Rodó, Reissig, Quijano y Mujica

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Los uruguayos, debo decir acaso uruguashos, y aun los “nuevos uruguashos”, rotamos histéricamente alrededor del problema de Rodó. No debo decir “el problema” pues en Rodó hay muchos, o la apariencia de muchos. Pero acaso uno de los centrales entre esos muchos es el problema de “la educación del príncipe” y el lugar que debe ocupar en la educación general. ¿Debe educarse a todos como si fueran el príncipe? ¿O debe prescribirse semejante receta de refinamiento final y completo solamente a unos pocos, a la siempre mentada y raramente compareciente “elite”? Todo el problema es en cierto modo anacrónico, y no está muy bien planteado. Pero parece que lo seguimos planteando igual.

Leyendo la exquisita prosa ensayística de Alma Bolón, veo que cita a Jacques Ranciere, quien comenta cómo el proletariado de comienzos del siglo XIX quería “apropiarse del cielo nocturno de los románticos”, es decir, quería pensar y escribir por sí mismo. Nótese: no quería, aun, ser un proletariado al que los malos seguidores de Marx le intimasen que, en lugar de intentar emular y superar la educación espiritual y moral de los burgueses, la rechazase y se forjase otra a medida de las necesidades, limitadas, de la emancipación material de los oprimidos. De ahí a odiar lo intelectual hay un paso. Ese paso se ha dado hace mucho tiempo. En Montevideo se da día por medio.

Aldo Mazzucchelli

Rodó como es sabido es un autor no de izquierda ni derecha, pero si de extremo centro, es decir, de un equilibrio que marea y desorienta. Tomemos su folleto más divulgado, Ariel. Santiago Dávalos, simultáneamente paraguayo y filósofo, ha aclarado en injustamente olvidado artículo que, en él, Rodó hace poco más que revisitar viejas discusiones contenidas en las cartas de Friedrich Schiller de 1793, cuando el literato alemán era tutor del príncipe danés Friedrich Christian of Schleswig-Holstein-Augustenborg. El mes de la muerte de Rodó la revista Nosotros armó en Buenos Aires un número de homenaje. Entre muchos ensayos encomiásticos y previsibles panegíricos, el fixture presenta un obituario crítico de Alfredo Colmo, ensayista porteño de incierta existencia hoy. En él, Colmo apostrofa a Rodó. Lo cito en un pasaje furioso, espolvoreado de citas anacrónicas:

“Su ideal de belleza [el de Rodó en Ariel] tiene todos los inconvenientes de los ideales superiores entre nosotros: su actual inadaptación. Por la belleza se termina y no se empieza. Además de que resulta contradictorio en el mismo Rodó con su prédica de fondo de la «plenitud del ser» y de la «integridad de la condición humana», en cuanto la belleza es apenas un aspecto del ser y de la condición humana, se trata de falta de sentido de la realidad ambiente. Predicar ideales estéticos en países que no han salido de la larva de lo más fisiológico e inmediato, en países en que hay que empezar por aprender a ser «un buen animal», como dice Emerson, para poder luego ser buenos hombres y buenos ciudadanos, se querría comenzar por lo último, por ser buenos «estetas». Para mí eso no tiene sentido. En psicología individual (véase Ribot, Psychologie des sentiments), las emociones tienen esta gradación: son primero egoístas, después egoaltruístas; luego altruistas, por último desinteresadas (religiosas, estéticas, etc.). Bien se concibe que las primeras sean el fundamento de las restantes, por lo mismo que son las más elementales y primitivas. ¿Sería así posible principiar por el cultivo de las últimas? Lo mismo acontece en la psicología de los pueblos. La prédica del ideal estético es buena para los individuos que tienen predisposición y cultura adecuadas. Cuando se la dirige indeterminadamente a todo el mundo, como se hace en Ariel, yerra sin remedio: en nuestros países […] donde todo está por hacerse, donde la gente ni siquiera sabe leer en proporciones que llegan al 70 y a más del 80 por ciento, donde no hay industrias ni comercio, donde ya existe (por virtud de nuestro nativo temperamento) la chifladura de las letras, donde no hay orden ni legalidad, donde se vive una vida clorótíca en todos los sentidos sin excluir los más perentorios; (…), en países así la prédica del ideal estético es no ya un contrasentido, es todo un delito social”.

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Colmo y Rodó forman una pareja perfecta, pues ambos aceptan que el positivismo está primero. Uno para “superarlo” (Rodó), otro para reclamar que la gente se someta a las prioridades que ese mismo positivismo había naturalizado como axiomáticas. Ahora bien, que dos pensadores de principio de siglo se enzarzen en un tema candente para su tiempo según las condiciones de ese tiempo, excelente es. Pero al leer, de repente a uno lo asalta una extraña sensación: el pasaje citado, ¿lo firma Colmo, o lo firma Mujica? No sé si atribuirle a nuestro crepuscular Presidente la fotocopiada postulación de esta antigua contradictoriedad entre los oficios prácticos y la “alta cultura” que abiertamente declara el pensador argentino. Creo haberle escuchado hace poco aclarar que no los ve contradictorios. Sea como sea, Mujica participa de todos modos de esta oposición falsa: tanto Rodó como Colmo, como ahora Mujica, se plantearon las contradicciones que se plantearon dentro de una partida de ajedrez epistémico lanzada antes que ellos, y que ya estaba copada por el positivismo. El positivismo había aceptado que la aplicación técnica de la ciencia era la única medida de la verdad y la legitimidad social, considerando la metafísica y la filosofía y el amor al misterio, antiguallas propias de teólogos. Lo que hay que hacer para discutir si Humanidades sí o no es, para empezar pues, desarticular aquella partida, pateando el tablero.

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A nivel de la sociedad podrá haber contradicción entre preguntarse los cómo (técnica) y preguntarse los por qué (filosofía), puesto que en tanto oficio y rol social unos ciudadanos siempre serán vistos como dedicándose a unas cosas, otros a otras. La sociología, ciencia que es hija directa del positivismo, la estadística y los grandes números, piensa en esos términos, reduciendo el uno a lo que tenga en común con lo mucho. No hay ningún problema con ello, en la medida en que se recuerde que es una abstracción que oculta a la mujer real y al hombre real: un “tornero” o un “abogado” no son esa denominación de rol, sino personas. Y a nivel individual, que finalmente es donde la sociedad realmente existe, hay una situación irrevocable: un ser humano, para ser tal, debe preguntarse por los por qué. Lo que la educación pensada por sociólogos nunca aprehenderá, es que uno no educa “a la sociedad”, ni a un “grupo social”: educa a la persona X, y a la persona Y. Cuáles son sus habilidades y contribuciones prácticas a la marcha económica de su vida y su sociedad, es un asunto importante, pero de otro orden. Así, el problema está en la mezcla de planos distintos. Pues la relación entre las humanidades y las ciencias por un lado (ambas del mismo lado) y la técnica y oficios por otro, no es de mera contradicción, sino de algo distinto: de jerarquía. Las humanidades, entre las cuales hay que incluir la ciencia teórica, deben organizar un estar en el mundo en general. Una de las dimensiones de ese estar socialmente en el mundo es la técnica y la ciencia aplicada, otra los oficios. Se puede intentar ir todo lo que se quiera contra esta organización que, insisto, es claramente jerárquica y de raíz platónica, pero es aun la que logra explicarse mejor a sí misma y a todo lo demás. Esa jerarquía tiene algo que es más abarcador y que se entiende a sí mismo, arriba, y algo que es menos y que no puede entenderse a sí mismo aunque pueda repetirse y lograr resultados, abajo. Y toda horizontalidad en la educación debe garantirse, de modo que el sujeto individual logre encontrar una forma de crecer en autoconciencia: gente menos mal intencionada que la de ahora decía, antes, “que la gente logre subir”. El arte tiene un estatus especial que participa de ambas dimensiones: es un saber hacer o τἐχνη que incorpora en su hacer su recursividad: un hacer que tematiza y exhibe su autoconciencia. No hay ningún problema, en realidad, con ninguna de las tres dimensiones a nivel individual. Solo que cuando el poder quiere operar más descontrolado, tiende a llevarse puesta una de las tres, y es siempre la misma, la que realmente le puede hacer frente: la investigación programática de las narrativas de la autoconciencia; o, para llamarla por su nombre antiguo, el amor a la sabiduría.

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Ombú
Desde la educación ya arruinada por el positivismo y el cientificismo, al “problema de Rodó” se puede decir que se lo ha entendido entre nosotros como el problema entre la educación generalista por un lado y la educación “aplicada”, “para oficios y para el mercado” desde el otro. En un matiz distinto se formula el problema a veces como la discusión entre “ciencias” y “letras”, o entre “lo exacto” y “lo especulativo”, o entre “lo útil” y “lo desinteresado”. Todas oposiciones estropeadas por un mal punto de partida: pues lo especulativo es tan exacto como se desee; lo útil puede ser desinteresado; y lo aplicado debe haber sabido de lo general para poderse aplicar. Rodó caía en esa misma lógica de oposicionismo falso cuando cargaba las tintas contra un supuesto “utilitarismo” sajón y defendía una supuesta superioridad espiritual de lo “latino” y mediterráneo. De modo que el problema del “viru viru” presidencial versus “oficios prácticos” es un miraje, pues para definirlo se suele recurrir a una dupla que es la dupla equivocada. Ahora bien: cuando una sociedad obliga a la gente a aprender a repetir y desestimula aprender a entenderse (cuando el presidente hace por radio el argumento que, sobre las humanidades y los estudiosos, a menudo hace), lo que obtendremos, en los hechos, será una sociedad que hace énfasis en que el hombre agache el lomo para garantizar el rendimiento práctico de decisiones tomadas por aquellos que sí se entienden bien a sí mismos: los que mandan en el aparato productivo y el dinero, los políticos poderosos, y aun sus aliados, la gente que se ha acomodado en un trillo del que no le interesa moverse y desde el que, mientras nada estorbe el estado de cosas, no quiere ni que le hablen de “pensar”. Pero la crisis más simple pulveriza la falsa paz del consumo. Y ahí es cuando se nota la siempre ninguneada “utilidad de las humanidades”, es decir, la útil flexibilidad de saber educarse permanentemente y pensarse siempre de nuevo, en cada situación.

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¿Quién podría ser llamado, entonces, de humanista? Acaso no solo aquel que permanece en situación de pensar, sin jamás entregar esa situación a nadie ni a nada, sino que además alcanza una calidad en el pensar que puede mostrarse en la práctica. El que se ríe de que lo acusen de inútil, de ratón de biblioteca, de torremarfilista y aun de pequeño-burgués, y a la vuelta del tiempo se revela el único que vio con claridad una situación que, los que están en la vida con el ansia del poder o de las cosas, no supo ver. El hecho tiene consecuencias impresionantes. Véase el caso de un “intelectual pequeño burgués” de los que siempre cuidó su capacidad de pensar, Carlos Quijano, un humanista que no estudió humanidades, sino economía. Cuando la gran mayoría del espectro político de izquierda se ilusionó con los comunicados 4 y 7 de febrero de 1973, Quijano publicó en Marcha dos editoriales sucesivos. Me concentraré en el primero, que se llamaba “Tanto va el cántaro al agua” y apareció el mismo exacto día 9, nefasto para el Uruguay. Cito: “Los gobernantes de turno son débiles e incompetentes; las instituciones están corroídas y no se les acuerda respeto; el país está sumido en una crisis profunda y prolongada a la cual no se le ve salida; las violaciones más impúdicas de la ley y la constitución son el pan cotidiano; los hechos, llevan a ritmo acelerado hacia las más sombrías encrucijadas. Pero tantos reconocimientos, no nos obligan a pensar que la salvación está en la aventura, ni a inclinarnos ante el hecho consumado o cuya consumación ronda. Y es que creemos, apoyados en la historia, que la enmienda, aun cumplida con las mejores intenciones, será peor que el soneto. Agravará los males, en lugar de curarlos” (énfasis mío).

Quijano se refería al intento, por entonces, de un grupo de militares, de desconocer el orden de los mandos que según la constitución debe estar organizado desde el poder político, paso decisivo a un inmiscuirse en el poder. Ese paso fue dado esos días, y la inmensa mayoría de la izquierda lo aplaudió y tuvo esperanza en que fuese mejor la enmienda que el soneto. También, desde afuera del Frente Amplio y adentro de los cuarteles, hubo movimientos de la dirigencia del MLN. Se llegó a hablar incluso, y con lamentable esperanza, de un “ejército tupamarizado”. En fin, el asunto terminó, en seguida, en 11 años de dictadura. Quijano concluye su editorial así: “Escrito lo precedente nos llegan noticias de los últimos acontecimientos: el comandante en jefe del ejército, general Martínez, pasó a retiro; el comandante en jefe de la fuerza aérea, brigadier Pérez Caldas se negaría a ser relevado; el ejército y la aviación sugieren la renuncia del ministro de Defensa, general Francese. Los dados están echados”.

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Los dados de lo que se vendría en lo más hondo del invierno estaban echados ese mismo día de verano, efectivamente. Pero solo quien había preservado su libertad de pensar (no repitió lo que le ordenaba ningún colectivismo mental) pudo verlo y decirlo con esta valentía y esta claridad. Al poder no le sirven las humanidades, porque el poder quiere preservar el control de la recursividad, el control de los sistemas que organizan los demás sistemas. Más sombrío y más poético: quiere preservar para sí el (imposible) control del spiritus, es decir, del aire que entra en la máquina de intercambiar con el mundo que es el cuerpo individual, y permite que ese intercambio siga purificando y creando. Enseñar Humanidades, señor Presidente, es permitir que haya más Quijanos en el Uruguay. No todos tienen que crear y dirigir un semanario, o perder su vida estudiando cosas recónditas y dando clases de literatura. Pero los que hacen una u otra cosa, o los que escriben poesía o tienen cierta pertinaz tendencia a no dejarse llevar por delante por la persuasión o la amenaza de los paniaguados del poder, son y siempre han sido útiles a lo mejor que una sociedad tiene, que es su capacidad para volver a pensarse. Más Quijanos y más Herrera y Reissigs —que no era un “torremarfilista” como repite usted estos días, sino un guapo del pensar y la poesía como no ha habido en este país—, en 1973, pudieron haberle evitado a usted el aljibe.

Por Aldo Mazzucchelli

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