La expropiación territorial, el imperialismo como estigma, la colonización compulsiva, el insilio y la masacre, son los cinco principales ejes temáticos de “No other Land”, que en su traducción al castellano sería “No hay otras casa”, el removedor documental del realizador palestino Hamdan Ballai y de otros tres cineastas, dos de ellos judíos, que se adjudicó el Oscar al Mejor Largometraje Documental 2025, que entregó en marzo pasado la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Previamente, ya había cosechado dos galardones en el Festival de Berlín.
El otorgamiento del premio provocó airadas protestas de la comunidad judía a nivel internacional, porque el film denuncia la expulsión de miles de palestinos de sus casas y la expropiación compulsiva de tierras en los territorios ocupados por parte de colonos judíos, con el apoyo del ejército israelí, que expulsa a los ocupantes y propietarios originales. Incluso, antes de la obtención de tan importante distinción y luego de haber cosechado reconocimiento en festivales internacionales, los productores de este trabajo no encontraron canales de distribución comercial, porque estos fueron sistemáticamente cerrados por poderosos judíos con intereses en la industria.
Incluso, la película generó actos de violencia contra el cineasta, quien fue agredido por colonos y luego detenido y torturado por militares israelíes, en represalia por lo denunciado por el realizador en este impactante trabajo documental, que no cuenta con la participación de actores profesionales. Naturalmente, el galardonado autor es acusado de antisemita, aunque las denuncias tienen el sustento empírico y testimonial de miles de situaciones de desalojo compulsivo de los pobladores de los territorios ocupados, que fueron también denunciadas por organizaciones de derechos humanos y hasta motivaron resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Estos hechos son apenas una de las dramáticas consecuencias de la guerra árabe israelí, que se remonta en el tiempo a la segunda mitad de la década del cuarenta del siglo pasado, cuando se completó el proceso de descolonización de la región y comenzó el retiro de las potencias hegemónicas.
Empero, la resolución de la Organización de las Naciones Unidas que creó un estado judío y uno palestino fue claramente insuficiente para dirimir el conflicto territorial, lo cual originó guerras de gran escala entre Israel y los países árabes. La consecuencia es que los palestinos no tienen patria, sino que están dispersos en varios territorios, pese a que la ONU les reconoce un estatus de Estado. Esas tierras fueron ocupadas por Israel durante la Guerra de los Seis Días de 1967, al igual que las alturas del Golán, que legalmente le pertenecen a Siria.
En julio del año pasado, el Tribunal Supremo de la Organización de las Naciones Unidas declaró que la ocupación de los territorios palestinos por parte de Israel es contraria al derecho internacional.
La Corte Internacional de Justicia (CIJ) consignó que Israel debe detener la instalación de asentamientos coloniales en la Cisjordania ocupada y Jerusalén Oriental y poner fin a su ocupación “ilegal” de esas áreas y la Franja de Gaza lo antes posible.
La opinión consultiva de la corte no es jurídicamente vinculante, pero aun así tiene un peso político significativo, ya que es la primera vez que se pronuncia en 58 años de ocupación.
Al presentar las conclusiones del tribunal , el presidente de la CIJ, Nawaf Salam, dijo que el tribunal había determinado que “la presencia continua de Israel en el territorio palestino ocupado es ilegal. El Estado de Israel tiene la obligación de poner fin a su presencia ilegal en el Territorio Palestino ocupado lo antes posible”, afirmó. En ese marco, explicó que la retirada de Israel de la Franja de Gaza en 2005 no puso fin a la ocupación israelí de esa zona, porque todavía ejerce un control efectivo sobre ella.
El tribunal también consideró que Israel debería evacuar a todos sus colonos de Cisjordania y Jerusalén Oriental y pagar reparaciones a los palestinos por los daños causados por la ocupación.
Israel ha construido alrededor de 160 asentamientos que albergan a unos 700.000 judíos en Cisjordania y Jerusalén Oriental, desde 1967. El tribunal declaró que los asentamientos eran ilegales.
La CIJ afirmó que las “políticas y prácticas de Israel equivalen a la anexión de grandes partes del Territorio Palestino Ocupado”, lo que, según afirmó, es contrario al derecho internacional, y añadió que Israel “no tiene derecho a la soberanía” sobre ninguna parte de los territorios ocupados.
Israel reclama la soberanía sobre toda Jerusalén, cuya mitad oriental capturó en la guerra de Oriente Medio de 1967. Considera a la ciudad su capital indivisible, algo que no acepta la gran mayoría de la comunidad internacional.
