La moto rugía su escape libre por las calles de Montevideo, la mano apretaba el puño del acelerador en procura de lograr la mayor potencia posible. La adrenalina corría por las venas jóvenes de dos adolescentes que manejan alterados, fugándose del patrullero. A pocas cuadras del lugar se cometió una rapiña a un motociclista, las unidades están alertas. La voz de alto que no se acata, el arma que se desenfunda y empieza a disparar para cubrir la huída. Las luces titilan cada vez más cerca, la sirena policial parece un lamento que anticipa el desenlace. Las balas ya surcan el aire de un barrio acostumbrado al paseo de la muerte por sus calles y pasajes. La certera bala pone fin a la persecución, caen conductor y pasajero, pero el peligro aún acecha.
Es la vida de uno u otro, ya no hay regreso, no hay oportunidad. Es el enfrentamiento final, esa batalla a la que se juegan algunos jóvenes (casi niños), que salen a ganar o a perder. Es la “yuta” contra los “pibes chorros”; son ellos o nosotros, comentan algunos sin saber que somos todos…
Entre la estigmatización y la ley
El Marconi es un barrio humilde que lleva décadas de abandono, pero al que se vuelcan las miradas de todo un país cuando ocurren hechos como los de estos días. Viven entre la estigmatización que pregonan algunos y el abandono del Estado que sostienen otros. Entre ellos, están los que se creen dueños del lugar e intentan hacer valer su propia ley, los que promueven el abandono, los que no quieren al Estado allí para que se imponga su regla, su modo de vivir al margen de la ley o su condición de pibes chorros.
Afirmar que se estigmatiza un barrio cuando la Policía ingresa al mismo para hacer cumplir la ley es una afirmación peligrosa además de equivocada. Encierra el peligro de negar al brazo armado de la ley que nos damos como sociedad para hacer cumplir nuestras reglas de organización. Además, es temerario afirmarlo sin tener elementos para ello, haciéndolo de forma apresurada sin escuchar todas las versiones, amparados -casi que exclusivamente- en un sentimiento de rechazo a la Policía.
Semejante determinismo dialéctico lleva implícito el peligro de cometer las mismas injusticias que se pretenden defender pero con distintos actores. Si algo se ha demostrado a lo largo de estos últimos años es la existencia de juicios a malos procedimientos policiales que han dado lugar a sanciones y determinación de responsabilidades penales según correspondiere. Y lo han hecho los propios policías en primer lugar, defendiendo a ultranza su juramento de actuar siempre en cumplimiento de la ley.
La presencia policial implica precisamente lo contrario, es la presencia del Estado, la que reclaman en primer lugar todos los colectivos sociales, la que ofrece garantías para el normal desarrollo de la convivencia en un barrio. Nada más lejos del concepto de estigmatización que le atribuyen algunos.
Esos mismos que nada dicen de los enunciados emitidos en las redes sociales -su primer vehículo de difusión- referidos a la condición de “pibes chorros” que se atribuyen los jóvenes protagonistas de estas historias. Pibes que perdieron toda referencia, para reflejarse en espejos a todas luces negativos. Esos que viven del delito, del robo o la rapiña, que no miden grado de violencia, que salen a ganar a riesgo de perder la propia vida. Pibes de nuestro Uruguay, un país que nunca soñó contar con estos protagonistas de hoy pero que amaneció un día con ellos en medio de un cúmulo de nuevos falsos ídolos que se multiplican al ritmo del “me gusta”.
Han impuesto su modelo, se potencian por la red, se ufanan exhibiéndose con armas, se sienten inmortales pero salen a morir cada día. No tienen otro proyecto de vida que no sea el ganar como sea y contra el que sea. ¿Qué los impulsa a esa conducta? ¿El afán de lucro resumido en obtener el último modelo de aquel producto inalcanzable? ¿O es el mérito de ser reconocido, de ser alguien entre los anónimos, y de serlo rápido? ¿Dónde están los padres de esos pibes? ¿Saben de sus hijos o son cómplices de los mismos?
Preguntas sin respuestas que nos hacemos todos.
Tengo un grupo de amigos con los que nos enfrascamos en discutir estas cuestiones cuando estalló El Marconi. Para algunos la solución es francamente nefasta, aniquiladora. Si la policía estigmatiza, estos amigos superan ampliamente ese sentimiento. Los entiendo, opinan desde lo que cada uno entiende y no se explica. Reaccionan indefensos y muestran la cara más cruel del hombre. Es la ley del más fuerte y el exterminio es la vacuna. Olvidamos siglos de evolución y sacamos lo peor de la condición humana a flote. Y es que no hay soluciones mágicas, tampoco reacciones divinas que logren el cambio de un día para el otro.
Eso sí, nunca será una buena solución abandonar la lucha. Por eso ante el problema lo que hay que hacer es multiplicar la presencia del Estado. Más policías sí, pero con ellos más salud, más educación, más servicios, más ciudadanía. Solo así podremos dar batalla y desplazar a una delincuencia que se quiere apropiar de nuestra mayor fortaleza: la vida en sociedad.
La primera reacción es propia de la naturaleza humana, es el instinto de conservación, por lo menos así me lo explico. Por eso entiendo a los maestros y al personal de la salud, tanto como debo agradecerles el sacrificio que hacen cada día forjando el cambio en esos ámbitos donde hay que redoblar esfuerzos. Así como también agradezco la sensibilidad de las autoridades que multiplican recursos para que esos servicios sigan estando presentes en ese barrio y en todos los barrios del país. Porque la única lucha que se pierde es la que se abandona y acá nadie abandona ninguna.
No quiero más pibes chorros en mi pais, los quiero estudiando, llenándose de proyectos para forjar el futuro de un país que los necesita.
el hombrecito se colgó la mochila,
el perro lo acompañó al liceo…
Por El Perro Gil
Columnista uruguayo
elperrogil@gmail.com
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