La muerte como insondable misterio cargado de dramáticas pérdidas, nostalgias, reminiscencias y hasta fuertes apelaciones de dimensión simbólica es la materia temática que aborda “La segunda muerte del Negro Varela”, la nueva novela del narrador, dramaturgo y periodista Mauricio Rosencof, publicada por Editorial Alfaguara.
Este libro es la tercera entrega de una saga autobiográfica iniciada en 2005 con “El barrio era una fiesta” y continuada, en 2007, con “Una góndola ancló en la esquina”.
En los tres relatos aflora la veta más sensible y costumbrista de la obra del autor, que, en estos casos, se imbrica con las memorias de su propia historia personal.
Por supuesto, estos recuerdos -atesorados en el intransferible territorio de la emoción- trascienden en el tiempo a la mera peripecia del “Ruso” Ronsencof como guerrillero combatiente del Movimiento de Liberación Nacional –Tupamaros, como preso político y como rehén de la dictadura liberticida.
Obviamente, esas experiencias de suplicio, supervivencia y resistencia en las pesadillescas bastillas del autoritarismo, también fueron condensadas en memorables obras de su inspirada pluma rebelde y libertaria, como “El bataraz” (1999), “Las cartas que no llegaron” (2000), “Sala 8” (2011) y “Diez minutos” (2013).
Como en los dos títulos precedentes de impronta costumbrista, en este caso Rosencof vuelve a corroborar su intrínseco compromiso con las voces de la calle y con los más desamparados, quienes también son anónimos protagonistas de nuestra sociedad.
La historia contenida en este libro reconstruye los paisajes del Uruguay de otrora -bastante menos mezquino y, por supuesto, más solidario- en el cual les tensiones sociales estaban virtualmente invisibilizadas.
En ese contexto, aunque no se vivía en un país idílico como el que pretendió “vendernos” el discurso de la derecha política por entonces hegemónica, la pobreza parecía menos indigna.
La clave de esa suerte de consensuado y espontáneo fenómeno de contención social era el barrio, ese espacio urbano y a la vez afectivo, subsidiario del espíritu de pequeña comarca y de la mixtura entre el inmigrante y el vernáculo, unidos por una añosa tradición hospitalaria.
Contemporáneamente, esa armónica articulación -que solía minimizar las fronteras entre privilegiados y postergados- ha sido dramáticamente horada por una sociedad exacerbadamente individualista, consumista y egoísta.
En este nuevo título de su proficua producción literaria, el narrador recorre raudamente un mosaico de tiempo coagulado en nuestro imaginario colectivo, que le pertenece no sólo al propio autor, sino también a todos los uruguayos.
La novela, escrita en lenguaje coloquial, reconstruye los entrañables paisajes cotidianos de “otro” Uruguay, ese país cuasi mítico de hace medio siglo, que no en vano fue bautizado como la Suiza de América, pese a sus flagrantes asimetrías. Ese deliberado retroceso de los relojes del tiempo tiene, naturalmente, mucho de aventura de reencuentro con otros personajes, otros sentimientos, otras alegrías y otras tristezas.
En ese contexto, el escritor despliega una variopinta galería de personajes característicos del barrio, como el “doctor” Bruni, el Gallego Menéndez y el propio Negro Varela, entre otros.
En ese paraje geográfico de nuestra capital aledaño al Parque de los Aliados (hoy Parque José Batlle y Ordóñez), una comunidad se apresta a despedir, por última vez, al entrañable Negro Varela, un marginal querido por todos, devenido, a la sazón, en una suerte de personaje emblemático.
Lejos de la habitual pompa de los funerales de extracción burguesa o de la solemne austeridad de los de clase media, la “ceremonia” devine entrañable homenaje al amigo, al compañero y al referente barrial, en un ritual que tiene mucho de ejercicio de experiencia compartida y hasta de deseo de utópica resurrección.
Empero, esa contingencia carece en este relato de un acento dramático, en tanto muta en apelación a la celebración de la vida, al reencuentro y a la recuperación de los recuerdos compartidos.
“La segunda muerte del Negro Varela” destila humanidad, porque sugiere que la solidaridad es una de las claves de la convivencia social entendida como épica cotidiana y que la felicidad es -ante todo- un estado espiritual y un valor no transable sin cotización de mercado. Mauricio Rosencof corrobora su intrínseca sensibilidad para retratar cuadros conmovedores, mediante una prosa que exhala emotividad y compromiso con la memoria de los héroes anónimos que construyen cotidianamente la historia ignorada.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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