Pensar los medios alternativos sin autocomplacencia

Tiempo de lectura: 10 minutos

I.- Medios de comunicación y democracia
En el siglo XIX la libertad de prensa fue considerada como una conquista de la ciudadanía frente al poder estatal (Habermas, 1981). Un siglo después, sin embargo, los medios de comunicación masiva fueron utilizados como mecanismos para la consolidación de formas de hegemonía económica y política. Los ejemplos abundan: el papel del cine de Riefenstahl en la construcción de la ideología nazi, la influencia del cine de Holywood en el apuntalamiento de una identidad nacional durante la llamada guerra fría o, más recientemente, el silencio selectivo de los grandes medios ante las mentiras deliberadas del gobierno norteamericano para justificar la invasión a Iraq (Serrano, 2009). No obstante, esos mismos medios amplificaron mensajes críticos capaces de hacer temblar a más de un sistema de poder, muchas de las denuncias emblemáticas del siglo pasado hubieran carecido de resonancia si no hubiera sido por aquellos instrumentos. Así, el potencial de los mass media durante el siglo XX pareció debatirse en una tensión constante entre la crítica y el poder.

Muy pronto, los estudiosos de la comunicación empezaron a comprender que los medios jugaban un papel fundamental en la vida política de las sociedades modernas. Así, paulatinamente, las reacciones de despreció por parte de la élite intelectual a las industrias culturales -consideradas como instrumentos de homogeneización y alienación (Adorno, Horkheimer, 2007)-, fueron sustituidas por un estudio de su estructura, sus efectos y sus posibilidades. Quizás, uno de los análisis más interesantes dentro de ese horizonte teórico ha sido el desarrollado por el sociólogo inglés Roger Silverstone, quien utilizó el término polis de los medios para mostrar que en las sociedades globales los medios masivos se presentan como el nuevo espacio para la deliberación pública.

Encuentro-Radios-libres-90-600x407Debido a su vinculación con los estudios culturales Silverstone supo desde un principio que los viejos recursos teóricos con los que se analizaba la influencia de los mass media en las audiencias debían ser repensados seriamente. En particular, el sociólogo inglés se distanció de una tesis, relativamente socorrida en la primera mitad del siglo XX, según la cual, la influencia de los medios de comunicación masiva era tan directa que sustituía la capacidad de deliberación individual de los sujetos, unificando así los criterios de la “masa” de forma casi absoluta. Silverstone esboza una teoría menos simplificadora para estudiar las complejas relaciones existentes entre los sujetos y su entorno comunicativo, la cual es heredera directa de los descubrimientos realizados por la escuela de Birmingham.

En efecto, en la década de 1950 la investigación sobre los medios de comunicación se transformó sustancialmente. Los miembros de la escuela de Birmingham se opusieron frontalmente a las teorías que le atribuían un poder desmedido y unilateral a los mass media (Lasswell, 1971) o aquellas que veían en las industrias culturales mecanismos de alienación que socavaban cualquier asomo de individualidad (Adorno, Horkheimer, 2007). Sin embargo, lejos de acudir a cierta epistemología simplificadora dispuesta ha entronizar a los medios masivos como la expresión más acabada de los valores liberales, los estudios culturales no aceptaron aquella narrativa que le atribuía al individuo un control total sobre los mensajes de los medios.

Quienes se reunieron en torno al Center for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, Inglaterra, fundado en 1964 por Richard Hoggart, obtuvieron hallazgos distintos. No se trataba de negar la capacidad de los media para generar efectos ideológicos en las audiencias, sino de entender la complejidad de los procesos culturales que se ponían en juego en las dinámicas de comunicación masiva. Así, lejos de abordar el proceso comunicativo como una relación dual entre un sujeto aislado y un medio omnipotente, se trataba de comprender la interrelación existente entre la trama de prácticas culturales en la que los individuos diariamente participaban y los contenidos reproducidos por los medios

(Hall, 1980)
Las consecuencias de este cambio de enfoque fueron múltiples. En primer lugar, decir que no hay una relación dual entre un medio omnipotente y un individuo pasivo, sino un proceso dialéctico entre los mass media y sujetos insertos en prácticas culturales variadas y complejas, implica asumir que todo intento de incidir en las audiencias con el fin de orientar sus acciones requiere un anclaje previo en sus prácticas culturales. En otras palabras, si los medios de comunicación ejercen poder sobre los sujetos es porque, de una u otra manera, los contenidos que reproducen en sus pantallas o en los micrófonos radiofónicos tienen un asidero en el imaginario colectivo y en las prácticas culturales de una sociedad. Por tanto, más que implantar ideas en la psique de los espectadores, al estilo de una aguja hipodérmica (Lasswell, 1972), los medios refuerzan selectivamente las ideas que circulan en una cultura adaptándolas para servir a los fines que se proponen.

La segunda consecuencia es más interesante aún. Stuart Hall, sociólogo jamaiquino residente en Inglaterra, utilizó el término mediación para mostrar que los mensajes emitidos por los aparatos de comunicación no se afincan de forma inmediata y transparente en la psique de las audiencias; por el contrario, existe una serie de factores provenientes de la historia individual y cultural de los sujetos que ejercen la función de intermediarios entre la información tal como se emite y la forma en que es percibida. Es por ello que Hall enfatiza la constante labor de resignificación que los receptores de mensajes efectúan en el proceso de comunicación y sugiere que el concepto de audiencia no da cuenta del carácter inevitablemente activo del público (Hall, 1980).

Estas conclusiones, sin embargo, no tienen como objetivo mostrar el absoluto control del público sobre los mensajes emitidos por los medios, sino que intentan evidenciar cómo los efectos ideológicos y las relaciones de poder reproducidos por ellos están imbricados en un proceso complejo, en el cual los sujetos resignifican constantemente los mensajes recibidos

de acuerdo a su contexto específico y su capital cultural (Bourdieu y Passeron, 2008). Sin embargo, el problema se complica cuando comprendemos que el capital cultural y las prácticas sociales que reproducen los individuos en una sociedad mediatizada como la nuestra embeben, a su vez, de la fuente de imágenes y conceptos proporcionados por los mas media.

Este último punto explica las razones para que Silverstone añada un factor de suma relevancia. Sin necesidad de recurrir al postulado de una hiperrealidad mediática (Baudrillad, 1991), el sociólogo muestra la influencia determinante que los medios ejercen en nuestro acceso al mundo y en la percepción de la realidad. Así, con el término polis de los medios trata de explicar cómo —querámoslo o no— en la era global los medios son el lugar de acceso a la publicidad (Habermas, 1989) y el espacio privilegiado de debate respecto a los asuntos públicos.

De manera paralela a lo ocurrido en la Grecia Antigua donde las discusiones en materia política requerían la concurrencia de los ciudadanos en la polis, los medios contemporáneos se erigen como el espacio en el que inevitablemente se visibilizan los asuntos públicos. Pero, así como la polis griega era, al mismo tiempo, un espacio de exclusión —en la medida en que sólo unos pocos eran capaces de tomar la palabra—, la polis de los medios es también un lugar donde sólo algunos privilegiados pueden tomar la palabra y hacer aparecer ante el mundo un conjunto de realidades que, de otro modo, permanecerían en las sombras.

Respecto a esta idea, Silverstone afirma: “Se podría definir la cultura de los medios […] como el espacio de aparición en la modernidad tardía, no sólo en el sentido de lugar en el que el mundo aparece, sino también en el sentido de que la aparición (el hecho de aparecer) como tal constituye ese mundo” (Silverstone, 2010: 51). Si esto es así, aquello que no aparece en la polis de los medios no es debatible por la ciudadanía que la habita.

Las implicaciones de esta argumentación son fundamentales en lo que corresponde al ámbito democrático. La idea de democracia moderna parte de una ficción jurídica que, sin embargo, posee efectos reales de alto calado, al menos desde la Revolución Francesa. Esa ficción supone que la soberanía —entendida como la capacidad para determinar la legislación de una nación— debe radicar en el pueblo.1 Sin embargo, la difícil cuestión de traducir este principio en la materialidad de las decisiones gubernamentales ha sido motivo de múltiples debates (Rosanvallon, 2009).

Con todo, la mayoría de las naciones occidentales ha recurrido a la noción de representatividad en su afán de trasladar la voluntad popular al ámbito de las decisiones políticas; las limitaciones de esta concepción, sin embargo, han obligado a pensar nuevos mecanismos que, de manera más tangible, puedan traducir esa voluntad en la toma de decisiones políticas. Es en este contexto que filósofos como Jürgen Habermas han tratado de refuncionalizar el concepto de opinión pública, distinguiéndolo de lo que designarían como opinión no-pública (Habermas, 1981). La primera sería el producto de discusiones informadas y racionalmente argumentadas en torno a los asuntos públicos, mientras que la segunda resultaría de procesos de manipulación y desinformación fomentados por intereses particulares. En este marco analítico, la subsistencia del principio que hace del pueblo el legítimo detentor de la soberanía, requiere que las sociedades contemporáneas promuevan una opinión pública capaz de presionar constantemente a los representantes populares a fin de que sus decisiones emanen de las deliberaciones de aquella.

Pero se observa inmediatamente que, en la polis de los medios, la existencia de una opinión pública con las características señaladas por Habermas depende inevitablemente del tipo de información que los medios masivos decidan transmitir. Con ello, nos localizamos en el nudo gordiano de las democracias contemporáneas ya que, si lo dicho es verdad, la condición de posibilidad de una democracia que haga valer la soberanía popular —una democracia auténtica— supone la existencia de una opinión pública informada, pero ésta, a su vez, depende de la decisión de medios de comunicación que, generalmente, están sustentados en un régimen de propiedad privada y se orientan por fines de lucro.

Así, una de las contradicciones consustanciales a las sociedades contemporáneas es que la condición que garantizaría la posibilidad de una democracia auténtica depende de empresas privadas con fines de lucro, las cuales, en última instancia, pueden decidir de acuerdo a sus propios criterios qué visibilizar y qué invisibilizar, qué promover y qué censurar, qué enfoques validar y cuáles deslegitimar. En tal circunstancia abogar por una moral de los medios, entendida como la estipulación de criterios mínimos de rigor, ética periodística y respeto a los derechos humanos, no debe entenderse como una petición voluntarista, sino como una necesidad política sin la cual la autenticidad de la democracia se pone en riesgo.

Una consideración desde el marxismo
La apuesta del teórico británico pone el dedo en la llaga respecto a la influencia de los medios en la construcción colectiva de nuestra realidad, al mismo tiempo, enfatiza su responsabilidad con los procesos de democratización; sin embargo, olvida que, en la medida en que las industrias de la comunicación contemporáneas están atravesadas por la lógica del capital, sus intereses corporativos primarán, por definición, sobre otros objetivos. Si esto es así, no sería suficiente apelar a la moralización de los medios para encauzarlos hacia su responsabilidad democrática.

Ahora bien, hasta hace algunos años la aparente solución a este conflicto parecía tener sólo una salida: la creación de medios públicos capaces de generar una contraoferta que pudiera competir con los contenidos emitidos por los medios privados. Sin embargo, muy pronto esos medios demostraron —con importantes excepciones— funcionar menos como alternativas a la información hegemónica que como instrumentos al servicio de los Estados nación, ya sea reproduciendo la versión oficialista de los acontecimientos, ya sea abstrayéndose de las urgencias propias de la vida de la ciudadanía.

En El Capital Marx mostraba que el desarrollo capitalista supone un proceso de escisión y despojo de los medios de producción por parte de una clase social sobre otra (Marx, 2006). La estructura de las sociedades capitalistas no sólo parte de esta escisión fundamental sino que, para funcionar, tiende a perpetuarla mediante la apropiación constante del excedente de trabajo, generando así una división ineludible entre los poseedores de los medios de producción, por un lado, y aquellos que, al carecer de ellos, sólo pueden vender su fuerza de trabajo.

