El radical vaciamiento de la matriz cultural e identitaria, la globalización, la irrupción del capitalismo salvaje, la violencia implícita y explícita, el amor fracturado por la distancia y el autoritarismo encubierto pero igualmente omnipresente, son los cinco vectores temáticos de “A la deriva”, el formidable film alegórico del cineasta chino Jia Zhangke el más relevante realizador de la sexta generación del cine del gigante asiático.
La obra de Jia Zhangke se caracteriza por su enfoque en el realismo social y la observación de los cambios en la China contemporánea, especialmente en el ámbito urbano. En ese contexto, sus películas exploran temas como la modernización, la migración, la pérdida de identidad y la desigualdad social. Jia Zhangke utiliza a menudo un estilo que combina elementos de ficción, documental y archivo, creando un universo multi dimensional que condensa las diversas vicisitudes de la China contemporánea.
En efecto, la temática central del cineasta es siempre su país de origen, con todas sus contradicciones, sus pérdidas y sus ganancias, sus mitos, sus grandezas, sus miserias y sus a menudo casi inescrutables mutaciones civilizatorias.
Este inmenso país, con sus más de 1.400 millones de habitantes de cultura milenaria y rica tradición cultural, experimentó en el siglo pasado radicales transformaciones, de una estructura cuasi feudal hasta el salto cualitativa de la revolución comunista, que culminó con la fundación de la República Popular China en 1949, bajo el liderazgo del Gran Timonel Mao Tse Tung, un carismático caudillo del ideología marxista leninista que erigió un inmenso polo de poder en plena Guerra Fría, como una suerte de contrapeso entre los dos bloques militares y económicos otrora liderados por la Unión Soviética y los Estados Unidos.
En ese marco, el maoísmo promovió una sociedad rígidamente planificada y sin clases sociales, que se transformó en una auténtica barrera para el capitalismo de matriz occidental.
Paralelamente, la China de Mao rivalizó con la Rusia soviética por el monopolio del comunismo y la promoción del pensamiento socialista a nivel planetario, transformándose en una guía ideológica para más de una generación.
Durante su período de auge, el maoísmo instauró un régimen comunista de partido único, colectivizó la tierra mediante una reforma agraria, implementó una industrialización acelerada y campañas de masas, como el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, entre otras tantas transformaciones profundas.
A fines de la década del setenta y luego de la muerte de Mao, Deng Xiaoping se transformó en el hombre fuerte de la China comunista y, en ese contexto, inició una reforma económica destinada a “modernizar” el país, que incluyó la apertura al mercado y al capital privado, que hasta el momento estaba vedado, por el centralismo de la economía del gigante asiático.
Más de cuatro décadas después de este crucial punto de inflexión, China tiene una economía de mercado regida por las reglas el peor capitalismo salvaje, más allá que el Estado conserva un considerable poder. En ese contexto, se ha denunciado trabajo esclavo, particularmente de las minorías étnicas.
Esa transformación profunda iniciada por Deng Xiaoping y continuada por sus sucesores, transformó al país en una auténtica potencia mundial, que compite con los Estados Unidos y la Unión Europea a nivel global, particularmente en la industria tecnológica y de comunicaciones.
El proceso de radical transformación de China de un sistema comunista en una economía abierta y de mercado ha sido, sin dudas, una suerte de desvelo para el realizador Zhangke, quien, con una carrera cinematográfica de más de un cuarto de siglo, ha destacado por su cine profundamente reflexivo y, por supuesto, por sus apuntes críticos sobre el nuevo modelo, que suelen molestar a las autoridades del gobierno.
En esta oportunidad, el aclamado cineasta aborda un nuevo proyecto cinematográfico que abreva de su propia obra, al punto de rescatar fragmentos de sus filmes precedentes para construir un flamante universo artístico signado por el simbolismo y por la singularidad.
En esas circunstancias, esta película, cuyo título original es “Atrapados por las mareas”, puede interpretarse a priori como la historia de un romance malogrado entre un hombre y una mujer que se encuentran y luego se desencuentran, o bien como una obsesiva búsqueda de naturaleza cuasi existencial, que tiene como telón de fondo a la China de la posmodernidad, impactada por profundos y ciertamente radicales transformaciones culturales.
Aunque el relato tenga una trama central, que se va bifurcando en el decurso de la narración, en realidad el paisaje que presenta, que es maximalista, es una suerte de Babel sin eventuales alusiones bíblicas, ambientado en el tercer milenio.
No en vano, comienza con imágenes documentales de la celebración del Día de la Mujer en una sociedad cerrada y patriarcal, con féminas que cantan sin saber hacerlo, porque esa actitud espontánea las libera de prejuicios y ataduras de subordinación.
Luego, la cámara se traslada al inmenso edificio del Palacio Cultural de los Trabajadores, otrora un símbolo espiritual y político para los chinos, devenido en una suerte de inmueble decadente y abandonado que será transformado en un salón de baile con fines de lucro, aunque, como lo confiesa su nuevo dueño, no se cobre entrada y los réditos económicos se originen en mujeres que bailan despreocupadas ritmos occidentales.
En un segundo plano aflora un inmenso retrato arrumbado y deteriorado de Mao, símbolo de un tiempo y un modelo político, social y cultural sepultado por el tiempo.
Ahora, la clave es ganar dinero y venerar al mercado, de una sociedad que se ha ido vaciando paulatinamente de ideología y de espiritualidad, arrastrada por el aluvión provocado por la irrupción del capitalismo importado desde Occidente.
En ese marco, toda la propuesta es deliberadamente caótica, por más que el curso narrativo siga a una mujer llamada Oiao Qiao, interpretada por Zhao Tao, que es la propia esposa del cineasta, quien busca a su antiguo novio Guan Bin ((Li Zhubin), quien supuestamente partió en busca de mejores posibilidades laborales. La mujer lo llama insistentemente desde un rústico celular propio de comienzos del siglo XXI, que luego va evolucionando con el transcurso del tiempo hacia un sofisticado modelo del presente. Sin embargo, como no obtiene respuestas a sus reiterados mensajes, recorre buena parte de su inmenso país durante dos décadas, transformándose en involuntaria testigo de paisajes humanos por momentos abigarrados y, en otros casos, con cuadros que trasuntan desolación. Todos, naturalmente, son parte de esa China, que, con sus singularidades, sus fortalezas y sus vulnerabilidades, se lanzó, desde los albores del tercer milenio, a la conquista del mundo y de los mercados.
En el trasfondo de este panorama, que da cuenta de multitudes moviéndose frenéticamente al ritmo del desarrollo pero también de la impostada cultura occidental, se observan imágenes de la ciudad de Fengjie, antes de ser inundada por las aguas del Río Yangtsé, en el contexto de la erección de la denominada Represa de las Tres Gargantas. El complejo hidroeléctrico, que fue inaugurado en 2016 para atender la creciente demanda energética doméstica e industrial del país, demandó una inversión récord de 75.000 millones de dólares y el desplazamiento y reasentamiento de más de un millón trescientos mil habitantes. Es, obviamente, un símbolo de la nueva China capitalista, por sus dimensiones y su gran capacidad de generación eléctrica.
El relato, que no es lineal como si la película careciera de guión, transcurre a lo largo de más de veinte años, desde la inauguración del nuevo siglo hasta la irrupción de la pandemia de Covid 19, que es registrada con imágenes documentales auténticas y con gente común y no con actores.
En esas circunstancias, la sucesión de imágenes no parece seguir una línea argumental definida, desde un inmenso edificio en demolición a puro golpe de martillo y sin la utilización de máquinas, y las montañas de escombro que sugieren una obra edilicio o construcciones abandonadas, a escenas donde la gente canta y baila ritmos occidentales, vestida con ropas también occidentales y cabellos teñidos de rubio, violencia callejera por razones no especificadas y una multitudinaria celebración en las calles por la elección de Beijing como sede los Juegos Olímpicos de 2008, entre otras actividades y concentraciones humanas.
Hay, asimismo, otras expresiones de la decadencia de una sociedad literalmente invadida por el mercado y por el consumo de cualquier cosa, como un hombre bastante viejo y desdentado que hace morisquetas y las postea, logrando reunir en redes sociales a más de un millón de seguidores, quienes con su adhesión lo transforman en un personaje famoso y hasta en un “influencer”, como se suele denominar a personas que tiene influencia sobre las masas aunque, en muchos casos, no ostenten ninguna cualidad destacada ni sobresaliente que justifique tanta fama y visibilidad.
Empero, este largometraje, que destaca por su superlativa originalidad, exhibe otras secuencias sorprendentes y aparentemente desconectadas del curso de la narración, como la que presenta a la protagonista perseguida y acosada por un grupo de motoqueros, a quienes ahuyenta a pedradas. Obviamente, como en otros casos, el suceso no tiene un desenlace.
Empero, en todos los casos se nota el transcurso del tiempo, como la evolución de los teléfonos celulares y otros equipos hacia modelos de vanguardia y alta gama y la no tan sorprendente aparición de un robot que recibe a la protagonista en un inmenso supermercado e intenta interactuar con ella.
Esa escena sugiere la paulatina sustitución de los seres humanos por máquinas adiestradas para el desempeño de actividades que no requieren casi ningún grado de racionalidad, sino un mero programa informático que les permite imitar a los humanos.
En nuestro país, si bien no hemos observado a éstos émulos de personas en nuestra cotidianidad, sí es cada vez más acentuada la instalación de dispositivos tecnológicos para, por ejemplo, reemplazar a cajeros humanos en las grandes superficies comerciales y contestadoras automáticos, tanto en empresas privadas como en oficinas públicas, que reemplazan a las telefonistas de antaño.
Esta película retrata las grandezas y las miserias de la China contemporánea, que destaca por su vertiginoso avance modernizador, pero también por sus decadencias subyacentes.
Más allá de la mera trama cinematográfica, que enfatiza en la separación física y espiritual de una pareja desencontrada, la película denuncia de qué modo el capitalismo ha colonizado a la potencia asiática, barriendo liberalmente con sus tradiciones y con la ideología que otrora la transformó en un referente para el comunismo mundial.
En tal sentido, tal vez el testimonio más contundente de esta mutación sea el deteriorado retrato de Mao y la imagen de una escultura Buda en segundo plano, lo cual sugiere una suerte de radical vaciamiento cultural.
El film, que está construido de fragmentos de obras precedentes del autor y de imágenes documentales, no es una historia en sí misma, sino la suma de una multiplicidad de historias breves y casi siempre inconclusas, que transcurren durante el último cuarto de siglo, coincidiendo con el comienzo del tercer milenio, que encuentra a China en una posición privilegiada en materia económica y fundamentalmente tecnológica, aunque esos avances se hayan llevado consigno a la cultura y a las tradiciones más ancestrales del país.
El cineasta apela a recurrentes intertítulos, que se insertan sobre los fotogramas, al mejor estilo del cine mudo, para expresar ideas y reflexiones, que, en algunos, fungen como una suerte de diálogos entre los dos protagonistas, que nunca se comunican mediante el lenguaje verbal. En tal sentido, mientras en la primera escena un hombre de espaldas observa una gran fogata, un texto reza que ningún incendio puede quemar las raíces.
En ese contexto, la película sugiere vacuidad y radical desolación, como cuando, en el epilogo, la mujer se encuentra con el hombre que tanto buscó veinte años después y la comunicación entre ambos se limita a meras miradas que revelan una gélida inexpresividad. En ambos rostros no hay empatía y menos aun afecto, sino absoluta indiferencia, porque el tiempo se encargó de sepultar los sentimientos.
Incluso, esas personas que hacen aerobismo de noche con tapabocas para no contagiarse del letal virus que asoló a la humanidad durante tres largos años, puede tomarse como una suerte de retrato del instinto gregario del ser humano, que en este caso busca en la actividad física no sólo una fuente de salud sino también de evasión ante tantos dramas acumulados.
“A la deriva”, cuyo título castellanizado nada tiene que ver con el cuento del ilustre escritor Horacio Quiroga es, por momentos, un largometraje abrumador, por la abundante proliferación de imágenes y de voces, pero también de prolongados silencios, que reflexiona sobre el trepidante avance del capitalismo salvaje, la sustitución de la mano de obra por tecnología y la creciente deshumanización global.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
A LA DERIVA. China 2024. Dirección: Jia Zhangke. Guión: Wan Jiahuan, Jia Zhangke. Fotografía: Nelson Yu Lik-wai, Eric Gautier. Música: Lim Giong. Reparto: Zhao Tao, Li Zhubin Jianlin Pan, Lan Zhou, Zhou You y Mao Ching-Shun.
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor: