SI viviera, Martín Recaredo Echegoyen cumpliría 126 años en este mes de abril.
La Escuela de Práctica Nº 83, ubicada en Simón Bolívar 1361, en el barrio Pocitos de Montevideo, lleva su nombre: “Dr. Martín R. Echegoyen”. ¿Quién fue Echegoyen? Un abogado y político uruguayo, perteneciente al Partido Blanco, quien tuvo una larga y relevante actuación pública pero que terminó su vida convertido en un triste colaboracionista de la última dictadura cívico-militar (1973-1985).
Lo más indignante de este asunto es que se haya elegido nada menos que a un centro educativo, donde los chicos reciben su primera formación en educación cívica, para bautizarlo con el nombre de un personaje que ayudó a un régimen de facto que robó niños, torturó, asesinó, secuestró y ocultó cadáveres de personas desaparecidas, y mostró un desprecio total por nuestra Constitución.
Martín Recaredo Echegoyen nació el 3 de abril de 1891 y murió a los 83 años de edad. En 1959 se había convertido en el primer integrante del partido Blanco que presidía el Consejo Nacional de Gobierno, tras 93 años consecutivos de administraciones coloradas. (El Consejo de Gobierno surgido de la Constitución de 1952 estaba integrado por nueve miembros –cinco de la mayoría y cuatro de la minoría-, tenía presidencia rotativa y funcionó hasta 1967, cuando volvió a reformarse la Constitución y se retornó al sistema presidencialista unipersonal).
Echegoyen integró dos veces dicho Consejo (1952-1955 y 1959-1963). Tambien fue Ministro de Instrucción Pública y Previsión Social y de Obras Públicas, presidió el Senado y la Asamblea General, encabezó el Directorio del Partido Blanco durante casi 29 años, fue compañero de fórmula de Luis Alberto de Herrera en las elecciones de 1946 y, en 1950, y se convirtió en uno de los principales dirigentes del herrerismo, el ala más conservadora de los blancos. Maestro en su juventud y profesor de idioma español en Enseñanza Secundaria, fue en 1926 el primer secretario de la Corte Electoral.
El 27 de junio de 1973 se produjo aquel golpe de Estado en Uruguay que causó una tragedia hasta entonces desconocida. Millares de compatriotas sufrieron torturas; las prisioneras fueron sometidas a abusos sexuales; un centenar de presos políticos murió en las cárceles; unos 200 uruguayos desaparecieron y se desconoce hasta hoy cual fue su destino; se produjeron robos de niños a quienes les cambiaron su identidad (como a los hermanitos Julien, a Amaral García o a Simón, el hijo de Sara Méndez, encontrados años después); 10 mil funcionarios públicos fueron destituidos por razones políticas, la mayoría de ellos docentes; más de 300.000 personas se vieron obligadas a emigrar y a buscar otras tierras donde vivir; Montevideo perdió el 12 por ciento de sus pobladores y el 19,5 por ciento de su sector económicamente activo; emigró el 14 por ciento de todos quienes tenían un título universitario. La deuda externa trepó de poco más de 700 millones de dólares en 1973 a 5.100 millones de dólares diez años después, sin que existiera ningún control sobre el destino o la apropiación de las finanzas del Estado, es decir, del pueblo todo.
Siempre se recuerda aquel episodio cómo el comienzo de una dictadura en la que la cara visible fueron las Fuerzas Armadas y poco se habla de los civiles cómplices y muchas veces actores principales del régimen de facto, y ni siquiera se les ha iniciado juicios a estos responsables sin uniformes, a no ser en un par de casos aislados. Porque las dictaduras militares sólo pueden sustentarse con una decisión política de convertirlas en cancerberas de su pueblo y con el respaldo activo de cómplices civiles. Éstos son principalmente los empresarios, banqueros y terratenientes beneficiados por el régimen, además de algunos medios de prensa, diarios y canales de televisión, pero también centenares de alcahuetes que participan en cargos de la administración de facto, imprescindibles para el funcionamiento de los resortes del Estado. Echegoyen fue uno de estos individuos.
La dictadura prohibió la actividad sindical, cerró diarios, impuso una férrea censura de prensa, intervino la Universidad de la República, intervino también la Justicia y de un plumazo eliminó al Poder Legislativo, clausurando el Senado y la Cámara de Diputados.
Para darle un tinte de ”legalidad” al terrorismo de Estado, la dictadura creó un denominado Consejo de Estado, que supuestamente reemplazaría al Poder Legislativo y generaría leyes y decretos. Esto no fue otra cosa que una desvergonzada farsa porque los consejeros que integraban ese cuerpo eran nombrados por los militares y se prestaban gustosos a esa payasada.
El primer presidente de ese Consejo de Estado designado por los generales fue Martín Recaredo Echegoyen. El abogado y antiguo legislador se olvidó de su pasado como hombre de leyes y contribuyó con entusiasmo a la destrucción y el desconocimiento de nuestra Constitución, que ya ni siquiera tuvo razón de ser (como legislador se le recuerda cuando en una sesión del Senado en 1972, convocada para denunciar la existencia y los crímenes del Escuadrón de la Muerte, planteó que no podía tomarse como objeto de debate parlamentario al tal Escuadrón porque carecía de «personería jurídica»).
Echegoyen murió ocupando la presidencia del Consejo de Estado el 17 de mayo de 1974 y los militares enterraron a su fiel servidor y gran usurpador con honras de jefe de Estado. Para completar esta vergüenza, los generales decidieron hacerle un homenaje permanente y para ello dieron su nombre a la Escuela Nº 83.
Más de tres décadas después de extinguida la dictadura, la Escuela 83 –con los alumnos y docentes que cobija- sigue cargando con la mochila de su deshonrosa denominación. Nos preguntamos ¿qué se está esperando para cambiar su nombre por el de un escritor, un artista o un científico compatriota, o el de uno de nuestros tantos dignos maestros/as?
Por William Puente
Periodista
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