Primera
Se hacen viviendas para habitar durante la ejecución de mega-emprendimientos que quedan vacías una vez estos se terminan. Así pasó hace años en la represa de Palmar, con Botnia más cercana en el tiempo y Montes del Plata en la actualidad. Faltan viviendas en donde está el trabajo y sobran donde este no existe. Y aún puede ser peor, como en Punta del Este: sobran viviendas que no se usan y faltan viviendas para usar, en la misma zona!
Segunda
Mientras en nuestro País la superposición de Leyes y Decretos en relación a la tierra dificultan su acceso amparando el principio de la propiedad privada, en Argentina están otorgando, por primera vez en su historia, propiedad colectiva de la tierra a las comunidades originarias. La propiedad de la tierra no debe ser irrestricta e inamovible. No debería serlo la propiedad privada, mucho menos la del Estado. Si se regularizan asentamientos con un sentido más profundo que la incorporación al Catastro es precisamente el de afirmar la comunidad. Más que formalizar trozos segregados en la trama urbana se trata de continuar y acrecentar la participación colectiva en grupos humanos que ya la practican. Adecuar el uso de la tierra al contexto de esa comunidad, de sus costumbres, sus emprendimientos, es lo que deberían permitir las leyes.
Tercera
En referencia a la movilidad social de estos tiempos en el territorio, dice Spengler: “cuando la masa de los inquilinos lleva en este mar de casas una vida errante, de un domicilio a otro como los cazadores y pastores de la antigüedad, ya está formado por completo el nómade intelectual …los seres humanos solo se conocen como objetos de procesos opacos … y ya no son aptos para la experiencia continua del tiempo”.
En el territorio nacional, la movilidad se manifiesta en la emigración hacia los puntos de mayor crecimiento económico o puntualmente a las mega-implantaciones agrícola-industriales y de extracción minera. La acotada permanencia temporal de los trabajadores por ellas atraídos limita naturalmente la creación de vínculos duraderos -excepto los del empleo- como son los vecinales y afectivos.
En las mayores ciudades, incluyendo la capital, las condiciones aunque distintas (movilidad obligada o voluntaria para capacitación y estudio, localización del trabajo e incluso el posible acceso a una vivienda) reproducen situaciones similares. Poco puede esperarse de interacción vecinal, de observancia de valores y buenas prácticas continuadas de vida en esos ámbitos.
Sin embargo y paradójicamente, en la peor de las opciones, pautada por la exclusión, los asentamientos informales pugnan por ser un hábitat permanente. Allí se juega la sobrevivencia de la comunidad, en un reservorio del pacto social implicado en sus normas de convivencia. La espontaneidad y solidaridad se manifiestan en tareas y emprendimientos comunitarios provenientes de iniciativas autóctonas y externas. Atado al mejoramiento de las condiciones de vida, una nueva institucionalidad se gesta. Allí renace el espíritu del hombre ante la adversidad y se desarrollan planes como el Juntos, en qué necesidad y afán de superación conjugan en viviendas.
Las construcciones individuales en su sinergia darán emergentes resultados colectivos materiales pero también intangibles, puesto que su dinámica no se agota en los primeros; los rebaza en la mutua seguridad, la defensa de sus familias, el control social de espacios y servicios e incluso en apoyos a otras comunidades. Por eso es que estigmatizar un asentamiento por que allí también habitan delincuentes, es como negar las ayudas humanitarias en las catástrofes porque alguno se apropia de ellas en el camino. Tal vez Dios, si es que existe, está allí muy presente camuflado en el barro y las chapas que protegen al prójimo, en la solidaridad que practican, en la compasión por el más débil, en las ganas de vivir entre todos.
Por el Arq. Luis Fabre
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