Un bien común que quisiera contar cuentos

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En estos días finales de 2014 e iniciales de 2015, una vez más surge en Uruguay la cuestión de las así llamadas “políticas culturales”. El presidente electo eligió su gabinete, y la persona propuesta para ocupar el Ministerio de Cultura, María Julia Muñoz, despertó un pequeño revuelo.

¿En manos de quién debe estar la cultura? La bifurcación ordenadora que sugiero considerar es ésta: la cultura puede estar en manos de relatos, o en manos de eficacias. El panorama que se abre en uno u otro caso es diferente. O tendremos una cultura libre en su caótica proliferación de relatos originales, incompletos, sugestivos o fascinantes, o tendremos un monótono repetir de los mismos dogmas de virtud definidos por un ejército internacional de sociólogos, “gestores culturales”, y otros amantes de los grandes números. La primera cultura reporta al relato mismo. La segunda, a los administradores políticos de los dineros públicos. Este último es un pensamiento con virtudes administrativas para lo que se cuenta y se mide, pero que nunca ve individuos. Desde el punto de vista de las políticas culturales estatales, creo que estamos instalados, hace décadas, en el segundo de los escenarios.

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Una situación combinada se da cuando el impulso a una supuesta eficacia cultural (que viene, en último término, de aquella mentalidad objetivista) toma la apariencia de un relato, de un mundo de sentido. Pues los creadores de relatos tampoco están libres de trabajar, a veces, para el enemigo sociologizante. Véase el concepto de minoría, dogmáticamente impuesto desde algunas zonas de la universidad y de los organismos internacionales como el no va más de las políticas “participativas, inclusivas e integradoras” (nótese el pecado sociológico detrás de todas y cada una de ellas) en las últimas administraciones culturales y educativas. ¿Qué es lo que da su sex-appeal al concepto de minoría? Creo que es su carácter liminar entre lo sociológico, por un lado, y el relato de virtudes, por el otro. El relato de virtudes se ha recabado hace mucho de lo que el siglo XVIII tuvo para aportar en términos de igualitarismo e invención de los “derechos humanos”. Hoy, legitimada por su apariencia cuantitativa y sociológica, devino proliferación incontrolada, en la práctica, de supuestos “derechos de las minorías” cada vez más intrincados, caprichosos y bizantinos.

Aldo Mazzucchelli

Una política pro-minorías repondrá siempre en el sistema la ilusión de que la atención del Padre Bueno que es el Estado ha afinado su vista un poco más y ha logrado barrer con una nueva injusticia. En realidad, el mecanismo es más bien el de creación y promoción de una posible injusticia, para luego obviamente proceder a “encontrarla” en cualquier parte, y “subsanarla”. Algo parecido, o mejor dicho idéntico, ha ocurrido en medicina en los Estados Unidos en las últimas cuatro o cinco décadas. Las compañías de medicamentos y el establishment sanitario y médico comenzaron a aplicar una política de definición cada vez más bizantina de “síndromes”, que una vez definidos y oficializados por la FDA, obtendrían un número estadístico de la población que sería diagnosticado con él, con el consiguiente beneficio para las industrias correspondientes. Los niños empezaron de golpe a tener un síndrome u otro, y los padres a gastar plata a raudales en el sistema médico para “curarlos”. Lo mismo —solo que aun menos justificado— pasa con los términos de ofensa incorporados en un discurso de defensa de las minorías.

Al afinar más y más el rastrillo, y aplicar a más y más categorías autodefinidas el discurso de las virtudes igualitarias, los tecnócratas de la cultura ven realizado el sueño de que sus números parezcan significar algo, después de todo, pues qué duda cabe que, desde el punto de vista numérico, incrementaron la cantidad de impactos en supuestas injusticias y defensa de supuestos derechos —con el inocultable rédito político de autodefinirse defensores de supuestos oprimidos. Si seguimos así, el individuo soft y light del consumo llegará a pretender que cualquiera de sus insignificantes y caprichosas “diferencias” le sea reconocida y defendida por los demás como si fuese un derecho.

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En materia de cultura, habría que descartar de antemano la práctica de la “definición”, es decir, intentar averiguar qué es la cultura apelando a definirla, porque definir la cultura es ya un acto cultural. Como tal, no puede pretender ponerse fuera de lo que hace para hallar un espacio de juicio supuestamente objetivo o claro. Si cultura es la operación simbolizadora constante que somos, entonces su definición “externa” es impracticable. A lo sumo, será interminablemente debatible desde dentro. Sin embargo, la solución ha sido perseverar, de cualquier manera, en definir la cultura desde “fuera” de ella: desde la economía, o desde la sociología. Ambas formas culturales ellas mismas que, para hacer la operación de “definir” u “orientar” a “la cultura”, deben ocultarse el tipo de operación recursiva que están intentando. Sin embargo, lo hacen. Y el resultado que obtienen es no entender lo que se está haciendo en primer lugar. Pues solo se puede “medir” lo que ha sido dado como categoría identificable en otro orden. Solo se puede medir “competencia lingüística» una vez que está claro qué es la lengua y que se sabe a qué se parece su uso competente. Y esto último —definir qué medir— es algo que la medición no sabe hacer sola (aunque pueda contribuir a ello con datos).

Pese a lo anterior, por razones de legitimidad devenidas de la larga imposición de una mentalidad objetivista y técnica, los políticos, el Estado precisan encontrar un punto arquimediano, “externo”, “objetivo”, desde el que definir relatos y categorías, es decir, “diseñar políticas”. Una suerte de “bien común que cuenta cuentos”, inconcebible porque si algo tiene un relato es que debe ser un particular, y no un general. Al pretender “diseñar políticas culturales”, se constata una vez más que el lenguaje se traiciona siempre en sus palabras. Si voy a “diseñar” algo, ese algo 1) aun no existe; 2) es de alguna manera algo discreto, externo, por tanto planificable; 3) un poder externo a él de alguna clase podrá afectarlo, puesto que lo puedo construir a partir de mi diseño. Ahora bien, la cultura no cumple con ninguno de los tres puntos anteriores. La cultura siempre existe antes, y condiciona desde atrás, adelante, afuera y adentro lo que se haga en cada momento; la cultura no es externa, sino parte de la esfera en que estamos, sin parte de afuera; y la cultura se afecta haciendo cultura (relatos generadores de mundos de sentido) desde adentro, de manera modesta y persistente.

Cualquier utopía de una intervención macro, de una intervención dirigista en la cultura, terminará siendo una intervención estatal en aquello que el Estado mismo haya creado y definido para después intervenir en ello (la Oficina X, el Plan Y, los Fondos Z), pero que nunca es directamente el campo de los relatos. El más radical corolario de lo anterior (es decir, el que sale directamente del pensar) será: el Estado no debe hacer nada en materia cultural, dejando eso a la gente. El país no ha llegado aún a esa conclusión. ¿Hay, realmente, alternativas menos extremas?

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Admitamos que el Estado puede intervenir indirectamente en la cultura, si es capaz de apoyar a la gente en su producción de un relato que resulte generativo. Por ejemplo, en Uruguay, los positivistas de los años 1970 y 1980 del XIX lo hicieron; el saravismo lo hizo, el batllismo lo hizo, la dictadura lo hizo —un discurso muy malo, pero bastante empeñoso y del que quedan muchas trazas—, los tupamaros y la izquierda lo hicieron, tanto antes como después de la dictadura. Otros lo hicieron de modo más modesto, como el wilsonismo o el sanguinettismo de la salida democrática. Esta tradicional capacidad de generar relatos está casi muerta en la administración de gobierno actual —no implico que esté muy viva en la oposición, que es de raquítico pensar—, desde que el gobierno sustituyó una cultura en manos de los relatos —en la que supo, por cierto, brillar—, por una cultura en manos de la eficacia.

En cuanto al primer orden de acción cultural (la producción de relatos), el Estado puede, a lo sumo, llegar siempre tarde o temprano, pero no puede nunca estar en ese punto crucial —por la simple razón de que el Estado no es un sujeto cultural, sino un abstracto institucional que no puede juntar dos símbolos. Esto último lo hace solo la gente. El Estado puede, claro está, intervenir indirectamente en el quehacer cultural, como se decía antes. El Estado puede desarrollar políticas que estimulen la creación, o la difusión, políticas de mecenazgo, protección del acervo, establecimiento de cánones, premios, etc. Pero, por su propia naturaleza, hay una desviación a la que siempre está proclive. Esa desviación tiene que ver con olvidar que la división inicial (relatos versus eficacias) tiene carácter ontológico. No se la puede ignorar, y si se intenta hacerlo lo que uno termina haciendo es, simplemente, algo distinto de lo que cree estar haciendo.

Así, cuando en lugar de dejarla en paz en las manos colectivas de la sociedad civil creadora de relatos, se intenta poner la dirección de lo cultural en manos de los guardianes de la eficacia, o del reparto igualitario, o de cualquier otra cosa, el resultado es que la cultura no es dirigida por ellos, sino que ellos crean un enorme espacio lateral a la cultura, ocupado por confundidos y por zánganos que reconocen allí la posibilidad de ser mantenidos por el Estado a cambio de devolverles “producción cultural” a menudo precocida y predefinida implícitamente (no siempre, claro: también a veces se le da plata a un artista o intelectual de verdad). Y todo esto genera adhesión ideológica, y a cambio prebendas. Y llegada la fecha de las elecciones, es solo natural pensar que, además, genere votos.

Así, la política cultural y educativa actual está constituida sobre un pensar de la eficacia, un pensar estadístico y tardocientífico. Si entiende a la sociedad, lo hace bajo la especie de lo abstracto. Lo que tal pensar logra categorizar (por tanto, lo que logra ver, y aquello sobre lo que puede esperar operar) es del orden de los grandes números y las categorías sociológicas o politológicas, o del orden de los votos. Para un Estado así, de naturaleza discreta y cuantitativa, y dominado por un relato democratizador que concibe la democratización como un aumento en cantidades (siempre se dirá, por compromiso: también en calidades, pero la relación entre ambas es oscura), es natural pensar que si hay diez obras de teatro, eso es mejor a que no haya ninguna, o a que haya solo una.

En principio, más gente “participó”. Si hay 1000 espectadores, esto es mejor que si hay 500. Etcétera. La maldición de la palabreja “participación” acosa siempre al administrador que ha entregado su alma poiética a la abstracción sociológica. Semejante forma de estar en el mundo adorna a menudo su discurso y su presentación de las cosas con complicadas paráfrasis, pero lo que puede pronunciar es el sermón de la eficacia, del número, de la cantidad. La vaga esperanza encerrada en el dictum de que algún día cantidad se vuelve calidad es su horizonte teórico real. Y atrás de todo, está el voto, o al menos la adhesión y la fidelidad política —cosas que son veneno al hacer y al pensar libres e independientes. Un Estado que trabaja así trabaja, en última instancia, usando los aparatos culturales que controle, para producir un discurso que también sea eficaz en términos de la conservación de su poder. No implico mala intención. Digo que, puesto que así son las cosas, conviene tener presente en qué consiste, por la lógica anterior, la influencia sobre la cultura de un Estado tecnocrático como el contemporáneo.

Por Aldo Mazzucchelli
Columnista de henciclopedia org uy

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