Nacido en Santo Stefano Belbo, pequeño pueblo del Piamonte, Césare Pavese, escritor, poeta y traductor, hombre de carácter introspectivo y solitario, refleja en su obra el tedio existencial. Este vacío sustancial, queda reflejado en el diario que lleva entre los años 1935 y 1950, El oficio de vivir, donde hace un pormenorizado examen de conciencia.
Especializado en literatura americana, estudió filología inglesa en la universidad de Turín y tiene un libro de teoría literaria llamado La literatura americana y otros ensayos, publicada póstumamente en 1951 (se licenció con una tesis sobre el poeta norteamericano Walt Whitman), donde muestra su gran conocimiento —y admiración— por las obras de varios escritores, entre ellos Melville, Faulkner, Hemingway, Dos Passos. Pavese destacó como poeta también, con un estilo muy particular, donde destaca el uso de la imagen y el símbolo.
Desde el uso de la escritura en forma de diario —ya en franco declive en los años que fue escrito éste— hasta algunas confesiones de sus miedos, la sinceridad teórica y literaria se destaca. Porque aquí, mientras va anotando impresiones sobre su propia vida, hace un examen de sus pensamientos e incluso de su propia obra, encontrando afectos y defectos.
No nos llamará la atención que alguna vez rectifique una idea o que proponga otra solución a un problema dado, ni que intente aclarar lo que está dentro de sí mismo y de los demás, los motivos psicológicos de los actos humanos.
Sucumbirá, ya lo sabemos, por el peso de su personal historia, sea lo que haya sido lo que lo llevó al suicidio. El diario, en ese sentido, tanto la parte poética (El oficio de poeta), donde reflexiona sobre su propia poesía y nos da los elementos para su comprensión, como El oficio de vivir, propiamente, nos aclara ciertas cosas, como las referidas a su misoginia y cierto desprecio hacia las mujeres —aunque también una necesidad imperiosa de cariño y de amor—, o su tendencia hacia buscar en la muerte la solución última, que aflora en sus novelas y que aquí se justifica ampliamente bajo varios supuestos, ante varias situaciones probables.
La necesidad de justificar la (auto) muerte —una necesidad de orden moral— lo lleva a describir lo más fielmente posible sus circunstancias, porque a pesar de que Césare Pavese había llegado a la cima —había recibido el Premio Strega en 1950 por su obra—, y quizá porque que creía que más allá no podría llegar, dejará de escribir como si no tuviese más que decir y luego dejará de vivir como si no tuviera nada más que experimentar y, mucho menos, sufrir.
Dirá: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”, un 18 de mayo de 1950, tres meses antes de su suicidio (27 de agosto del mismo año). Por cierto, cuando era estudiante de Literatura, en 1926, se suicida Elico Baraldi, condiscípulo suyo, y este hecho lo marca profundamente. Quizá fue su primer antecedente directo.
Es el sufrimiento, el sufrimiento interior, insoportable; las decepciones amorosas, una tras otra; el peso de la soledad, acuciante; quizá una enfermedad, además de sus problemas respiratorios que le evitan el llamado a filas —una disfunción sexual—, y su íntima controversia religioso-política, como si fuera un conjunto de elementos, no resueltos y para siempre sin resolver.
También Pavese anotará ciertas citas o pensamientos sobre algunos autores que le han llamado la atención, como O`Neill, Proust, Dostoievski, Dickens, Balzac, Tostoi, Maupassant, Stein; D´Annunzio, por citar algunos, de modo de que ha habido lectura, meditación sobre su obra y sobre sus enseñanzas y consejas.
Y una particularidad extraordinaria, simbólica, es lo referido a la colina. Esta parece ser el territorio mítico para él, desde allí se divisa, a los pies, la ciudad de Turín y el río Po, ya caudaloso, y a sus espaldas los campos rotulados y los viñedos, pero también en ese lugar ocurrirán muchos escenarios de sus novelas, entre ellas las tres célebres que componen El bello verano (El bello verano, El diablo en la colina y Entre mujeres solas).
Vivir no es fácil, pero es necesario
Este diario hace, con sus propios pensamientos, una autocrítica de su obra y esboza planteamientos teóricos sobre la creación, de la misma manera que cada tanto anotará algunas ideas que luego incluirá en sus relatos y novelas. Y se iniciará con la búsqueda “de nuevas cosas que decir y de nuevas formas que forjar”. Ese es el espíritu creador.
El escritor puede escribir desde dentro y sacar a la luz estados de ánimo o conflictos personales (incluso morales), ya sea en primera persona o dotarle al personaje elementos constitutivos de su personalidad, o puede quedarse afuera y anotar, objetivamente, lo que le pasa al otro, intuir sus propios conflictos de acuerdo a su composición social y su lugar en el estamento de la sociedad. Pavese hace algo intermedio, puesto que si bien parece querer mirar por la ventana, también está presente siendo el personaje principal en algunas de sus novelas.
Dicho de otro modo, siempre hay un personaje que expresa los miedos que tiene él mismo sobre su persona y la aceptación, o no, por las mujeres que se ha cruzado en la vida, puesto que “…tener una mujer que te espera, que dormirá contigo, es como la tibieza de algo que deberías decir, y te calienta y te acompaña y te hace vivir”. (p. 399)
“Mis relatos son —en la medida en que están logrados— historias de un contemplador que observa como ocurren cosas más grandes que él” (p. 304)
Sus observaciones se hacen cada vez más agudas y destilan cierta desazón vital, así como escribirá agudas sentencias y dichos extraídos de su experiencia. Además, escribirá unas pocas líneas sobre política, sobre la guerra, reflexiones de carácter político-social, e incluso el desarrollo y análisis de varios sueños y del acto de soñar. Y estará sobre el tapete la función del escritor: “¿Por qué el escritor no debe vivir de su trabajo de escritor? Porque entonces proporcionaría una mercancía determinada. No sería ya libre frente a sí. En cualquier momento el escritor debe poder decir: no, eso no lo escribo. Es decir, tener otro oficio”. (p. 464)
Es más, reflexiona: “¿Hay algo más arriesgado que mantener una familia con novelas, o en general con la pluma?” (p. 464)
Contar el pensamiento es su objetivo principal: “pensar pensamientos cuando, sacudidos por un choque de la vida, nos convertimos, ante nosotros mismos, en personajes, exactamente igual que ocurre cuando, creando un relato, con las escenas nacen pensamientos y problemas. Los pensamientos válidos nacen por lo tanto cuando adoptamos una pose, es decir, nos falsificamos a nosotros mismos, es decir, nos miramos vivir conforme a una actitud elegida”. (p. 214)
Hablará sobre la poesía, sobre la suya, analizándola. “La poesía no nace del our life work, de la normalidad de nuestras ocupaciones, sino de los instantes en que alzamos la cabeza y descubrimos con estupor la vida”. (p. 243)
Y en ese pensar en la poesía que vendrá, lo que viene, en realidad, es la guerra, y el pensar en todo eso parece, justamente, un modo de evitar lo otro, el conflicto, la conflagración, pareciendo un actitud un tanto liviana, conformista, que a menudo apela al no compromiso. Sin embargo, mientras se refugia en la montaña para escribir, muchos de sus amigos de entonces son muertos ya sea como partisanos en el campo de batalla o en las prisiones, y a pesar de que sabe que es injusto —y además se siente de algún modo culpable por no haber hecho nada—, se mantuvo en un difícil equilibrio alejado de todo, como un exiliado en su propia tierra. Incluso lo que decidirá después, después de la guerra, el integrarse orgánicamente al Partido Comunista Italiano, tiene el sentido de pagar cierta deuda moral.
Dice Pavese, argumentando en defensa de los comunistas sobre el tema siempre eterno de la libertad: “Los intelectuales que disienten del PC (italiano) por la cuestión de la libertad, deberían preguntar qué pretenden hacer con esa libertad por la que se muestran tan solícitos. Y entonces verían que —eliminando las perezas, los intereses inconfesables de cada cual (vida cómoda, meditación indeterminada, sadismos elegantes)— no existe instancia en la que den una respuesta diferente de la colectiva del PC”. (p. 406)
A esto debemos agregar: “una vez salvada la libertad, los liberales ya no saben qué hacer con ella”. (p. 411)
Pavese utiliza la figura de los contrarios que se atraen y se repelen: la ciudad y el campo, el norte y el sur, sobre todo tan marcado como es en Italia, “porque éstas revisten vistosamente los de las dos personas”. (p. 250)
* * *
Sus personajes suelen ser adolescentes, ya que a éstos se les perdona su torpeza, y por tanto no pueden ser juzgados, aunque “todo está en la infancia, incluso la fascinación de que será futuro, que sólo entonces se siente como un choque maravilloso” (p. 465)
Pero, ¿qué es la juventud para Césare Pavese?, porque hay una noción, en su pensamiento, sobre la pérdida de la juventud. “La juventud es no poseer el propio cuerpo ni el mundo”, y también: “La juventud no tiene genio y no es fecunda”. O bien “se deja de ser joven cuando se distingue entre uno mismo y los otros”. (p. 195) Hay que tener en cuenta que cuando Pavese llega a los treinta años, considera que su juventud ya se terminó.
Hay —además— una preocupación constante sobre la unidad del libro, una unidad poético-discursiva y temática. “Una vez escrita la primera línea de tu relato todo está elegido, el estilo, el tono y el cariz de los hechos” (p. 158). Para un artista “no vale la experiencia, vale la experiencia interior”, afirma, y además el sufrimiento es liberador.
Cerrar los ojos para dejar de ver la realidad
Ya en ese lejano día del 10 de abril de 1936, Pavese pensaba en el suicidio, como si estuviera condenado “para siempre a pensar en el suicidio ante cualquier molestia o dolor”, aunque con sentimientos encontrados: “sólo así se explica (que se plantee casos de conciencia, pero sin tener la verdadera decisión de “resolverlos en la acción”)… mi principio es el suicidio, nunca consumado, que no consumaré nunca, pero que acaricia mi sensibilidad” (p. 68), y esa sensibilidad podríamos decirla como lo dice Pavese, a su modo: “en el sentido más trivial e irremediable, de hombre que no sabe vivir, que no ha crecido moralmente, que es vano, que se sostiene con el puntal del suicidio, pero no lo comete”. (p. 69)
En otra versión sobre el mismo tema, dice: “En nuestros tiempos el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, chatamente. No es ya un hacer, es un padecer” (p. 72), porque “el único modo de huir del abismo es mirarlo y medirlo y sondearlo y bajar a él”.
Sin embargo dice, quizá sin advertir que esto que dice también se lo puede aplicar a su caso: “El mayor error del suicida no es matarse, sino pensar en ello y no hacerlo. Nada hay más abyecto que el estado de desintegración moral al que lleva la idea —el hábito de la idea— del suicidio. Responsabilidad, conciencia, fuerza, todo flota a la deriva sobre ese mar muerto, y se hunde y reaflora fútilmente, para escarnio de cualquier estímulo”. (p. 91)
Porque el tema que está atrás de todo esto es la muerte, y la aceptación de la muerte. Y, a modo de síntesis: “La muerte es el reposo, pero el pensamiento de la muerte turba todo reposo”. (p. 149) Y en ese estado de no reposo, el pensamiento suicida excita su mente y lo hace desearlo, buscando justificaciones para el suicidio, convencido de que “a nadie le falta nunca una buena razón para matarse”.
Pero lúcido que es, no dejará de darse cuenta de que, “en el fondo, en los grandes periodos, has sentido siempre la tentación suicida”. (p. 488) Y nos habla de una “precedente debilidad” y de algo que (la otra, la destinataria de esta página de su diario) ya sabe: “Está claro que nunca conseguiremos asentarnos en el mundo (un trabajo, una normalidad). Está claro que nunca conquistaremos a una mujer, tanto por la precedente debilidad como por esa que ya sabes. Está claro que nunca nos enamoraremos de una de esas ideas por las que se acepta morir —véase la experiencia hecha. Está claro que nunca tendremos valor para matarnos —véase cuántas veces lo hemos pensado”. (p. 139)
Hay, pues, una enfermedad, que por alguna razón ni siquiera se menciona, como si fuera algo oculto o que diera de qué hablar, y la sensación, reinante, de que “sufrir por puro azar, por una desgracia, es envilecedor”, y por ello puede ameritar el quitarse la vida. Nada de lo que haga —parece decirnos— podrá cambiar el destino.
La mujer, ese gran misterio sin resolver
Todas las relaciones femeninas que tuvo Pavese, se terminan frustrando cuando él quiere que se comprometan y que se aten a él. Su visión tradicional —machista y patriarcal como resultado de la educación recibida y de las convenciones sociales de la época, y que aún perviven en la nuestra, por cierto, aunque un tanto atenuadas— le hacen no entenderlas, menospreciarlas, y considerarlas como inútiles o inservibles, o bien como putas y capaz de convertir a los hombres en unos despojos: “Una mujer que no sea una estúpida encuentra, más pronto o más tarde, un desecho humano y trata de salvarlo. A veces lo consigue. Pero una mujer que no sea una estúpida encuentra, más pronto o más tarde, un hombre sano y lo reduce a un desecho. Siempre lo consigue”. (p. 90)
Y también habrá espacio para una “Tipología de las mujeres: las que explotan y las que se dejan explotar. Tipología de los hombres: los que aman el primer tipo y los que aman el segundo. Las primeras son melifluas, educadas, señoras. Las segundas son ásperas, mal educadas, incapaces de dominarse. (Lo que nos torna toscos y violentos es la sed de ternura). Ambos tipos confirman la imposibilidad de comunicación humana. Existen siervos y amos, no existen iguales”. (p. 269)
De la misma forma, dirá que: “Lo que diferencia al hombre del niño es el saber dominar a una mujer. Lo que diferencia a la mujer de la niña es el saber explotar a un hombre”. (p. 270)
El 27 de setiembre (de 1936), en una anotación que sugiere, a mi juicio, aunque de modo elíptico, cuál puede ser su problema con las mujeres (de índole sexual), dice:
“La razón por la cual las mujeres han sido siempre “amargas como la muerte”, sentinas de vicios, pérfidas, Dalilas, etc., es en el fondo sólo ésta: el hombre eyacula siempre —si no es un eunuco— con cualquier mujer, mientras que ellas alcanzan raramente el placer liberador y no con todos y a menudo no con el adorado —precisamente porque es el adorado— y si lo alcanzan una vez ya no sueñan con otra cosa. Por el afán —legítimo— de ese placer están dispuestas a cometer cualquier iniquidad. Están obligadas a cometerla. Es la tragedia fundamental de la vida, y al hombre que eyacula demasiado rápidamente más le valiera no haber nacido. Es un defecto por el que vale la pena matarse”. (p. 90)
Y al haberlo hecho, el matarse, ¿no habrá tenido ese “defecto”?
Y esta conclusión, que bien podría integrar el manual del perfecto femicida de la actualidad: “Debiendo perder a una persona queridísima, ¿quién no preferiría que ésta muera en vez de que se vaya simplemente y reviva en otra parte? ¿Puede tolerarse que aquella, que era toda la vida, deje de ser tal para nosotros y comience a serlo para otros o para sí sola? Supongo también que el alejamiento sea tal que excluya toda posibilidad de retorno y recuperación”. (p. 135)
El sarcasmo, prolongado, de Pavese, parece no tener límites: “El único modo de conservar una mujer —si te apetece— es ponerla en una situación tal que el mundo, el respeto humano, el interés, le impidan irse. Quien trata de conservarla a fuerza de mera entrega y sinceridad es un ingenuo. Recibir la legitimidad de la propia: es el modo en que se estabilizan las revoluciones y se retienen las mujeres. Liberarse de todo gusto noble, y aceptar ser a rigtheous citizen (ciudadano de pro), un gordo burgués. Mirar cómo se han situado regiamente tus conocidos. Follar bien y comer mejor; a todos gusta”. (p. 146).
Ante el mismo callejón sin salida, insiste con la muerte de ella, que haga lo que haga será para ahondar su herida, o con el suicidio. Hay una vuelta, preventiva, sin embargo, cuando dice que: “Puesto que a una mujer es preciso plantarla tarde o temprano, más vale plantarla en seguida”. (p. 209)
Porque, en definitiva, “El arte de vivir es el arte de arreglárnoslas de modo que no necesitemos invitar a las cosas y a las personas, sino que vengan a nosotros. Para obtener esto no basta despreciarlas, pero es preciso también despreciarlas. Al igual que con las mujeres no basta ser estúpidos, pero es preciso también ser estúpidos”. (p. 196-197)
De todas formas, para Pavese no hay mucho que hacer, ya que “las cosas se obtienen cuando ya no se desean” (p. 268).
A pesar de ello, como escritor ha obtenido el reconocimiento general a su obra, que habla sobre estos mismos tópicos, y mantienen interés literario —a pesar de una aparente liviandad— a setenta años de su muerte.
(El oficio de vivir. El oficio de poeta, de Césare Pavese, editorial Bruguera, nov. 1981, España, 508 páginas)
Por Sergio Schvarz
Escritor, poeta, y ensayos breves
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