Entre sus otras conclusiones de gran alcance, el tribunal declaró que las restricciones israelíes a los palestinos en los territorios ocupados constituían una discriminación sistémica basada, entre otras cosas, en la raza, la religión o el origen étnico. También afirmó que Israel había explotado ilegalmente los recursos naturales de los palestinos y violado su derecho a la autodeterminación.
La Corte Internacional de Justicia –que analiza juzgar a Israel por crímenes de guerra– y la Asamblea General de las Naciones Unidas consideran a Israel como “potencia ocupante” y a su actitud anexionista como una “afrenta al derecho internacional”. En ese contexto, desde hace más de medio siglo, se han acumulado más de un millar de resoluciones reclamando al Estado sionista que abandone las tierras ocupadas ilegalmente, las que han sido recurrentemente vetadas por los Estados Unidos en su calidad de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.
Por supuesto, Israel ha ignorado todos esos emplazamientos y, lo que es peor, instaló su sede gubernamental en Jerusalén, transformando a esta ciudad en su capital, pese a que la Organización de las Naciones Unidas la considera un territorio en disputa que debería ser administrado internacionalmente.
Esta película, que tiene naturalmente un formato documental y fue rodada en condiciones particularmente adversas en locaciones complejas, está ambientada en Nasafer Yatta, una comunidad de aldeas palestinas situada en el norte de Cisjordania, un territorio ocupado por Israel desde 1967, durante la Guerra de los Seis Días, que está siendo virtualmente devastada por el estado judío para construir un campo de entrenamiento de tanques.
La filmación transcurrió entre 2019 y 2023, antes del ataque de Hamas al estado judío, la sangrienta toma de rehenes y la furibunda y criminal ofensiva de Israel contra los habitantes de la Franja de Gaza, que ha provocado más de 50.000 víctimas fatales, fundamentalmente civiles indefensos. Por ello, nadie puede insinuar que esta producción sea derivada de los luctuosos acontecimientos que sacuden a Oriente Medio hasta el presente. En efecto, la película condensa el pasado y el presente de una guerra que, con el tiempo, ha devenido genocidio, así como también los actos de pillaje y la ocupación de territorios, todo lo cual violenta las más elementales normas del derecho internacional y numerosas resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que han devenido en letra muerta por el poder de veto que ejerce autoritariamente Estados Unidos en el Consejo de Seguridad del organismo global.
Lo que observamos en la pantalla durante una hora y media, es lo que sucede cotidianamente en ese martirizado y sojuzgado territorio ocupado por el inmoral apetito anexionista de un pequeño pero poderoso país respaldado por las potencias occidentales, que se cree con derecho a usurpar lo que no le pertenece, invocando razones de seguridad o apócrifas reivindicaciones históricas no reconocidas ni avaladas por la comunidad internacional.
No en vano, este largometraje documental fue dirigido por dos cineastas palestinos, que son Basel Adra y Hamdan Ballal y dos israelíes, que son Yuval Abraham y Rachel Szo. Ello corrobora que no todos los judíos comparten las fechorías que comete Israel y los colonos que suelen asentarse ilegalmente en los territorios ocupados y apropiarse de ellos como si fueran propios. Estos usurpadores son fanáticos religiosos y profesan una suerte de odio racial muy similar al que profesan los antisemitas.
En el decurso de esta historia, que es real, nuestros absortos ojos pueden observar a soldados israelíes patrullando incesantemente estos territorios, allanamientos y desalojos compulsivos nocturnos como los que se registraban en Uruguay durante la dictadura y la demolición de las viviendas de los pobladores, quienes deben recoger sus pertenencias y trasladarse hacia otros espacios como si se tratara de parias, donde iniciarán una nueva vida de padecimientos como meros gitanos trashumantes.
Empero, como esta historia comenzó hace casi seis décadas cuando se consumaron las ocupaciones de territorios en el marco de la Guerra de los Seis Días, el drama ha impactado ya a varias generaciones, representadas, en este caso, por Nasser, el padre del cineasta Basel Adra, quien en el pasado fue arrestado en numerosas oportunidades por participar en demostraciones de protesta y rechazo a la ocupación del imperialismo israelí. Esta referencia, que es histórica pero también familiar, da cuenta que el drama se ha perpetuado en el tiempo por los cisjordanos del presente, como una suerte de karma.
Aunque este relato armado de fragmentos de vida y de historias personales y colectivas no muestra secuencias de guerra, sí condensa una escenografía realmente desoladora, de personas exiliadas en su propio país, que serían insiliados -neologismo que empleaba habitualmente el magistral escritor uruguayo Mario Benedetti-, viviendas demolidas por inmensas máquinas topadoras, pertenencias dispersas, corrales arrasados y animales sueltos. Incluso, para otorgar mayor verosimilitud a la propuesta, los cineastas no soslayan imágenes de niños jugando en las ruinas del despojo, quienes, en su inocencia, no entienden lo que está sucediendo.
Los expulsados se suelen refugiar en cuevas que transforman en sus hogares, como condición necesaria para no devenir en meros marginales, como los miles de uruguayos que viven en situación de calle que observamos cotidianamente en Montevideo, luego de los cinco años de espanto del gobierno de derecha que padecimos.
La narración corrobora que, al igual que el genocidio perpetrado en la Franja de Gaza, también estas agresiones, que suceden todos los días, son igualmente crímenes de guerra, porque no toman como blanco sólo a los combatientes de Hamás, sino a pacíficas familias, despojadas compulsivamente del espacio vital que por derecho de nacimiento les pertenece.
Realmente, las imágenes, que reproducen acciones no exentas de heroísmo por la valentía de los resistentes, recrean la emigración masiva de familias palestinas dentro de su propio país y la violencia ejercida por las tropas de ocupación, como cuando
Basel es filmado en una marcha mientras es arrastrado por el suelo por los soldados invasores, mientras un colono israelí le dispara un tiro a un palestino con la más absoluta impunidad.
Los testimonios recabados confirman que la instalación de un presunto campo de entrenamiento militar es un mero pretexto. Lo real es que en los territorios ocupados que fueron despojados a pobladores cuyas familias en algunos casos viven en esos espacios hace más de un siglo, son destinados a la construcción de complejos de viviendas que luego serán ocupadas por colonos israelíes. La razón es que Israel, con casi diez millones de habitantes, tiene un territorio de escasos 22.000 metros cuadrados de superficie, con una densidad poblacional de 450 habitantes por metro cuadrado. Sin embargo, ese es el territorio que le asignó en 1948 la ONU, por lo cual las ocupaciones son contrarias al derecho internacional y constituyen una auténtica afrenta a la legalidad.
En ese contexto, en este trabajo documental lo que se denuncia es el grosero imperialismo perpetrado por el estado judío, que no tiene nada de guerra defensiva como lo proclama el gobierno instalado también ilegalmente en Jerusalén. En este caso, la guerra de los judíos no es contra soldados, sino contra la población civil, que padece, desde hace casi sesenta años, una grosera violación de sus derechos humanos. Si bien “No other Land” no recoge el testimonio de las autoridades israelíes ni de los colonos, basta con las imágenes, de singular contundencia, para confirmar que este no es un manifiesto antisemita ni nada que se le parezca. No en vano, dos cineastas judíos se sumaron al proyecto, para denunciar el despojo y el pillaje que padecen los palestinos, desde hace casi seis décadas.
Una de las intrínsecas virtudes de este trabajo es que lo que observamos en la pantalla realmente está sucediendo, en este caso en tiempo real, ya que los protagonistas de esta historia son sus autores y, naturalmente, las víctimas de este auténtico ultraje.
Lo mismo sucede con los diálogos, que trasuntan naturalmente un discurso de denuncia contra una realidad que debería golpear la conciencia de la comunidad internacional, para que la carta de la Organización de las Naciones Unidas deje, de una buena vez, de ser letra muerta y se sancione al agresor.
Realmente, Estados Unidos, que es un país imperialista por antonomasia y opera como una suerte de paraguas protector de Israel, debería explicarle al mundo por qué tolera esta situación, pese a que mantiene, hace más de sesenta años, el bloqueo a Cuba. La razón de este apoyo incondicional es la influencia del poder económico de la comunidad judía en la primera potencia mundial, aunque puedan existir otras causas de naturaleza geopolítica, que hoy no se justifican por el descongelamiento de la Guerra Fría.
Este poderoso trabajo audiovisual, que pese a las precarias condiciones en las cuales fue rodado posee una superlativa calidad técnica por su estupenda fotografía y su prolijo edición, comporta un elocuente testimonio que supura dramatismo y convoca a una profunda reflexión en torno a los estragos provocados por la guerra, la violencia contra la población civil, el odio y el imperialismo como estigma recurrente y grosera violación de los derechos humanos.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
No Other Land. Palestina-Noruega 2023. Dirección: Yuval Abraham, Basel Adra, Hamdan Ballal, Rachel Szor. Guión: Yuval Abraham Basel Adra, Hamdan Ballal y Rachel Szor. Producción: Fabien Greenberg y Bård Kjøge Rønning. Música: Julius Pollux Rothlaender. Fotografía: Rachel Szor. Montaje: Yuval Abraham, Basel Adra, Hamdan Ballal y Rachel Szor.
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor: