“Acordes del corazón”: La pasión por la música y la vida

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El amor, la pasión y devoción por la música, la enfermedad y el demoledor drama de la desocupación son los cuatro pilares temáticos de “Acordes del corazón”, el sensible y removedor largometraje del realizador francés Emanuel Courcol, que indaga en temas tan potentes y ciertamente removedores como el abandono, la crisis de identidad y, si se quiere, hasta la lucha de clases en pequeña escala.

Esta película, cuyo título puede inducir a confusión sugiriendo que se trata de una mera comedia romántica y hasta edulcorada como tantos productos de fácil digestión que suele promover la industria cinematográfica con fuerte impacto en la taquilla, es, en realidad, un drama sazonado de humor y reflexión.

Incluso, el propio afiche publicitario, que muestra a los miembros de una banda pueblerina–que tiene un particular protagonismo en este film- parece anticipar que se trata de una historia liviana y más bien baladí, cuando es todo lo contario.

Empero, en este relato no hay ciertamente nada de complaciente, ya que aborda temas singularmente dolorosos, por más que el director se las ingenie para suavizar el planteo y descarte de plano algunos lacrimógenos estereotipos que son habituales en estas propuestas cinematográficas.

 

En este relato, cargado de emotividad, la música juega un rol fundamental en dos dimensiones muy concretas: en la meramente profesional y la emocional, por más que estas dos dimensiones casi siempre se conjugan en esta maravillosa manifestación del arte, que es, sin dudas, una suerte de lenguaje universal que trasciende a etnias, credos, orígenes e identidades culturales.

Incluso, hay aquí una clara alusión de clase social, en función de la habitual dicotomía entre la música culta y la música popular, que es absolutamente apócrifa, porque ambas tiene el mismo valor creativo, aunque dependen siempre del gusto del consumidor.

Empero, en este caso, uno de los protagonistas está profesionalmente vinculado con la denominada música cultura o clásica y el otro con la música popular, más allá que a ambos los una un vínculo bastante más importante que el musical.

El protagonista de esta sensible película, que es un drama aunque en algunos momentos adquiera un formato de comedia, es Thibaut (Benjamin Lavernhe), el director de una orquesta sinfónica que ha alcanzado una considerable fama merced a una carrera brillante. Obviamente, esa actividad le ha deparado una privilegiada posición social, admiración por doquier y también bienestar económico. Sin embargo, como sucede en el cine, en las telenovelas y en la vida real, no siempre todas son perlas.

En efecto, la situación cambia abruptamente cuando su médico le diagnostica que padece leucemia y que sólo podrá tener una expectativa de vida si se somete a un trasplante de médula. Obviamente, el mayor inconveniente es que debe encontrar un donante que sea compatible. De lo contrario, el procedimiento quirúrgico fracasará estrepitosamente.

Al respecto, corresponde acotar que un trasplante de médula ósea es un procedimiento médico que reemplaza células madre defectuosas o enfermas por células madre sanas, que pueden provenir del propio paciente (autotrasplante), de un donante emparentado o no emparentado (alotrasplante), o de la sangre de cordón umbilical.  Este tratamiento se utiliza para curar enfermedades como la leucemia, la anemia aplásica o la anemia falciforme, y requiere un período de acondicionamiento con quimioterapia y/o radioterapia para eliminar la médula ósea dañada del paciente antes de la infusión de células sanas. 

Naturalmente, la primera opción como donante debería ser su hermana. Sin embargo, al constatarse la incompatibilidad, su madre decide revelarle que él es realmente un hijo adoptivo, lo cual genera la ira del hombre, que se considera engañado y traicionado.

Hasta aquí, el film plantea un conflicto familiar típico de un cuadro de ocultamiento genético, que pone en tela de juicio la propia identidad del implicado y las dudas sobre su origen.

Sin embargo, luego de una minuciosa pesquisa, el famoso músico y director de orquesta descubre que tiene un hermano, que creció también en una familia sustituta: Jimmy (Pierre Lottin), un ex minero que  ejerce como cocinero en un pequeño pueblito francés, pero también tiene dotes artísticas, ya que toca el trombón en una banda amateur que interpreta un repertorio de música popular.

El primer encuentro este ambos es naturalmente conflictivo, porque se han criado como hijos adoptivos en familias radicalmente diferentes, pese a ser vástagos de los mismos padres. Incluso, la diferencia más radical entre ellos es, por un lado, el status culto y burgués de uno y, naturalmente, la pobreza y la humildad del otro.

Por supuesto, pertenecen a dos medios y dos mundos totalmente antagónicos, ya que, mientras el director de orquesta interactúa en ambientes exclusivos y refinados, su hermano es una suerte de proletario, que vive de un trabajo de baja calificación, en un pueblo azotado por la crisis económica y la desocupación, ya que la más importante fuente de trabajo del lugar es una fábrica que está al borde de la quiebra y sin ninguna posibilidad de seguir en actividad, porque los capitalistas han resuelto dejar el negocio y hasta retirar la maquinaria.

Esa peculiar circunstancia no impide que haya sintonía entre ambos y el potencial donante, pese a sus reticencias iniciales,  acepta finalmente someterse a una cirugía simultánea con su hermano, a los efectos de salvarle la vida.

Promediando la narración, todo parece transcurrir con normalidad, hasta que surge un imprevisto que modifica radicalmente el curso de los acontecimientos y los torna particularmente dramáticos.

Hasta ese momento, el protagonista se estaba integrando al mundo de su humilde hermano y hasta participaba como una suerte de asesor en la organización de la banda amateur del pueblo, que se prepara para participar en un certamen. 

Esa experiencia lo impregna del espíritu bien popular de la comunidad y circunstancialmente lo aleja de la alfombra roja, los suntuosos teatros, los aplausos, los elogios y las lisonjas que, en cierta medida, lo tienen agobiado. En ese contexto, le resulta realmente saludable cambiar de ambiente e integrarse al mundo de su hermano, que está más cercano a la peripecia del ciudadano común que a los oropeles de la fama, sólo reservados para una elite.

Desde ese punto de vista, la película, más allá del mero meollo temático que es la patología del director de orquesta y el vínculo con su hermano, exhibe, sin apelar a eventuales tentaciones panfletarias, las habituales disfunciones del sistema capitalista y los contrastes sociales de un país desarrollado, en el cual no hay nada idílico de que enorgullecerse, pese a la recurrente prédica de los apólogos del sistema.

En tal sentido, esta película apenas roza la epidermis del denominado cine social europeo, que demuele recurrentemente el discurso digestivo de la producción audiovisual únicamente asentada en una mirada complaciente y nada realista.

En tal sentido, abundan cineastas que desnudan y denuncian las inequidades sociales que subyacen bajo el manto de una fachada recurrentemente ideal y profundizan, con rigor analítico, los problemas de la gente común.

 Algunos de esos referentes de esa suerte de discurso contracultural, son Ken Loach, los hermanos Jean Pierre y Luc Dardanne, Aki Kaurismaki, Robert Guédiaguiann y Nanny Moretti, cada uno con su estilo y su mirada ácida y por supuesto absolutamente desencantada, en torno a las sociedades de un continente que alberga a potencias capitalistas que, más allá de la hegemonía del modelo capitalista, no puede disimular sus problemas sociales muy similares a los del mundo desarrollado, como la pobreza, la exclusión y la desocupación.

En tal sentido, más allá que “Acordes del corazón” discurra a través de otros territorios narrativos en función de su peculiar estructura argumental, igualmente denuncia las radicales diferencias entre la Francia próspera y la Francia con problemas muy similares a los de cualquier nación latinoamericana.

Incluso y lo que es más importante, destaca la valentía de un grupo de obreros que no dudan en ocupar la fábrica en la cual trabajan para evitar un cierre que parece inexorable y hasta se lanzan a la calle con pancartas, a los efectos de exteriorizar sus protestas por un colapso económico que dejará sin trabajo a decenas de obreros e impactará en toda la comunidad.

Esa situación también golpea con intensidad a la banda pueblerina, que, aunque encuentre siempre una suerte de catarsis en la música, ingresa en un trance de desencanto y sus integrantes en una crisis de autoestima, ante la incertidumbre acerca de que sucederá con la fuente de trabajo de muchos de sus lugareños.

Esta situación conmueva al atildado Thibaut, que, por primera vez en su vida, experimenta la sensación de ser parte de un mundo al cual no pertenece, no sólo por solidaridad con su hermano sino por su sentido humanitario.

Empero, este drama, que tiene una génesis intransferiblemente social, no oculta, en modo alguno, el drama propio originado por su grave enfermedad, que debe afrontar aun con mayor entereza, cuando se entera del fracaso de la cirugía y, en ese contexto, se abre una suerte de océano de incertidumbre en torno a sus reales posibilidades de sobrevivir.

Obviamente, en la misma línea narrativa está la peripecia del propio Jimmy, quien, más allá de su posición social, también tiene talento musical en la interpretación del trombón y aspira a desarrollarla a otro nivel, pasando por algunas audiciones que ratifiquen o no sus condiciones de ejecutante de un instrumento musical tan versátil y complejo.

El cineasta Emanuel Courcol mixtura con indudable sabiduría todos esos elementos, logrando un corpus argumental que contempla varias dimensiones: el drama del enfermo, los sueños de superación artística de su hermano y la acuciante situación de un grupo de trabajadores que están a punto de quedar desocupados y, por ende, fuera del sistema.

Todos esos acordes humanos están presentes en esta película, que si bien por momentos bordea el territorio de la comedia y a los ojos del espectador anticipa un escenario ideal y complaciente, luego evoluciona hacia situaciones bastante más complejas.

Mediante esta estrategia, el director galo se desmarca claramente de los habituales clichés del cine de industria, corroborando que en el calidoscopio de la vida tiene siempre diferentes tonalidades y que sólo en el cine comercial los desenlaces están a pedir de boca de una audiencia que únicamente apunta al pasatiempo.

Ni en vano, además de aludir a la salud y eventualmente a la muerte, esta película convoca a reflexionar también acerca de las relaciones laborales y el temor a quedar desocupado, pero también en torno a las clases sociales que blindan a algunas personas contra la incertidumbre o, por el contario, las sumergen en esa incertidumbre.

Sin embargo, queda claro que nadie está blindado contra la enfermedad y que ningún poder económico puede comprar sobrevida cuando aflora una patología grave y con escasas perspectivas de sanación.

De todos modos, el realizador francés se las ingenia para transformar a la música en protagonista, partiendo de la premisa que, más allá de gustos y paladares, es un lenguaje universal, para el cual se requiere un talento innato que no siempre depende del cociente intelectual. No en vano, uno de los integrantes de la banda amateur es un síndrome de Down, lo cual no tiene nada de insólito e irreal porque, según evidencias científicas concluyentes, quienes padecen esta condición genética, que es de nacimiento, están perfectamente capacitados para aprender música y para ejecutar un instrumento, siempre que estén adecuadamente educados y continentados.

En tal sentido, este film tan potente como sensible, corrobora que es absolutamente posible coordinar una orquesta sinfónica con una banda de música popular para ejecutar, por ejemplo, El Bolero, de Maurice Ravel, que es una suerte de triunfo del arte pero, en este caso, también la conjunción entre clases sociales.

“Acordes del corazón” es un film conmovedor y a la vez profundamente reflexivo, que cuenta con dos grandes actuaciones protagónicas de Benjamin Lavernhe y Pierre Lottin y un reparto se secundarios realmente de lujo, que otorgan sustento y calidad a esta propuesta cinematográfica.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

FICHA TÉCNICA
Acordes del corazón. Francia/2024. Dirección: Emmanuel Courcol. Guión: Emmanuel Courcol e Irène Muscari.

Música: Michel Petrossian: Fotografía. Maxence Lemonnier. 

Edición: Guerric Catala. Reparto: Benjamin Lavernhe, Pierre Lottin, Sarah Suco, Nathalie Desrumaux, Stéphanie Cliquennois, Ludmila Mikael, Jacques Bonnaffé y Clemence Massart.

 

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