Aidan MacCarthy (1913-1995) fue un médico irlandés, integrante de la sanidad de la Royal Air Force (RAF) británica, cuyas extraordinarias peripecias entre 1939 y 1945 recogió con estilo desenfadado, certero e incomparable en A Doctor’s War (La guerra de un doctor)[i] que publicó recién en 1979, treinta y cuatro años después de su liberación. La obra se ha reeditó, en inglés, pero nunca ha sido traducida al español.
Desde su enrolamiento como médico aeronáutico y la campaña de Francia hasta que consiguió escapar desde Dunkerke, su traslado a Asia con las escuadrillas de la RAF que se enviaron para defender Singapur, su captura por los nipones en la isla de Java y los años que pasó como prisionero de guerra, donde se destacó por el tratamiento que brindó a sus compañeros enfermos a pesar de las terribles condiciones que enfrentaban; su envío al Japón, en 1944, cuando el barco fue torpedeado y solo 30 se salvaron; su trabajo como esclavo en una fábrica de Mitsubishi en Nagasaki, donde sobrevivió a la bomba atómica que detonó sobre la ciudad al mediodía del 9 de agosto de 1945; lo que vivió como testigo y lo que hizo como médico para socorrer a las víctimas civiles, son capítulos de una historia extraordinaria. Sus principales episodios merecen ser conocidos y recordados, en las palabras del propio MacCarthy [ii].
Dificultad para ser médico en Irlanda
Siempre más interesado en los deportes que en mis lecciones – dice MacCarthy – me apliqué gustoso al rugby, al cricket y al water polo, en detrimento de mis estudios académicos. Con las mayores dificultades superé los exámenes necesarios para ingresar a la Escuela de Medicina de Cork donde finalmente me recibí en 1938. En esa época era muy difícil conseguir trabajo como médico en Irlanda porque todos los cargos eran controlados por el nepotismo profesional y los puestos eran muy limitados en número.
El 80% de los recién recibidos debían emigrar a Gales o Inglaterra donde había trabajo, especialmente en las fuerzas armadas. El irlandés fue a hacer cursos de posgrado en el hospital Hammersmith y se desempeñó en dispensarios populares, en el sur de Gales y en Londres. En las llamadas “cirugías del chelín” el paciente pagaba un chelín por una consulta de cinco minutos y medio chelín por cada tres minutos adicionales. Sobreviviendo a duras penas Aidan resolvió buscar trabajo en alguna de las tres ramas de las fuerzas armadas (Ejército, Marina y Aviación), se encontró con dos irlandeses de su misma facultad, discutieron largamente, sentados en una plaza. Continuaron el debate mientras recorrían los bares y pubs del West End y terminaron en un night club, el Coconut Grove [iii] donde una camarera les obligó a dirimir el destino, entre la Marina y la Fuerza Aérea, arrojando una moneda al aire; ganó la RAF.
A la mañana siguiente tres traqueteados jóvenes doctores se presentaron en la Dirección de Medicina de la RAF donde, “tal vez a causa de la escasez de aspirantes o a los rumores de una guerra próxima fuimos aceptados sujetos a una entrevista y a un examen de aptitud física”. Dos días después, nueve médicos y cuatro odontólogos ingresaron a la RAF, pocos días antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Después fueron enviados a lugares de entrenamiento y finalmente, en diciembre de 1939, MacCarthy fue designado como Oficial Médico en el 14º Escuadrón de la RAF, destinado a Amman, en Jordania. Pocos días después le cambiaron el destino como Oficial del Grupo Aéreo Nº 14, que se encontraba en algún lugar de Francia, como parte de las Fuerzas Expedicionarias Británicas (BEF) desplegadas en el norte para enfrentar a los alemanes. Durante semanas Aidan estuvo buscando su unidad, viajando en tren por todas las localidades, con su nombramiento en mano y no la encontró.
El médico de la RAF en Francia
Agotado por la búsqueda en aquel gran desorden recaló en un hotel en Arras y por casualidad encontró oficiales del Grupo Nº 14 que lo llevaron a la base. Su unidad empleaba una serie de aeródromos que antes habían sido de la fuerza aérea francesa. Contaban con aviones surtidos, Hurricanes (con hélice de madera), Gladiators (viejos biplanos), Blenheims (bombarderos livianos bimotores) y Lysanders (aviones de enlace para pistas cortas).
Durante la llamada “guerra boba”, que se extendió hasta mayo de 1940, las tropas ubicadas en esa zona por los franceses eran los Ejércitos 8º y 9º constituidos por reservistas veteranos de la Primera Guerra Mundial. La población civil del norte de Francia tenía su movilidad restringida (necesitaban salvoconductos para transitar). Cuando finalmente se produjo el ataque relámpago de la Wehrmacht, las restricciones se levantaron y miles y miles de habitantes se lanzaron en pánico a las carreteras, en autos, carros, carretillas y a pie, huyendo de la invasión. Esto provocó un bloqueo fenomenal en todas los caminos.
Por otra parte, los franceses habían incorporado al 80% del personal de la salud a las fuerzas armadas, de modo que los británicos debían de ocuparse de la asistencia médica en la zona donde actuaban. MacCarthy pinta el panorama de los diferentes problemas organizativos que se daban entre los servicios médicos del ejército y los centros de la retaguardia. Además explica como debió dedicarse a la atención de la población civil. Más allá de los problemas para hacerse entender, enfrentaban situaciones como la atención de las parturientas para lo que no estaban preparados. Debieron hacerse parteros sobre la marcha. “Atendimos 19 partos en total – afirma orgulloso – incluyendo un par de mellizos pelirrojos y nunca perdimos una madre o un niño”. Los franceses tenían curiosas costumbres relativas al nacimiento, por ejemplo exprimir gotas de limón en los ojos del recién nacido, lo cual trató de evitar sin éxito, y también la de descorchar una botella de champaña inmediatamente, aún entre las familias más pobres, “una tradición que contó con mi completa aprobación” dice el autor.
El invierno 1939/1940 (diciembre y enero) fue especialmente frío con copiosas nevadas. El mal tiempo impedía los vuelos y la inacción de la “guerra boba” resultaba muy aburridora. Sin embargo, siempre debían preocuparse por la seguridad porque la quinta columna local (fascistas franceses) se dedicaba a establecer donde se alojaba el personal de la RAF, a contaminar las fuentes de agua de las cantinas militares y a esparcir bombas caza-bobos. Los aviones de reconocimiento alemanes volaban sobre ellos. En una pista cerca de Lille, observaron que cada vez que movían sus aparatos en tierra, un molino de viento cercano movía sus aspas. Lo comunicaron a la policía militar francesa que allanó el lugar, sacó a dos hombres y una mujer y los fusiló “sin juicio y sin emoción”.
Las bebidas alcohólicas no podían ser consumidas en los bares como en tiempos de paz y todos cerraban temprano. Los bebedores sedientos podían dirigirse a los burdeles legales instalados en las cercanías pero los soldados y suboficiales debían retirarse antes de las 22 y 30 para que los oficiales dispusieran del sitio exclusivamente. Las autoridades promovían el uso de esos burdeles debido a la alta incidencia de enfermedades venéreas. El control sanitario semanal de las prostitutas debían hacerlo los médicos militares.
Esa inspección de burdeles era muy impopular entre los médicos británicos que tenían que visitarlos visitarlos en las frías horas matutinas. La realidad de las pacientes carecía de glamour y abundaba en los fuertes olores a perfume barato, tabaco y alcohol. Por la noche, después que los bares habían cerrado, habitualmente iban a uno de esos establecimientos en grupo. Las que administraban el lugar solían presentarse con una botella gratuita de champaña, como una especie de seguro contra cualquier informe respecto a enfermedad venérea que podría conducir a la clausura de su negocio. “Me resultaba deprimente beber en esos burdeles – dice MacCarthy – pero la alternativa era retornar a una cantina vacía o a un cuarto solitario en nuestro acuartelamiento”.
Nuestro doctor hace una descripción reveladora de la incompetencia de los mandos franceses y británicos. Las unidades de comando, mecánicos y comunicaciones de la RAF fueron enviadas del norte de Francia a Bélgica apenas se produjo el ataque alemán. Cuando llegaron recibieron en rápida sucesión órdenes contradictorias: descargar e instalarse, no descargar y esperar y finalmente volver a Francia porque ya no quedaban pistas intactas, los belgas se habían dedicado a destruirlas. La falta de comunicaciones, la ineptitud de los mandos aliados y la velocidad de la guerra relámpago precipitó el desastre.
MacCarthy recibió la orden de replegarse a Boulogne con los equipos de tierra desde donde volarían hasta Inglaterra. Organizó un convoy de quince vehículos, incluyendo una ambulancia, dos camiones cisterna, uno con agua y otro con nafta, camiones con el personal y cinco motociclistas de avanzada y escolta. La descripción del desorden, la congestión de los caminos y la falta de previsión que encontraron era impresionante. En determinado momento el convoy de la RAF se dio cuenta que iba hacia el oeste en forma paralela a una columna de tanques alemanes que avanzaba algunos kilómetros más al sur. Entonces recibieron órdenes de dirigirse al norte, hacia la costa del Canal de la Mancha, tan rápido como pudieran para conseguir embarcar.
En esa huida se encontraron un convoy de ocho grandes limusinas que se habían quedado sin nafta a doce kilómetros de Le Touquet donde una navío privado los esperaba para llevarlos a Inglaterra. Se trataba del personal, los archivos y los valores (dinero, documentos, cofres fort) de la compañía bancaria y de seguros Lloyds. MacCarthy dice que les suministraron nafta y los banqueros siguieron su marcha. Irónicamente el médico dice “mi buena acción podría acarrearme buen trato por parte de Lloyds en el futuro”. Después de varias vueltas por la costa llegaron a Dunkerke y Aidan entró al pueblo en busca de los mandos de la RAF. La descripción de lo que allí sucedía no es la que pintan las películas.
El regreso a Inglaterra lo hicieron embarcados en un ferry. Apenas empezó a moverse se sintió una fuerte explosión. De la misma resultó un boquete en el casco justo por encima de la linea de flotación. Nunca supieron si había sido el efecto de una mina o un torpedo pero el capitán de la nave ordenó que todos se desplazaran hacia el otro costado. Así fuertemente inclinado y muy despacio el ferry cruzó el canal sin que el agua ingresara por el boquete. MacCarthy y su personal tuvieron mucho trabajo a bordo, tanto para atender a los heridos que resultaron de la explosión como a los que embarcaron desde la costa. Hacer intervenciones en un piso fuertemente inclinado fue muy difícil pero lo superaron. Lo más preocupante de las cirugías practicadas era que encontraron balas .303 en algunos de los heridos, un calibre exclusivamente utilizado por los ingleses. “Eso nos llevó a creer – dice el autor – que ya sea por accidente o deliberadamente, hubo británicos que dispararon sobre sus propios soldados y pilotos. No era un hecho agradable y traté de borrarlo de mi mente pero obstinadamente ese pensamiento siguió volviendo”.
De vuelta en Inglaterra y nueva misión
MacCarthy y su gente desembarcaron en Dover y por primera vez en muchas semanas pudieron descansar por una noche. A la mañana siguiente se reportaron a la Dirección de Medicina de la RAF y fueron enviados a Uxbridge (un pueblo situado cerca de Londres) donde todos los evacuados de Francia fueron recluidos indefinidamente en un campo cercado. Esposas, hijos y parientes debían hacer cola para poder hablar con los internados, alambradas de por medio. Todos los días un grupo de oficiales y soldados eran conducidos al Ministerio del Aire en Londres donde eran sometidos a un riguroso interrogatorio y examen cruzado acerca de su actividad en Francia. A resultas de esto, un cierto número de oficiales tuvo problemas por haber desertado de sus unidades. La situación fue muy desagradable y casi produjo un amotinamiento.
El autor fue asignado como médico jefe en una base de bombarderos. En mayo de 1941 se lanzó a rescatar a los tripulantes de un bombardero incendiado al aterrizar y por su heroísmo resultó condecorado en noviembre de ese año. Poco después fue convocado a Honington, una base de bombarderos pesados en el sureste de Inglaterra [iv] y se le comunicó que había sido designado como Oficial Médico Senior en Misión Especial. La misión consistía en establecerse en el Norte de África con una Ala de Cazas que incluía escuadrones de Hurricanes y Spitfires, equipada con pistas de aterrizaje móviles, ambulancia, baterías antiaéreas y talleres. Su función sería, en colaboración con pilotos franceses, mantener despejado el canal de Pantellaria entre Malta y Alejandría.
El 8 de diciembre de 1941, partieron en el Warwick Castle, un carguero que se desplazaría en convoy hasta que, pasando cerca de Gibraltar, se apartaría para ingresar al Meditaerráneo. Sin embargo la cosa no salió como se había planeado. La nave no se separó del convoy y pasaron la Navidad en el puerto de Freetown (la capital de Sierra Leona) y después una semana más en Cape Town (Sudáfrica). Allí recibieron instrucciones de dirigirse a toda máquina hacia Singapur para ayudar a contener a los japoneses que invadían Malasia.
Llegaron tarde. Como los japoneses ya estaban asaltando Singapur fueron al puerto Tan Jon Priok, en Java (al norte de Yakarta en lo que actualmente es Indonesia). Cuando empezaron a armar los aviones descubrieron que los aparatos no habían sido provistos con el sistema especial de refrigeración para climas tropicales. Los mecánicos improvisaron y los aparatos perdieron velocidad y maniobrabilidad [v]. Después se establecieron en Palembang, en la isla de Sumatra, que pronto fue invadida por los japoneses. Empezaron los enfrentamientos con paracaidistas, combates y retiradas ante intenso ataque por los nipones. En Java se produjeron cuatro desembarcos y los ingleses, estadounidenses y australianos muy superados en número se replegaron hacia las montañas del sur de la isla.
Poco después, MacCarthy que había estado muy ocupado atendiendo la disentería, la malaria y las enfermedades venéreas que se manifestaban en el campamento, fue sorprendido por los japoneses que tomaron prisioneros a todos sin disparar un solo tiro. Era el mes de marzo de 1942. Nuestro autor dice que después de que los hicieron prisioneros cayeron en la cuenta de lo que había sucedido para que la derrota fuera tan rápida y total. Los japoneses había difundido ampliamente su intención de considerar a Bandung, la capital colonial, como ciudad abierta que no sería bombardeada. Los colonos holandeses creyeron eso y concentraron a todas las familias, mujeres y niños, en la ciudad. Cuando estuvo llena de refugiados, el mando japonés le dio a las tropas coloniales 24 horas para que capitularan so pena de bombardear la ciudad. De este modo la resistencia se desmoronó sin lucha.
Prisionero de los japoneses
Después de desarmarlos, los japoneses contaron y recontaron a los prisioneros, los hicieron descender de la montaña y los embarcaron en dos trenes, apiñados en vagones descubiertos, para conducirlos hasta un campo de aviación holandés que habían capturado intacto en el centro de la isla de Java. Allí los introdujeron en los hangares bajo la custodia de soldados que se habían fogueado en la guerra contra China y cometido atrocidades allí durante muchos años. Los 3.800 ingleses, holandeses y australianos en ese campo no sabían eso y la primera reacción entre los nipones y sus prisioneros fue de mutua curiosidad.
Las autoridades coloniales de Java habían repartido grandes sumas de dinero (guilders holandeses y libras inglesas) a cada soldado, para evitar que cayeran en manos de los invasores. Los japoneses no les quitaron ese dinero y ya en el campo de prisioneros eso les permitía comprar víveres: carne y pescado secos, jabón, arroz, vegetales y marcas de whisky de mala calidad, ginebra y una cerveza embotellada que Aidan consideró muy aceptable. En cambio no era posible obtener medicamento alguno, excepto el “bálsamo de tigre”, un ungüento que se usaba como curalotodo.
Las tropas de elite que los habían capturado pronto fueron reemplazadas por solados menos inteligentes y más brutales. Uno de los conceptos fundamentales y más estrictos de la cultura oriental era el del “respeto” y la “pérdida del respeto”. Por ejemplo, los soldados japoneses no debían utilizar anteojos porque eso implicaba una pérdida de respeto frente a los prisioneros europeos. Esto no era un problema para los que tenían pequeños problemas de visión pero para los muy miopes era terrible, chocaban con las paredes, caían en huecos y saludaban a la voz de mando (los prisioneros se burlaban de ellos, gritando “kio tsiki” (atención) y los centinelas saludaban al vacío. Finalmente los mandos resolvieron que la pérdida de respeto era mayor y autorizaron a los miopes a usar anteojos.
El tema del respeto se manifestaba en los castigos corporales: si el comandante por cualquier razón golpeaba al teniente, este golpeaba al sargento, el sargento al soldado, el soldado al coreano y el coreano a los presos que ocupaban el escalón inferior en la escala del respeto (los coreanos eran como presos en una cárcel a cielo abierto). Los japoneses los trataban como esclavos, criaturas inferiores que actuaban como auxiliares y peones para todos los trabajos sucios. Los coreanos recuperaban respeto ejerciendo una violencia incontrolada contra los presos. La disciplina se reforzó y se terminó el comercio en la cerca.
Los prisioneros eran utilizados en la construcción de pistas y acarreo de materiales. Los japoneses ordenaron que todo el personal de vuelo llenara un cuestionario acerca del entrenamiento que había recibido. El oficial de mayor graduación se negó a hacerlo y los japoneses lo llevaron a un edificio donde lo golpearon salvajemente, después lo sacaron al patio y lo fusilaron delante de todos. Repitieron la orden de llenar los cuestionarios y “resolvimos hacerlo – dice MacCArthy – pero con modificaciones. Los tripulantes fueron animados a usar su imaginación y los médicos contribuimos con algunas sugerencias. Si los japoneses hubieran utilizado lo indicado se habrían visto envueltos en maniobras de vuelo invertido y hubieran desarrollado una epidemia de obesidad o agotamiento de haber seguido las sugerencias de dieta y ejercicios”.
Sus captores eran fanáticos de la limpieza, dedicaban mucho tiempo a bañarse y a lavar sus ropas. Admiraban los colores, las flores y las bellas artes pero también eran crueles con los animales, derribaban árboles y cualquier obra de arte que no fuera japonesa. Los capellanes intrigaban a los nipones: hombres con uniforme de oficial pero que no daban órdenes y que cuando eran interrogados acerca de sus funciones aducían que se ocupaban del bienestar espiritual de los soldados. Los japoneses comparaban eso con su Kempeitai (la policía política o policía militar y secreta) que tenía el poder de acusar a cualquiera de tener pensamientos subversivos contra el Estado.
Más adelante los prisioneros fueron trasladados al extremo nororiental de la isla, al puerto de Surabaya, en dos campos que ya estaban ocupados por prisioneros holandeses, europeos e indígenas. Uno de los campos ocupaba lo que había sido un colegio de señoritas. En el gimnasio se encontraba la enfermería donde los casos de disentería que MacCarthy atendía se multiplicaban. Los enfermos debían hacer sus deposiciones en huecos en la tierra en el exterior que después se cubrían con cal viva. Para entrar al gimnasio había que pasar por un vestíbulo en donde se encontraban los guardias. Estos tenían un monito enjaulado. Un día Aidan entró y no vio a los guardias que habían ido a almorzar, rutinariamente saludó al monito. Uno de los guardias lo vio y llamó a todos escandalizado por aquella terrible falta de respeto. A resultas de eso recibió una tremenda golpiza que lo dejó inconsciente y muy maltrecho.
Desde la llegada a Surabaya la alimentación se volvió el problema fundamental. Las raciones eran escasas y malas, por lo general arroz sucio, boniatos medio podridos, cabos de repollo y sobras similares. El arroz era servido como una especie de papilla infectada por larvas y gorgojos. Al cocinar el arroz los insectos flotaban y se los separaba para producir la “sopa de larvas” que se daba a los enfermos como un suplemento de proteínas. También cultivaban colonias de bacterias, como las usadas en la fermentación de bebidas y para hacer yogurt, en bolas de arroz que no se cocinaban. Esas bolas de arroz las manejaban los médicos para suministrar nutrición adicional a los enfermos, muchos de ellos con caquexia.
Un número importante de los prisioneros eran indonesios que habían sufrido la colonización holandesa por lo que los británicos sospechaban inicialmente que podían ser confidentes de los carceleros japoneses. Sin embargo pronto se dieron cuenta que sus sospechas eran infundadas porque los nipones trataban a los nativos con una brutalidad aún mayor, por ejemplo torturándoles y golpeándoles si les veían hablar con alguien al otro lado de la cerca. En una ocasión el cráneo del prisionero fue afeitado y le enterraron hasta el cuello en el medio del patio, expuesto sin agua ni alimento al sol, las moscas y mosquitos. Los guardias impedían que se le brindara cualquier ayuda y exigían que todos los presos pasaran junto a él docenas de veces al día. Al cabo de dos días y una noche el infortunado murió.
Las noticias son vitales para los presos – dice MacCarthy – porque ya sean malas o buenas son un vínculo con el mundo exterior importante para mantener la moral. Los receptores de radio que mantenían ocultos eran fundamentales. Algunos habían sido introducidos por los primeros presos holandeses otros habían sido traídos de afuera pieza por pieza. Los japoneses sospechaban de la existencia de tales aparatos que sintonizaban las emisoras australianas de Darwin y para descubrirlos recurrían a interrogatorios, torturas y frecuentes requisas sorpresivas. Quien era encontrado con un receptor era inmediatamente ejecutado. Esto llevó al desarrollo de escondrijos diversos, incluyendo el hueco de una pierna ortopédica que utilizaba un marinero estadounidense.
Inevitablemente algunos presos resultaban sorprendidos cuando escuchaban la radio en algún rincón apartado. En ese caso, si veían llegar a los guardias, se desnudaban y fingían estar dedicados a alguna actividad sexual ante lo cual recibían como reprimenda unas risotadas y los mandaban a sus lugares sin más averiguación. Los presos se habían dado cuenta que los japoneses y los coreanos no tenían empacho en masturbarse en público, ya fuera individualmente o a dúo, y esa tolerancia muchas veces les salvó la vida.
El castigo por cualquier mínima violación de las reglas eran siempre los golpes, especialmente en la cara y la cabeza, dolorosas palmadas con la mano abierta en el pabellón de la oreja, que provocaban la rotura del tímpano, o golpes con varas de bambú. Cuando algún guardia golpeaba a un prisionero, sus compañeros inmediatamente se le sumaban y llovían los golpes. Si el preso caía era pateado en el suelo con especial ensañamiento en la cabeza y las partes.
La convivencia se desarrollaba según una rigurosa etiqueta entre los mismos japoneses y entre todos los prisioneros hacia los japoneses y coreanos. Al encontrarse ante un guardia o un oficial, el prisionero debía hacer una reverencia al tiempo que producía una fuerte y audible inspiración como signo de respeto. Si un preso se aproximaba sin darse cuenta a un japonés o un coreano sus compañeros debían advertirle gritando las voces de mando “kio tsiki” (atención) y enseguida “keiri” (reverencia) seguido del grito final “neari” (descanso). El propio Aidan, atendiendo a un piloto en una cabaña donde reunían a los pacientes de disentería, no vio entrar a un guardia e inmediatamente fue atacado a culatazos por no haber hecho el saludo reverencial. Su intento de explicar que no le había visto porque estaba confortando a un moribundo no le salvó de una dolorosa fractura en el codo derecho.
Al otro día el irlandés fue llevado al hospital, fuera del campo, custodiado por dos guardias. En el quirófano lo hicieron tenderse en una camilla y un ayudante indonesio le ató a la misma. Como médico pensó que era una medida previa a la anestesia pero descubrió enseguida que no habría tal. El cirujano (que después descubrió que era un estudiante de tercer año) le practicó una incisión incorrecta que le causó un gran dolor y desvanecimiento. Cuando volvió en si vio que el carnicero sostenía la mitad de la cabeza de su radio con una pinza y después se fue. Un ayudante indonesio aplicó un anestésico, suturó la incisión, le puso un vendaje y le dio un cabestrillo.
Al regresar al barracón, Aidan vio como la mano y el brazo derechos se le inflamaban producto de una infección por estreptococos, la erisipela, que en condiciones normales sería benigna pero en el estado de desnutrición y debilidad que tenía podía ser mortal. Un indonesio arriesgó su vida por la noche alcanzándole un paquete con sulfamida que había comprado en el mercado negro y la infección cedió al cabo de tres días.
Un par de meses después, los prisioneros de dos o tres campos fueron apiñados en vagones de ganado y trasladados a un campo de concentración en Bandung, donde el clima era menos tórrido que en Surabaya. MacCarthy hace una descripción impactante de las enfermedades que debían enfrentar los prisioneros que eran médicos. En determinado momento los japoneses suspendieron el suministro de insulina y de este modo una veintena de diabéticos, la mayoría holandeses y entre ellos un médico amigo del autor, fueron entrando en coma y falleciendo.
Entre las enfermedades crónicas predominantes era común el beriberi o polineuritis y la neuritis retrobulbar o papillitis (que terminaba en ceguera), ambas ocasionadas por el déficit de vitaminas B. Eran comunes las úlceras tropicales y muchos conservaron de por vida las cicatrices de las mismas. La mugre, la transpiración y los vendajes inadecuados (con papel o con hojas vegetales) contribuían a la profundización de las úlceras que derivaban en osteomielitis. Otras afecciones frecuentes eran las de la piel, los intestinos, ojos y oídos. Los presos médicos lucharon incansablemente, sin medicamentos, mediante dietas y tratamientos improvisados para combatir las enfermedades, para evitar que los japoneses usaran a los prisioneros como cobayos para experimentar inyectables y para tratar a los leprosos sin que contagiaran a los demás prisioneros ni que los carceleros los descubrieran.
La malaria era corriente entre los internados y aunque la quinina se daba en árboles a poca distancia del campo, debía ser introducida de contrabando. El dengue también era muy común y atacaba por oleadas. En ambos casos los colonialistas holandeses habían desarrollado un sistema para controlar la reproducción del mosquito Aedes Aegypti. Lo conseguían mediante una regulación de las acequias que hacía que se produjeran corrientes y remolinos en el agua de los arrozales porque, como se sabe, la hembra del mosquito necesita aguas en reposo para depositar sus huevos. La guerra y la invasión japonesa liquidó el sistema y los mosquitos proliferaron. Solamente los mosquiteros eran eficaces para evitar las pestes.
MacCarthy dice que el alcoholismo es la afección que menos se esperaría encontrar en un campo de concentración. Sin embargo afirma que algunos prisioneros fabricaban alcohol recurriendo a la fermentación de cualquier tipo de vegetales (boniatos, arroz, bananas) con azúcar sin refinar o melaza, levadura, brotes de porotos y agua. Al cabo de diez días y sucesivas destilaciones se conseguía una potente graduación de 90º, se agregaba jarabe y jengibre y se mantenía las botellas enterradas por varios días hasta obtener la bebida que según el autor generaba grandes borracheras y espantosas resacas por la noche (después del “tenko” o recuento). Los japoneses probaron la bebida y les gustó tanto que acordaron hacer la vista gorda a la producción a cambio de un suministro regular. Los médicos controlaban que nadie abusara de la bebida “nuestro más poderoso anestésico – según Aidan – porque era el único medio de escapar por un tiempo de la realidad del campo”.
Camino al infierno
Después de seis meses en Bandung, los prisioneros de guerra fueron trasladados a otro campo aún peor, ubicado en unos antiguos cuarteles holandeses. Su comandante era un tal Teniente Sonne, un sádico y adicto a las drogas. Los presos fueron recibidos por Sonne en persona que les endilgó un discurso de bienvenida asegurándoles que era un campo duro y serían tratados duramente. Cualquier infracción a la disciplina por mínima que fuese sería corregida a golpes y cualquier intento de fuga sería castigado con la muerte. Sonne les aseguró que eran criminales que no merecían consideración alguna porque se habían aliado con los estadounidenses que querían destruir el glorioso Imperio. Él les mostraría cuan errados estaban y aprenderían cuan fuerte e invencible era el pueblo japonés.
El comandante requería que día por medio uno de los médicos prisioneros se presentara a las seis de la tarde para aplicarle una inyección intravenosa que él proporcionaba. Cuando eso le hacía efecto podía ser violento, afable o adormecerse pero era imposible predecir lo que iba a pasar. En una oportunidad, Sonne tubo una dolorosa uña encarnada que se había infectado y estaba muy inflamada. Llamó a un médico holandés que recomendó sacar la uña y le encomendó hacerlo. Tembloroso el médico intentó aplicarle anestesia pero Sonne se negó y durante toda la intervención gritó permanentemente “banzai” (un grito de batalla que también era un saludo al emperador). Después que todo terminó y ajustó el vendaje, el médico recibió una palmadita en cada mejilla, una botella de whisky y algunos pasteles por el servicio.
Clandestinamente los prisioneros se preparaban para los juicios que esperaban que se produjeran al terminarse la guerra. Historias clínicas de los numerosos prisioneros muertos en el campo, sus pertenencias, listas de nombres y direcciones de los presos, y nombres de los verdugos fueron colocados en latas selladas y enterrados debajo de las losas del piso en las cocinas.
A medida que la Guerra del Pacífico se desarrollaba los japoneses empezaron a enviar contingentes de prisioneros de guerra para trabajar como esclavos en su archipiélago. En abril de 1944, le tocó el turno a MacCarthy. Los prisioneros fueron llevados al puerto adonde fueron sometidos a una serie de humillantes exámenes mediante los cuales los japoneses pretendían evitar llevarse a su territorio a quienes eran portadores de enfermedades contagiosas, por ejemplo la disentería amibiana. De este modo todos eran obligados a bajarse los pantalones y se les introducía un barrote de vidrio en el ano que después se enviaba al laboratorio de patología del Hospital General de Singapur. Los que arrojaron resultados positivos se quedaron y la partida se redujo a unos mil hombres que fueron hacinados en un gran carguero repleto de bauxita. Dormían sobre el metal y mediante unas escaleras de madera podían ascender a cubierta para ir a los baños que eran unas jaulas colgadas de las bordas. Seis prisioneros por vez podían acceder y disponían de cinco minutos para defecar.
Se formó un convoy para el recorrido de más de 6.000 kilómetros entre Java y Japón. Lo formaban doce barcos de carga, cuatro grandes tanqueros y cuatro destructores de escolta. Al principio el trayecto no tuvo grandes novedades excepto las frecuentes alarmas por aviones o submarinos. Cuando eso sucedía las escotillas se cerraban y los prisioneros se cocinaban a oscuras en el calor y insoportable de la bodega. Si alguno de los hombres moría no era arrojado al mar hasta que fuera noche cerrada para cumplir con la regla de la navegación en convoy: nada que pudiera flotar debía ser arrojado a las aguas durante el día. “Parecían haberse olvidado de la huella de mierda que continuamente caía de las jaulas excusado”.
La primera escala fue Manila y la segunda Taiwan. Allí los prisioneros fueron trasladados a otro barco que transportaba una carga de azúcar. Antes había sido usado para llevar caballos y mulas hasta Filipinas y nadie había limpiado la suciedad. Las bodegas estaban llenas de ratas y las condiciones eran muy malas. Los guardias eran coreanos que se mantenían en unas plataformas en lo alto de las bodegas, al lado de las escotillas. Subían a cubierta para comer y cuando sonaban las alarmas y se cerraban las escotillas pero la mayor parte del tiempo lo pasaban reclinados en esas plataformas masturbándose mutuamente a la vista de todos los presos.
A medida que se acercaban a Japón fueron permitiendo que algunos cientos de presos se alternaran en cubierta y fueran remojados con agua de mar mediante mangueras. Los médicos comprobaron que la mayoría de los marinos mercantes nipones habían perdido interés en la guerra y no tenían esperanzas respecto al resultado final. Uno de ellos le dijo a Aidan que había sido torpedeado nueve veces por submarinos estadounidenses y que creía que la décima vez sería la última porque moriría. Al navegar por el estrecho de Formosa fueron atacados por bombarderos estadounidenses que hicieron estallar uno de los buques cisterna. Cuando el convoy hubo llegado a las islas Ryukyu [vi] no quedaba ninguno de los destructores, los cuatro habían sido hundidos.
Sobrevivir a un naufragio
“Cuando se produjo la explosión yo me encontraba en lucha a muerte con una gran rata – dice Aidan – se había enredado en un pedazo de mosquitero con el que había envuelto mis pies para evitar que me los mordisquearan”. El torpedo explotó debajo de donde se encontraba el autor y arrancó la parte frontal de la quilla. Como las máquinas seguían funcionando el barco empezó a sumergirse de proa cada vez más rápido. Las luces se apagaron y las escotillas habían saltado por el aire con la explosión. Llamó a los oficiales que estaban a su lado y se dio cuenta de que estaban muertos. Considerando mucho después lo que había pasado, atribuyó estar vivo a que él estaba sentado luchando con la rata mientras que sus compañeros estaban tendidos en el suelo; la explosión provocó una violenta sacudida de las planchas de metal que les habría fracturado el cuello [vii].
Con gran esfuerzo y contra los torrentes de agua que entraban en la bodega, Aidan consiguió salir y nadar tan rápido como pudo para alejarse del barco que seguía yéndose a pique velozmente. Se agarró de unos restos que flotaban y durante horas se mantuvo allí hasta que sintió que un australiano preguntaba ¿es usted doctor?. Nadó hacia la voz y se encontró con dos hombres, uno de ellos gravemente herido. En las horas siguientes se dedicó a nadar entre islotes de restos flotantes para hacer la más insólita de las visitas médicas vendando clavículas rotas y entablillando rudimentariamente miembros fracturados mediante pedazos de madera y cuerdas. El mar presentaba una capa de petróleo del barco cisterna también hundido y frecuentemente topaban con cadáveres de mujeres y niños japoneses que habían sido evacuados desde Filipinas y que viajaban en un barco de pasajeros que había sido torpedeado al mismo tiempo.
Para los náufragos la terrible noche se hizo corta, pronto amaneció. Vieron el periscopio de un submarino muy cerca de ellos y gritaron e hicieron señas desesperadas pensando que serían liberados. El periscopio miró en derredor y se fue. Poco después aparecieron dos hidroaviones japoneses que lanzaron cargas de profundidad en las cercanías lo que les provocó violenta descompresión y vómitos. Los australianos se encontraron con una guardia coreano que había sido especialmente sádico con los prisioneros pero que entonces estaba muy asustado y lo mataron a palos. La temperatura del agua no era fría. Solamente los heridos graves fueron subidos a los islotes de restos, los demás se mantenían agarrados en los bordes.
Alrededor del mediodía apareció un destructor japonés en la escena de la catástrofe y la veintena de náufragos, entre los que se encontraba el médico irlandés, fueron izados a bordo y concentrados en una parte de la cubierta. Un oficial intentó interrogarles pero desafortunadamente – dice Aidan – no pudieron entenderse. Mientras los interrogaban les dieron unas bolas de arroz que contenían pescado en su interior y un poco de agua. Ilusionados por haber sido rescatados por la Armada, que creían más humanitaria, se sorprendieron cuando sin mediar palabra empezaron a golpearlos y a arrojarlos por la borda. Algunos – dice Aidan – preferimos lanzarnos al agua por propia voluntad. Saltar de una nave que se movía a toda máquina era riesgoso, varios de los desdichados que estaban inconscientes al ser arrojados, incapaces de nadar, fueron succionados hacia popa y desaparecieron en un torbellino sangriento al ser destrozados por las hélices.
Ayudándose entre ellos, los que tuvieron la suerte de sobrevivir volvieron a aferrarse a los restos flotantes del naufragio a los que llegaron agotados y aterrorizados. Nuevamente las habilidades natatorias que Aidan había desarrollado en su juventud contribuyeron a salvarle. Convencidos de que los japoneses no iban a ayudarles, los náufragos deliberaron hacia donde podían dirigirse nadando con aquella especie de balsa improvisada, bien hacia la costa de China al poniente, que estimaban estaría a unos 30 kilómetros, o bien hacia alguna de las islas en sentido contrario y a una distancia similar. Este último fue el destino escogido y cada uno recogió pedazos de madera flotantes y empezó a remar penosamente en la dirección decidida. La mayoría pensaba que la posibilidad de llegar a tierra eran mínimas. También esperaban que, si lo lograban, los isleños japoneses les iban a propinar una violenta recepción.
Poco después apareció un barco de mediano sin que se dieran cuenta y les hicieron señas para que subieran a bordo. “No teníamos ya nada que perder excepto la vida”. El navío era un ballenero japonés que regresaba después de seis meses pescando en el norte y enfiló hacia el puerto de Nagasaki, en la isla más sureña de Japón, Kyushu. Cuando llegaron las autoridades militares del puerto insistieron para que la nave volviera a mar abierto y arrojara los náufragos al agua. Los tripulantes se negaron porque querían reunirse con sus familias después de su larga ausencia (“tal vez también se habían apiadado de nosotros” dice el autor).
De muy mala gana las autoridades les permitieron desembarcar. De los 82 sobrevivientes, 30 pertenecían al grupo original del campo de concentración, entre los que habían partido de Java. “Eramos un grupo muy extraño, llenos de tajos y abrasiones provocados por los clavos y el metal durante el naufragio, con la piel arrugada por la sal marina” y de color grisáceo. Algunas mujeres del lugar les dieron agua y vendas de papel antes de ser ahuyentadas por los militares. Estos les presentaron un documento bilingüe impreso que debían firmar forzosamente. Era una declaración que señalaba que la nave había sido hundida por los cobardes estadounidenses y que habían sido heroicamente rescatados por la piadosa Armada Imperial. Sin mucha convicción firmaron pero debajo incluyeron las letras U/D (Under/Duress equivalente a “Obligados por la fuerza”). Era el 25 de junio de 1944.
Trabajo esclavo en Fukuoka 14
Marcharon renguenado por las calles de Nagasaki, llevando a sus compañeros heridos en literas improvisadas, para subirse en camiones que les llevaron al lugar de reclusión. Según MacCarthy todos estaban conmovidos por el hecho increíble de haber sobrevivido y sentían, pese a sus penurias y calamitoso estado, una sensación de alivio porque pensaban que por lo menos les permitirían seguir viviendo. Ante los insultos y abucheos de la multitud, algunos australianos mostraban sus penes o hacían la V de la victoria, lo cual era muy peligroso pero Aidan afirma que todos estaban un poco locos después de tanto sufrimiento y que algunos nunca recuperaron la cordura.
Nagasaki tenía tres zonas diferenciadas como un trébol en un valle. En la hoja de la izquierda se encontraban los comercios y oficinas; el área residencial se encontraba a la derecha y el área industrial en el centro. El tallo del trébol era el puerto que se adentraba en la tierra como un fiordo. En el área industrial estaban las fábricas de armas y municiones, la siderúrgica y los astilleros. La mayoría de estos establecimientos habían sido montados por los británicos y estadounidenses en décadas anteriores a la guerra. Todo estaba rodeado por altos cerros donde se veían los cultivos de arroz en terrazas. El valle del río Urakami se iba estrechando hacia el interior [viii].
Los sobrevivientes del naufragio fueron llevados al campo Fukuoka 14. Está confirmado que 560 de los 772 prisioneros perecieron en el naufragio. Muchos del grupo de unos 200 en total que llegaron al campo perderían la vida en él como veremos más adelante. Los prisioneros estaban destinados al trabajo esclavo en los astilleros y fundamentalmente en la acería de Mitsubishi que estaba ubicada a 1.850 metros de lo que sería el punto cero de la bomba atómica que cayó el 9/8/1945. En la zona había nueve campos de prisioneros de guerra pero solo dos estaban en el área de Nagasaki. [ix]
Al ingresar al campo fueron encerrados en una pieza de unos doce metros de lado. Las facilidades para hacer sus necesidades consistían en cuatro tachos colocados en las esquinas. Se les proporcionaba una sola comida al día. Había mucha agua para beber pero ninguna posibilidad de lavarse. Permanecieron inactivos muchos días, sentados, conversando o durmiendo. Dos de los holandeses de origen indígena se suicidaron mordiéndose las arterias de la muñeca hasta desangrarse. Varios presos murieron víctimas de la neumonía y pronto solamente quedaban 65 vivos. Más adelante se enteraron que la reclusión se debía al temor paranoico que a sus captores le causaba el espionaje. Debían permanecer aislados hasta que sus nombres y datos filiatorios fueran comprobados desde Singapur y Java, porque sospechaban que los estadounidenses podían haber infiltrado agentes durante la odisea marina que habían vivido.
Más de un mes más tarde, una vez que las listas llegaron desde los campos en que habían estado, se les permitió incorporarse al campo. El estado de falta de higiene personal era tremendo y la prioridad de los presos era lavarse y lavar las ropas que los japoneses les habían dado. El alojamiento consistía en cinco habitaciones que daban a un corredor en cada una de las chozas que formaban el campo. El espacio para dormir era una especie de estantería a modo de cuchetas de tres pisos. Se les había dado un colchoneta de paja prensada, razonablemente mullida en comparación con las duras planchas metálicas de los barcos, pero debido a la desnutrición y flacura prácticamente todos desarrollaron éscaras de presión y llagas. Treinta y pico de años después, MacCarthy aseguraba “todavía tengo un hueco en mi cadera izquierda que se me infecta de vez en cuando como un recordatorio permanente de los horrores sufridos”.
También les suministraron dos cobijas de papel prensado que parecían cálidas pero eran insuficientes en tiempo frío. La ropa era rústica, se trataba de uniformes descartados por el ejército japonés y la comparación de los talles disponibles hacían que no se ajustaran a ellos. Invariablemente la ropa estaba infestada de piojos. Como calzado se les suministraba unas chancletas de goma que era lo que habitualmente usaban los soldados rasos y los civiles.
Los baños estaban en un edificio central, consistían en dos largas zanjas paralelas de unos tres metros de profundidad y unos 70 centímetros de ancho cubiertas con unas tablas con ranuras. En cuclillas se debía defecar allí. Una vez a la semana, retiraban los tablones y los presos que no estaban en condiciones de ir a trabajar a la fundición o los astilleros debían bajar a esos pozos y sacar la mierda en baldes que los campesinos esperaban afuera. Cargaban tachos en sus carros y se llevaban los efluentes como abono predilecto para los cultivos. Los gusanos que proliferaban en los pozos negros contaminaban a quienes se sumergían en ellos y complementaban a los piojos y las pulgas. El autor recordaba con nostalgia los cuidados antisépticos con que atendía a sus pacientes, los más pobres de los pobres, en los dispensarios del East End londinense.
Un día típico en el campo se desarrollaba a partir de las campanas que tañían para despertarles, a las 5. La formación era en el patio donde los presos eran contados y recontados como siempre a las 5 y 15. A las 5 y 45 el desayuno era una papilla de arroz y mijo. La bebida era agua caliente. A las 6 formación y partida hacia el lugar de trabajo donde lo hacían hasta el mediodía. Media hora para comer con pescado o vegetales en vinagre o pescado seco en polvo mezclado con agua de las cantimploras. Enseguida a trabajar hasta las 17 y 30 y vuelta al campo en formación. Después del recuento regular comenzaban los castigos. Los que habían sido denunciados, por los guardias o por los capataces civiles, por faltas tales como no haberse empeñado lo suficiente en el trabajo o haber sido sorprendido fumando en el lavatorio, eran llamados por su número. Cada uno había aprendido a reconocer la pronunciación de su número en japonés y los mencionados debían dar un paso al frente. El castigo podía consistir en bofetadas en el rostro o golpes en la cabeza y en la espalda con varas de bambú.
Después de esa jornada los prisioneros iban a un baño comunal donde cenaban con el mismo festín que en el desayuno. En raras ocasiones se daba boniatos o mandarinas (si era verano). A la cama debían ir a las 21 y entonces comenzaba el ritual nocturno del despiojamiento. La rutina se repetía invariada pero MacCarthy asegura que obtenía cierto consuelo de algo muy importante: había vivido otro día y se sentía gratificado por haber llegado a esa conclusión.
Rendirse nunca, 1944 – 1945
En el otoño de 1944, los japoneses trasladaron a todos los oficiales superiores prisioneros a un campo de concentración en Manchuria. Por esa razón, MacCarthy – cuyo grado como médico era de teniente – pasó a ser el oficial de mayor graduación en Fukuoka 14 y se transformó en el responsable de las actividades y bienestar de sus compañeros. Era una responsabilidad ardua y capaz de destrozar los nervios de cualquiera, dice el autor.
La primera tarea fue en el astillero de la Mitsubishi donde se estaba construyendo, a toda prisa, un portaaviones. A ambos lados del casco se había erigido grandes andamios de bambú y los prisioneros debían trabajar, como remachadores, en grupos de cinco. Uno calentaba el remache al rojo y lo volcaba en una bandeja que un segundo hombre llevaba corriendo a un tercero que lo extraía con pinza y lo colocaba en el hueco de la chapa de acero que era mantenida en su sitio por un cuarto para que el quinto hombre lo asegurara usando un potente martillo neumático.
Los presos efectuaban una forma de sabotaje que consistía en pasar el remache por agua antes de insertarlo en la plancha. Confiaban en que eso destemplaría el material y debilitaría el remache. Con el 75% de los remaches sometidos a ese tratamiento se regodeaban pensando como se saltarían las chapas a causa de la presión del agua. Esos sueños no se realizaron porque cuando la nave ya se encontraba en el puerto para montarle la cubierta e instalar el armamento, sufrió un ataque de bombarderos en picada estadounidenses que la hundieron [x].
En el invierno se les suministró sobretodos del ejército británico que habían sido capturados por los japoneses. Pronto descubrieron que los botones dorados eran codiciados como souvenires por los trabajadores japoneses que estaban dispuestos a intercambiarlos por arroz y cigarrillos. La escasez y baja calidad de las raciones provocó un gran incremento en la incidencia del beriberi que ya los había afectado en los campos de prisioneros en Java. [xi] Otro problema era la proliferación de la hidropesía o edema (que en realidad no es una enfermedad sino un signo clínico que acompaña a distintas enfermedades del corazón, riñones o sistema digestivo).
Quienes tenían necesidad de ir con frecuencia al baño , especialmente de noche, sufrían una tortura adicional, debían obtener primero el permiso del guardia y para ello hacer la consabida reverencia y decir “banyo-ari-ma-sen” (baño por favor). Algunos guardias de mentalidad sádica, en lugar de dar el permiso retenían al preso sin razón aparente lo que muchas veces derivaba en un desastre, que divertía al guardia y le acarreaba al desgraciado bofetadas en la cara. Al regresar del baño había que repetir el ritual de la reverencia acompañado de la palabra “arigato” (gracias).
Los carceleros japoneses eran muy ritualistas. Aunque parezca increíble, los trabajadores esclavos recibían paga por su trabajo, en yenes y centésimos. Los que no podían trabajar por encontrarse enfermos no recibían la remuneración y tampoco comida por lo que sus compañeros debían arreglárselas para alimentarlos. Los oficiales recibían 30 centésimos por día, los suboficiales 20 y los soldados 10. Se llevaba el cómputo diariamente y, al final de la semana, solemnemente se entregaba el dinero a los presos. Al mismo tiempo se recibía la ración semanal de cigarrillos, diez por persona, y se procedía a cobrar esa entrega cuyo monto correspondía, exactamente, a lo que se había abonado por el trabajo. De este modo, repetían la pantomima todos los fines de semana, entregaban el dinero con una mano y lo recibían inmediatamente intacto con la otra.
Los cigarrillos se transformaron en la moneda del campo. Los únicos gananciosos eran los no fumadores que podían intercambiarlos por comida extra proveniente de los grandes fumadores para quienes la adicción a la nicotina se sobreponía a cualquier otra cosa. Para mi sorpresa – decía el médico – vi hombres medio muertos de hambre que vendían parte de su ración, ya de por si reducida, a cambio de cigarrillos. Nada podía hacer para detener este comercio, aunque hablé y discutí tanto con los proveedores como con los ansiosos consumidores. Aún me persigue la imagen de uno de estos hombres que había vendido toda su ración y nos volvía la espalda para no vernos comer mientras fumaba sus muy costosos cigarrillos.
La recepción de correspondencia era un desastre. Las cartas demoraban años en llegar. Durante su estadía en Java, el autor no recibió nada y la primera carta, ya en Japón, le llegó a mediados de 1944. Cuando llegaba una saca de correspondencia sucedía que el 60% de los destinatarios había muerto y un 10% no se encontraba en Fukuoka. Para el restante 30% la llegada de cartas era un impacto demoledor. Aún la noticia más extemporánea proveniente de los hogares provocaba una gran conmoción emocional en los destinatarios. Habían soportado más de dos años y medio de cautiverio, la moral estaba por los suelos. Se sentían debilitados y cada día era una batalla para sobrevivir que se emprendía cada vez con menos energía. Muchos ni siquiera proferían palabra desde que se levantaban hasta que se acostaban. Algunos habían perdido la voluntad de vivir. La depresión era profunda y generalizada porque afectaba también a los que no habían recibido correspondencia. Por esa razón, los responsables de cada nacionalidad se reunieron (MacCarthy en nombre de los británicos) y tomaron una decisión unánime y terrible: no recibirían más correspondencia; cuando llegara un envío lo quemarían enseguida y en secreto sin ver el contenido. Así lo hicieron con dos sacas que llegaron en 1944 y 1945 pero los demás presos no se enteraron.
Los prisioneros podían enviar postales a sus familias cuatro veces al año. Lo hacían llenando las tarjetas con textos convencionales: “estoy bien” o “no estoy bien”, “espero que Uds, estén bien”, etc. En el primer envío que hicieron desde Fukuoka, entre los británicos había doce irlandeses (incluyendo a Aidan) que mandaron sus postales a Dublín, Cork y otras localidades de la República de Irlanda. Al otro día fueron llevados ante el comandante del campo quien, intérprete mediante, les endilgó un discursete diciéndoles que eran muy malas personas porque siendo irlandeses se habían unido a los ingleses para hacer la guerra al pueblo japonés que solamente se defendía del brutal ataque de los Estados Unidos y sus aliados. Les anunció que debían ser castigados por eso y en el acto fueron apaleados duramente por el propio comandante del campo.
Su postal familiar resultó venturosa para MacCarthy. En forma casual fue leída por Radio Tokio como propaganda acerca del buen trato que recibían los prisioneros. La emisión fue escuchada en Vancouver y comunicada al Ministerio del Aire en Londres que se puso en contacto con su familia en Irlanda. MacCarthy hacía dos años había sido calificado como “desaparecido”, unos meses después lo dieron por “desaparecido probablemente muerto” y finalmente se proclamó que había “muerto”. En consecuencia había sido eliminado de la nómina de la RAF y su paga había sido automáticamente suspendida. “No hay como la anticipación” dice irónicamente el autor.
Entre tanto, en Nagasaki, después de cuatro meses en los astilleros, el equipo de Aidan fue transferido a una fábrica cercana donde se fundían y pulían hélices de bronce para los barcos. El trabajo no era duro y aunque muy monótono y polvoriento. Tenía la ventaja de ser un ambiente cálido en el invierno debido a los hornos y a grandes braseros con carbón. También era habitual que los trabajadores japoneses comieran en su lugar de trabajo lo que hizo que muchas veces convidaran a los prisioneros con comida o con una taza de te.
Nos intrigaba especialmente – dice MacCarthy – las ideas y venidas hacia una parte de la fábrica cuyo acceso estaba restringido. Finalmente, a resultas de una confusión, pudieron ver lo que estaba sucediendo. En esa sección no se llevaba a cabo producción bélica sino metalurgia para uso doméstico y civil: se fabricaban cubiertos (cuchillos, tenedores, cucharas), calderas y ollas, aberturas de hierro, escaleras y otros items hogareños. Un guardia coreano confirmó que los dueños de la fábrica ya habían aceptado la inevitable derrota del Imperio nipón y se estaban preparando para obtener ganancias en el mercado de la posguerra.
Aunque no tenían acceso a noticias, salvo por algún trozo de papel de diario abandonado, los prisioneros de Fukuoka empezaron a percibir otros signos de que la contienda se acercaba. Vieron a los jóvenes kamikaze (pilotos suicidas)[xii] con su atuendo, que visitaron el campo y fueron tratados por el comandante y los suyos como si fueran dioses. Un intérprete les explicó que preparándose para su último vuelo eran paseados por todos lados para recibir el homenaje de la gente. Por otra parte las magras raciones estaban disminuyendo y llegaron a saber que el arroz era transportado desde Corea utilizando submarinos lo que les permitió darse cuenta que los japoneses habían perdido el dominio de los mares y del aire.
Abril-agosto de 1945: cada vez peor
En abril de 1945, mientras la guerra se iba extinguiendo en Europa, los prisioneros de Fukuoka fueron asignados a un nuevo trabajo. Esta vez se trataba de minas de carbón, abiertas en la ladera de las montañas en los alrededores de Nagasaki. Era un trabajo muy penoso, descendiendo por túneles empinados para sacar el carbón que, en esas minas, era de muy mala calidad. Como los guardias no bajaban a las galerías para ver el trabajo, los presos se habían organizado de modo que los más debilitados o enfermos, podían descansar mientras que los demás trabajaban para cumplir con la cuota requerida por los capataces.
Entonces sobrevino un grave inconveniente. Los japoneses prometieron a los presos indonesios un incremento en las raciones si aumentaban la producción. A pesar de las advertencias de los demás prisioneros, los indonesios entraron en el juego y empezaron a trabajar como desaforados. Como era previsible, después que se produjo un notable aumento de la cantidad de carbón, los japoneses redujeron las raciones a las cantidades anteriores e impusieron para todos cuotas enormes.
Los presos aumentaron la producción pero empezaron a llenar la cuota incluyendo la roca desprendida no carbonífera. Llenaban las vagonetas con todo lo que encontraban, pizarra, mugre, rocas y algo de carbón. Sin embargo, aunque la calidad del producto descendió abruptamente, los japoneses parecían considerar que era aceptable. Los derrumbes en las galerías eran frecuentes y si quedaban trabajadores atrapados no se permitía hacer nada para liberarlos. Entre los británicos había ex mineros del carbón y advertían a sus compañeros acerca de las situaciones de peligro lo que permitió evitar las peores consecuencias.
El trabajo médico de MacCarthy continuaba. No disponía de medicamentos elementales como aspirina y antisépticos. Lo único con lo que contaba era con vendajes de mala calidad, mercuriocromo (un desinfectante tópico común hace muchas décadas que parecía una anilina roja y ahora prohibido en la mayoría de los países debido al mercurio tóxico que contiene) y, por alguna razón desconocida, cantidades de alfileres imperdibles. Sacar una muela o un diente en mal estado era una hazaña dolorosa para el paciente y difícil para el médico, con una pinza robada y sin anestesia.
El médico relata el tratamiento de dos casos de enfisema pulmonar. En primer lugar practicó la incisión, con una hoja de afeitar, en el lugar exacto donde estaba el abceso procurando no perforar el pulmón; después colocó una aguja de drenaje a través de un tubo hueco (ambas piezas construidas a escondidas en la fábrica). Todo había sido esterilizado sumergiéndolo en una solución de permanganato de potasio (que se usaba para procesos de metalurgia). También contaba con una jeringa casera para succionar. Después de frecuentes curaciones y de reposición de los dispositivos, al cabo de tres semanas los abcesos remitieron y ambos pacientes sobrevivieron el cautiverio.
Las incursiones de bombardeo de los estadounidenses se hacían cada vez más frecuentes. Habían percibido que Iwo Jima había caído y se presumía un combate en Okinawa, de modo que los B-29 estaban disponiendo de pistas cada vez más cercanas al archipiélago nipón. Los prisioneros de Fukuoka 14 tenían gran temor de morir por los bombardeos y recibieron con agrado la autorización para cavar sus propios refugios antiaéreos. Aunque esto representaba un trabajo agotador después de la jornada en las minas nadie se opuso. Eran una especie de trinchera techada, de un metro y medio de profundidad, un metro de ancho y cubierta con una plancha de hormigón; los huecos de acceso se abrían cada dos metros. Cuando sonaban las sirenas anunciando bombardeos nocturnos había que correr a los refugios y como eso pasaba seguido se hizo más frecuente dormir toda la noche en los mismos aunque la ventilación era deficiente. Después de todo lo que habíamos pasado – dice Aidan – estábamos decididos a sobrevivir.
Empezaron a llegar paquetes enviados por la Cruz Roja Internacional y en el campo se recibieron tubos de una espesa crema de afeitar, de origen estadounidense (Barbasol) [xiii], que según parece contenía ácido salicílico. Vista la penuria de medicamentos esa crema era considerada como un don del cielo y la empleaban en el tratamiento de ulceraciones y llagas que después cubrían con trapos o papel atado con un cordel. Con la llegada de la crema los japoneses les obligaron a afeitarse completamente el rostro y el cráneo, por medio de cuchillos bien afilados o con pedazos de acero, presumiblemente porque temían que, sucios y llenos de piojos, pudieran contagiar enfermedades.
Los carritos en que los prisioneros transportaban las raciones eran arrastrados dos veces por semana hasta los depósitos de comestibles en la ciudad. Esto suscitaba la atención de los habitantes que se detenían para ver pasar aquellos enflaquecidos espantajos blancuzcos, con sus llagas y vendajes. Creo – dice MacCarthy – que para ellos debía ser una especie de consuelo, dado que si nosotros éramos el enemigo, ellos no estaban tan mal. Cuando se llegaba a los almacenes, los presos debían sentarse en el suelo mientras los guardias aprovechaban para ir hasta un burdel adyacente.
Esos burdeles se habían establecido para uso de los soldados separados de las novias y esposas residentes en otras regiones del país. Las mujeres que les atendían eran, en su enorme mayoría, coreanas. [xiv] Además, los japoneses también expiaban sus propios pecados colonialistas, la invasión y anexión de Corea, desde 1910, había conllevado no solamente una terrible explotación de ese pueblo sino que, durante la guerra, la mayoría de las prostitutas, los proxenetas, los ladrones y el crimen organizado, en Japón, era manejado por coreanos.
A nivel popular, todos los japoneses aptos para trabajar lo hacían, incluidas las mujeres y los niños desde los 13 años de edad. Las mujeres trabajaban en los arrozales, conducían los tranvías, barrían las calles, cocinaban en las cantinas y hacían todo el trabajo secretarial y de oficina. Esas trabajadoras no usaban faldas o kimonos sino unos pantalones bolsudos. Desde la perspectiva de los prisioneros, quienes llevaban la mejor parte eran los soldados que además de las tareas de vigilancia no parecían hacer nada más: raciones completas de comida y sake más sexo organizado eran su rutina diaria.
Otra forma de salir del campo ocasionalmente, mucho más tétrica, era el traslado de los cadáveres de los prisioneros muertos hasta el crematorio de Nagasaki. La cremación era obligatoria en Japón desde hacía mucho tiempo para preservar los terrenos disponibles para la agricultura y la edificación. Cuando un prisionero fallecía, obligaban a desnudarlo rápidamente y antes de que el rigor mortis lo impidiera lo introducían en un barril, lo tapaban y debían llevarlo en un carrito hasta el crematorio. Las cenizas se depositaban en una pequeña urna, donde constaba el nombre, el grado y el número que el preso tenía en Fukuoka 14, y se la llevaba de vuelta al campo. Cada dos semanas se recolectaban las urnas en todos los campos y se depositaban en la cripta de la catedral católica de Nagasaki.
MacCarthy y sus compañeros habían convencido a las autoridades del campo de que debían visitar periódicamente la catedral para honrar a sus muertos (como si fuese un rito de Shinto). Muchos presos, católicos o no (Aidan lo era, como irlandés y creyente que se había educado en colegios religiosos) concurrían y rezaban en la catedral que además servía como depósito de municiones que una mujeres clasificaban. Los sacerdotes católicos (dos de ellos italianos) tenían prohibido hablar con los prisioneros y la guardia armada los golpeaba si se acercaban.
El recorrido hasta la catedral les daba una visión de la vida cotidiana del Japón durante la guerra. Era desoladora y pesimista. Muchas casas modestas habían sido demolidas para abrir cortafuegos y muchas tomas de agua y lineas de energía eléctrica habían sido instaladas en forma inestable sobre postes colocados al azar. Nagasaki no había sufrido grandes bombardeos pero los prisioneros veían pasar, con mayor frecuencia y a plena luz del día, grandes formaciones de B-29, las Superfortalezas volantes, integradas por 100 a 300 aparatos, que llevaban unas 10 toneladas de bombas cada uno. No veían intentos de intercepción por cazas japoneses ni disparos de artillería antiaérea pese a que los bombarderos volaban lentamente a una altura de 2.500 o 3.000 metros.
En mayo de 1945 se enteraron que la Alemania nazi se había rendido y los japoneses expresaban claramente sus sentimientos al respecto: su desprecio por lo alemanes parecía superar el odio que sentían por los estadounidenses que siempre habían personificado en el general Douglas Mac Arthur. Mi apellido – dice MacCarthy – les sonaba muy parecido o igual a Mac Arthur y en los últimos tiempos de mi cautiverio fui golpeado o abofeteado cada vez que lo decía.
Bajo la bomba atómica
A fines de julio y principios de agosto obligaron a los prisioneros a cavar en el campo una fosa de dos metros de profundidad en un cuadrado de 6 metros de lado. Mientras cavaban unos civiles carpinteros empezaron a erigir una estructura de madera alargada de un metro y medio de altura, en el borde del pozo. Nos dimos cuenta – dice Aiden – que estábamos cavando nuestra tumba porque desde esa plataforma nos dispararían. Anonadados por la sensación de cavar su propia sepultura llegó el 6 de agosto de 1945.
Ese mismo día un bombardero solitario había arrojado la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Más o menos a la misma hora unos cincuenta B-29 descargaron bombas sobre Nagasaki. Fue el primer bombardeo masivo. Al mismo tiempo los bombarderos en picada atacaron el puerto y los astilleros. Allí fue hundido el portaaviones en construcción en el que los prisioneros de Fukuoka habían estado trabajando. La ciudad sufrió grandes daños, especialmente la zona industrial cercana al puerto. El Fukuoka 14 no recibió impactos directos aunque la fábrica lindera resultó dañada.
Al otro día, el trabajo en las minas de carbón fue suspendido y se les encomendó ayudar en levantar los escombros que dejó el bombardeo. Durante dos días trabajaron sin parar en eso que los prisioneros consideraban mucho mejor que cavar su tumba. Al amanecer del 9 de agosto el cielo se presentaba despejado, excepto por algunas nubes hacia el norte. A eso de las 10 y 45 durante una pausa de diez minutos fueron hasta el campo para tomar agua. Muy altos en el cielo vieron ocho estelas de vapor que indicaban la presencia de dos bombarderos cuatrimotores B-29, los “B-nee-ju-ku” como los llamaban los japoneses. Ya habían sido vistos en la mañana temprano volando hacia el norte pero repentinamente los vieron virar y dirigirse hacia la ciudad. Esa maniobra bastó para que todos los presos corrieran a meterse en los refugios antiaéreos que ellos habían hecho.
A cubierto, acostados en los refugios, rezábamos para que las bombas no cayeran sobre nosotros – dice MacCarthy – mientras que un par de compañeros no se molestó en buscar refugio. