A mediados del siglo pasado, Guichón era un pueblo pequeño, en el seno de un país muy joven.
Junto a la Estación de Ferrocarril prohijaron su crecimiento las actividades ganaderas y agrícolas por la instalación de servicios para las mismas y la consecuente implantación de viviendas y comercios con gente venida de muy distintos lugares. Se afincaron funcionarios de las instaladas reparticiones del Estado y al agregarse los centros de enseñanza básica también los estancieros establecieron vivienda de alternativa para sus hijos. Cuando nací, habíase consolidado una comunidad alrededor de rutinas de producción cuyos ciclos naturales_ los de la actividad agropecuaria_ mantenían continuidad con patrones similares a la de otros pueblos del interior del País. En todo ese tiempo, coincidente en algunos años con mi niñez y adolescencia, acontecieron hechos protagonizados por conocidos vecinos. Estas “esnautas” como allí les llamamos, no pretenden representar la singularidad del pueblo. Son apenas un ínfima parte de las crónicas circulantes entre amistades y familias por muchas generaciones. Historia creada desde el futuro, por una subjetividad teñida por los afectos, retrotraída a los contextos temporales de los eventos que se relatan. Componentes de mi crónica vital, cumplo en relatarlas como un tributo a la creación colectiva.
Navidad
Las tradicionales fiestas se extendían desde la familia de sangre a esa gran familia que era todo el pueblo. Había ambiente de festejo en todas partes; en la iglesia con la Misa del Gallo a medianoche en punto, en cada casa con los brindis y las comilonas fuera de estación y en clubes y salones donde el baile de Navidad conjugaba la diversión pagana con la mística alegría del catolicismo, cuyos practicantes no faltaban nunca. Para que fuera completa, la noche de fiesta debía terminar con grupos de “asalto” a casas de familia conocidas que esperaban, provistas de comestibles y bebidas, la previsible pero sin anuncio, trasnochada visita. Los jóvenes, mas audaces, íbamos de barrio en barrio dando serenatas. Eran la máxima expresión de Nochebuena los improvisados, desafinados conjuntos de voces reunidos para la ocasión, portando diversos instrumentos, algunos sustraídos de las cocinas de las madres. Los “baqueanos” elegían las casas con antecedentes de generosidad, llegando con los años a prever hasta cuál sería el obsequio en cada una para los ebrios ejecutantes. Así que a ninguno de nosotros extrañó, cuando en casa de los Terzano, “Pichón” Esquivel en medio de la ejecución a la luz de la luna, exclamó: “¡ agarren ese Pan Dulce!” , percibiendo recién al manotear, la cabeza calva de Don Pascual que se asomaba para identificar la serenata. Todavía se escucha la frase en el pueblo.
El montevideano
La rutinaria mañana liceal se vió interrumpida por la llegada de un nuevo alumno a mitad del año. El montevideano fue presentado por el Director a la clase con su inédito doble apellido; Pérez Michelini. Sus modos y lenguaje, pelo extremadamente largo y chaqueta militar, impactaron en nuestras pueblerinas formas de conducta, con su imagen descuidada y una cultura urbana distintas a la nuestra.
Al muy poco tiempo, varones y niñas_ que ya no eran tales en el entorno de los 15 años_ participábamos de la expansiva forma de ser del “Pepe”, quien nuevamente emigrado, ahora de casa de sus primos al hotel Queiroz, nos enseñaba en su habitación a bailar el twist! Por supuesto no había quien le igualara en ello, habilidad que unida a su buena presencia, le acarreaba el favoritismo entre las compañeras. Haciendo uso del mismo, Pepe arreglóse con Yolanda, una de las más lindas, provocando en alguno de nosotros, esa mezcla de admiración y envidia sobre los que se reconoce mejores.
La aceptación en nuestro círculo no se trasladaba al resto del pueblo, ya que Pepe era un extraño_ irreverente en todo sentido_ al que se adjudicaban hechos reñidos con las buenas costumbres, como meterse en la cama con una de sus primas, que le valió emigrar al Hotel. Una noche de tantas en “El Grillo”, el Bar de Purrete, esa animadversión genérica hacia el mismo, hizo al “plaga” Long -taita joven del pueblo- provocarlo por motivos banales mediante los clásicos “pituco”, “montevideano puto” y alguna otra lindura. No podemos decir que se fueron a las manos, pues cuando el Plaga_ que de veras era guapo_ atropelló a piñazo limpio, el Pepe lo recibió con dos patadas voladoras de karate, desconocidas por completo en nuestro medio. Y cuando aturdido, lo vio trastabillar, literalmente lo “cagó a patadas” yéndose de inmediato sin que la sorpresa y rapidez del ataque permitiera la más mínima reacción del Plaga. Así que contra todos los pronósticos resultó ganador el Pepe, dándonos una lección a todos sobre cómo se puede ser a la vez simpático, buen bailarín y también guapo si para el caso es necesario. Tiempo después Pepe se fue del pueblo y supimos que murió a los pocos años. Si me escucha, dondequiera esté, a él le dedico esta anécdota.
Crosvaldo
Era muy usada la analogía de una camiseta levantada por el viento para ejemplificar velocidad en la jerga popular.
Crosvaldo vivía en la periferia, allí donde el pavimento existe casi siempre deteriorado y los coches aminoran la marcha en defensa propia. La diversión de los niños consistía en subirse a los paragolpes traseros durante un corto trecho y agarrados con una mano, gesticulando y riendo, alardear de la hazaña. Aquel día, ganado por la euforia y la gloria del instante se descuidó; el vehiculo aceleró pasados los baches y cobrando velocidad amenazó transformar la diversión en drama. Desde el interior de la casa, instintivamente percatada de lo que pasaba, la madre se asoma y grita entre angustiada y furiosa: “¡Crosvaldito, reventado; bájate de esa camioneta!” Casi al unísono con los pelos al viento, todo él flameando como una bandera desde la caja del vehículo, el niño contesta: “¡ No puedo mamita, va de camiseta!”
Genética.
Corría el año 1950. “Se resuelve amonestar al jugador Alfonso Lodeiro por jugar individualmente, realizando “moñas” en forma reiterada” asentaba en Actas el secretario del Club Nacional de Fútbol de Guichón.En 1980 juega un partido la selección de Paysandú en el principal estadio de la ciudad. Estaba haciendo un muy buen juego el volante Alfonso Lodeiro, hijo de aquel guichonense, cuando en una jugada queda inmóvil en el césped en forma no acostumbrada, dada su resistencia al juego brusco explicitada con un “no me duele cuando me pegan” en el seno familiar. Se conformaba un drama, pues tenía pase acordado a Venezuela para continuar una seguramente exitosa carrera, impensada para un deportista del interior en esa época. Nunca más pudo jugar al fútbol debido a esa lesión, extendiendo a la familia el pesar por la oportunidad perdida de tener entre nosotros una estrella.
Ya en este siglo, promediando el 2010, se concreta un pase récord desde el Club Nacional de Fútbol de Uruguay al Ayax de Holanda, del que recibe cinco millones de dólares por la transferencia de Nicolás Lodeiro, que a los veinte años con su deslumbrante juego, incluidas las moñas, es declarado el mejor jugador del año en Uruguay y le da a su padre, a la familia y también al pueblo, una revancha de genético talento.
Como la mona
Para muchos el obligatorio emigrar para seguir una carrera implicaba dejar lo conocido de una niñez feliz y una incipiente juventud en el pueblo, recuerdo que los hacía volver por cualquier medio y en la primera oportunidad procurando mantener los lazos. Para otros en cambio irse era la opción por una vida mejor, que la capa social de la que provenían no les facilitaría en el pueblo. Para todos, la adopción de lenguaje y formas de vestir montevideanas_ pues la capital era el destino preferido _ eran consecutivamente vistos como señales de desarraigo o sinónimos de progreso social, lícito de ser mostrado en las esporádicas visitas al pago. La Estación del Ferrocarril era la mayor socialización en toda llegada y salida trascendente del pueblo por lo que muchas veces en las cotidianas pasadas del motocar se veían bajar trajeados personajes, prontamente reconocidos y saludados con un dejo de respeto inspirado en la sorpresa estética. Aunque algunos de estos coterráneos exageraban el aire citadino, eran tolerados en el ámbito de la estación ya que a pocas horas habría de vérselos,cambiados los zapatos de charol por alpargatas, integrados en las bolicheras reuniones pueblerinas.
Aún así costó asimilar, en el repetido episodio de pasarela ferroviaria, el récord que seguramente hasta la actualidad ostenta la “mona” Portillo; morocho flaco y desgarbado, buen jugador de fútbol, cuyo rostro le había ganado el mote. Una tarde de invierno en medio del andén repleto de gente emocionada, la cara inconfundible de “la mona” expresaba a viva voz la sorpresa por un recibimiento inesperado a su regreso de la capital luego de dos años de ausencia “¿Quién es eshta anshiana que me abraza?” Era la madre.
Arq. Luis Fabre
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