Ahora bien, es posible hacer un paralelismo entre el esquema anterior y lo ocurrido en el siglo XX con las industrias de la comunicación. En efecto, los impresionantes costos para tener acceso a la tecnología generaron una escisión aún más marcada entre los poseedores de los medios de comunicación y las audiencias. De forma semejante a lo narrado por Marx en la sección séptima del tomo I de El Capital titulada “La llamada acumulación originaria de capital”, podemos hablar de que en el siglo pasado asistimos a una acumulación originaria de industrias de la información o, como las denominaba Enzesberger industrias de la conciencia.

También de manera paralela a lo evidenciado por Marx en el siglo XIX, este proceso de acumulación tuvo como correlato la perpetuación de una relación de desequilibrio estructural entre los dueños de los medios de comunicación —y, por tanto, los detentores de aquella información capaz de circular en la polis de los medios—, por un lado, y quienes, al carecer de esos medios, estaban prácticamente destinados a configurar sus criterios a partir de los datos que reciben de ellos.

En ese contexto, los medios alternativos representan la posibilidad de abrir una vía para la emergencia de instrumentos comunicativos que, por su propio funcionamiento, no están obligados a obedecer las necesidades de lucro propias de la lógica del capital. Esto porque, por la naturaleza de la red, es posible subvertir la tendencia a escindir a los ciudadanos de la propiedad de los medios de información.

El mito de las redes democráticas
Sin embargo, este suceso debe comprenderse únicamente como una posibilidad, la cual requiere una serie de condiciones imprescindibles para materializarse. A saber, en primer lugar resulta indispensable que Internet no reproduzca la dinámica de los medios industriales según la cual sólo los poseedores de capital tienen acceso a la difusión de información; en segundo lugar, es necesario comprender que el mero acceso a los medios de producción no democratiza la información, para ello es inevitable hacer valer aquello que Silverstone llama moral de los medios y profesionalizar el trabajo periodístico, además de fomentar la pluralidad y la alfabetización mediática de la ciudadanía.

Sin lugar a dudas las redes sociales representan un instrumento transformador en lo que corresponde al desarrollo de la comunicación. Sin embargo, la constatación empírica de su uso es menos alentadora de lo que a primera vista pudiera parecer. Si bien es cierto que su existencia otorga un instrumento de difusión capaz de favorecer proyectos que no poseen una gran infraestructura —misma que necesariamente requiere de capital inicial—, también es cierto que, tal como lo afirmó el periodista español Pascual Serrano en entrevista para #RevistaHashtag, “las nuevas tecnologías no suponen ni mejor información ni más democrática”.2 Además, no hay una relación simétrica entre el aumento del acceso a nueva información y el aumento en la calidad de los contenidos, así como en la exigencia de las audiencias de mejor información.

Tampoco debe olvidarse que la estructura de las principales redes sociales (Facebook y Twitter) obedece a corporaciones que, quiérase o no, se encuentran ancladas en la lógica del lucro y la ganancia y no obedecen a intereses esencialmente democráticos. Si, hasta ahora, esas redes han servido como instrumentos democratizadores en algunos casos, estos deben entenderse como la excepción y no como la regla. Todavía más, la aparición de estos acontecimientos se ha hecho a contracorriente del actuar normal de semejantes instrumentos.

Por lo que, más allá de las consideraciones teóricas, la constatación empírica muestra un panorama más complejo y menos optimista. Así, la tarea de los medios alternativos parece duplicarse: además de luchar contra las grandes estructuras de los medios hegemónicos sin los recursos que estos poseen, es necesario evitar la tentación de competir a través del efectismo y la falta de rigurosidad informativa, fenómenos que abundan en las redes ya que generan un éxito relativamente inmediato.

Por Ricardo Bernal Lugo

Fuente: Razón y Palabra

La ONDA digital Nº 738 (Síganos en Twitter y facebook)

(Síganos en TwitterFacebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA

Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.

Otros artículos del mismo autor: