Por qué importa la clase trabajadora

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  Un espectro recorre Occidente: el de una clase trabajadora sin hogar político. Durante décadas, seducidos por los cantos de sirena de la “tercera vía” de Bill Clinton, Tony Blair y Gerhard Schröder, las fuerzas de centroizquierda abandonaron el lenguaje de la lucha de clases.

En su apuro por volverse respetables y demostrar que podían gestionar el capitalismo de manera más eficiente y justa, dejaron de hablar de explotación e ignoraron el antagonismo –incluso la violencia– inherente a la relación capital-trabajo. Expulsaron las palabras, gestos y aspiraciones obreras del discurso político. Y luego denigraron a sus antiguos votantes como “deplorables”.

Cuando la movilidad descendente y la precariedad se adueñan de territorios donde una clase trabajadora antes orgullosa se siente abandonada, y los partidos establecidos desvían la mirada, surge la necesidad de un nuevo proyecto de dignidad: una narrativa que enfrente a un “nosotros” colectivo contra un poderoso “ellos”. Hace una década, un narrador venenoso, con larga experiencia en ocupar vacíos, se metió en ese terreno: la extrema derecha xenófoba.

Los movimientos y líderes que los centristas llamaron torpemente “populistas” no crearon esa necesidad: la explotaron con el cinismo de un monopolista experimentado. Desde los barrios obreros del sur de El Pireo, hasta los suburbios antes “rojos” de París o Marsella, vemos bloques de votantes pasar de los partidos comunistas y socialdemócratas a formaciones creadas por los herederos políticos de Mussolini y Hitler. Como en sus orígenes, estos camaleones se presentan como portavoces de una clase trabajadora desposeída. Mientras tanto, en Estados Unidos, supremacistas blancos, fundamentalistas cristianos, señores tecno-feudales y exvotantes demócratas desencantados vibran juntos en una coalición que ganó la Casa Blanca dos veces.

La comparación con el período de entreguerras puede ser engañosa, pero es pertinente. Y aunque la izquierda haya abusado del calificativo de “fascistas” contra todo opositor conservador o centrista, lo cierto es que hoy el fascismo flota en el aire. ¿Cómo no? Con los trabajadores abandonados, fue fácil reavivar esperanzas con la promesa de un renacimiento nacional basado en una Edad de Oro ficticia.

Una vez mordida la carnada, el paso siguiente fue desviar su ira de las fuerzas socioeconómicas que los empobrecieron hacia un complot nebuloso: los “globalistas”, el “Estado profundo” o un plan de George Soros para reemplazarlos en su propia tierra. Alimentados por esa pasión, los políticos ultraderechistas apuntaron contra élites liberales, banqueros, ricos extranjeros y migrantes pobres: los supuestos usurpadores de la Edad de Oro y obstáculos al renacimiento nacional.

Entonces llega la exclusión de la lucha de clases, negando la representación de los intereses económicos obreros. La ira contra los dueños de fábricas que trasladan su producción a Vietnam se redirige contra los trabajadores chinos. El enojo con el banco que ejecuta la hipoteca se convierte en odio a abogados judíos, médicos musulmanes o jornaleros mexicanos. Quien recuerde que el capital se acumula devorando y descartando trabajo es tratado como un traidor.

En los años 2020, como en los 1920, la ultraderecha se alzó sobre este proceso. No ocurrió de golpe: empezó con el fin de Bretton Woods en 1971 y se aceleró con dos hechos. Primero, la crisis financiera global de 2008 –nuestro 1929– llevó a los centristas a imponer austeridad a los trabajadores mientras rescataban con solidaridad “socialista” a los grandes negocios. Segundo, como en los ’20 y ’30, los centristas temieron y odiaron más a la izquierda democrática que a la derecha autoritaria.

La lección es clara y dolorosa: enfocarse solo en identidad –raza y género– ignorando la realidad material de clase es un error estratégico catastrófico. Es desarmarse frente a un enemigo que convirtió en arma la historia que la centroizquierda renunció a contar.

La tarea es integrar las luchas contra racismo y patriarcado en una crítica renovada del poder de clase. Recuperar el vocabulario de solidaridad y explotación, mostrando que el enemigo real del trabajador no es el inmigrante, sino el rentista, el señor tecno-feudal, el empleador monopsonista y el financiero que especula con su futuro. Nuevos líderes, como el candidato a la alcaldía de Nueva York, Zohran Mamdani, deben ayudar a forjar una síntesis que hable a la persona completa.

La alternativa es seguir como espectadores de nuestra tragedia política, viendo a los olvidados de la izquierda marchar en la fantasía derechista de pureza nacional. La clase trabajadora importa. Es hora de actuar en consecuencia.

 Por Yanis Varoufakis
Exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.

Proyect Syndicate

 

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