Los asesinatos de París por parte de militantes del Estado Islámico escapan a cualquier intento de comprensión racional, pero nos interpelan acerca de nuestras relaciones con el Islam, más allá de la condena sin paliativos y de la compasión por todas las víctimas.
Hace 22 años, el politólogo norteamericano S. P. Huntington pronosticó que los conflictos que cabía esperar del siglo XXI ya no serían entre bloques políticos diferentes (por ejemplo, Rusia y sus aliados contra Estados Unidos, o China contra Japón), ni entre conjuntos geográficos diversos (África contra Europa, el Norte contra el Sur, el Este contra el Oeste….), sino entre lo que él denominaba civilizaciones, y que definía como entidades culturales esencialmente marcadas por la religión. De entre todas ellas, señalaba que el punto de fricción más inmediato se produciría entre la civilización occidental (la suya, la nuestra, de tradición cristiana) y la civilización islámica, tanto por motivos históricos como por el peso de las migraciones de personas de tradición islámica hacia los países de Occidente.
Este tipo de pronósticos, más que prever acontecimientos, lo que hacen es convocarlos, preparar el terreno para que efectivamente se den, justificar las políticas que se quieren impulsar y que, sin estas profecías, parecerían injustificables. En este sentido, el miedo de Occidente hacia el Islam se habría manifestado en dos direcciones complementarias: por una parte, hacia fuera, con acciones de ocupación y de guerra, en ocasiones preventiva, en ocasiones represiva; por otra, y hacia dentro, con acciones, primero simplemente toleradas pero paulatinamente normalizadas, de hostilidad, xenofobia y racismo.
Estos días nos hemos hartado de oír que estamos (se supone que Occidente) en guerra con el Islam (bien, con el Estado Islámico, con el yihadismo radical… en definitiva, como predican habitualmente algunos analistas, con el Islam).
Unos años más tarde, concretamente el 2001, el politólogo italiano G. Sartori publicaba un libro, La sociedad multiétnica, en el que abominaba del multiculturalismo, portador según él de todos los males, para concluir diciendo que el Islam y los musulmanes eran irremisiblemente “inintegrables” y, por tanto, potencialmente muy peligrosos para las democracias occidentales, dada su distancia cultural con Occidente (su cultura se considera atrasada, inferior, problemática, autoritaria, excesivamente condicionada por la religión y poco respetuosa con las personas, especialmente con las mujeres). La conclusión de este análisis era que los países europeos tenían que reaccionar sin contemplaciones impidiéndoles la entrada y, si ya estaban entre nosotros, promoviendo su retorno a sus países de origen, poniendo todas las trabas posibles a su afincamiento y, en cualquier caso, negándoles la condición de ciudadanos y, por supuesto, vetándoles la nacionalidad.
Las ideas de Sartori, un intelectual liberal y reconocido, se convirtieron en una suerte de pensamiento único que, con matices, hicieron suyo tanto conservadores como liberales o socialdemócratas, quienes se apresuraron a firmar la sentencia de muerte de una pretendida política multiculturalista que, por otra parte, ningún país había acometido. Esta presunta incompatibilidad cultural entre el mundo islámico y el mundo occidental se ha traducido de muy diversas maneras: en los innumerables impedimentos para construir mezquitas o acondicionar oratorios; en los reiterados intentos de demonizar el velo y las mujeres que lo llevan; en la pervivencia de prejuicios negativos constantemente actualizados; en interpretaciones sesgadas de la historia… Nuevamente, cuando en las mentes de unos y otros se instala la creencia de una distancia insalvable, de los riesgos de cualquier tipo de aproximación, de la imposibilidad de compartir nada, no debería extrañarnos que se evite compartir escuela o barrio, que se instale la sospecha, el temor y la extrañeza en las relaciones más cotidianas.
Algunos investigadores, a la vista de estos planteamientos, han hablado de un nuevo racismo, que no se edificaría sobre bases biológicas, genéticas o fenotípicas (el color de la piel, la forma de los ojos, las características del cabello…), sino sobre bases culturales como las que aquí hemos tratado de exponer. Por eso lo denominamos también fundamentalismo cultural o diferencialismo, haciendo alusión a esta sacralización de las culturas, a su presunta incapacidad de evolucionar, al horror ante cualquier tipo de mestizaje, considerado sencillamente contaminante. De hecho, algunos de estos nuevos racistas se presentan como heraldos del respeto hacia todas las culturas, sus más fervientes defensores; eso sí, cada una en su casa, de forma que no se produzca ningún tipo de contacto y se puedan desarrollar sin interferencias.
Por todo ello me parece digno de destacar que, precisamente en estos días, el Observatorio español del racismo y la xenofobia (OBERAXE), haya hecho público un Manual para la prevención y detección del racismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia en las aulas, realizado en colaboración con todas las Comunidades Autónomas. Aquel anunciado choque de civilizaciones de Huntigton, aquella imposible integración de musulmanes de Sartori, solo podrán ser desmontados pacientemente en las aulas si los educadores tenemos las ideas claras y demostramos con tenacidad que no todas las profecías interesadas tienen por qué auto-cumplirse.
Por Xavier Besalú
Profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona y director de la revista Perspectiva Escolar.
Fuente: laeducacionquenosune org
La ONDA digital Nº 756 (Síganos en Twitter y facebook)
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor: