no ficción por el diario de El Mundo y galardonado en 2010 con el Premio Nacional de Narrativa. Esta recepción tan entusiasta demuestra bien a las claras que la filosofía conciliadora subyacente seguía conectando en 2009 con la sensibilidad imperante en la sociedad española» (…)
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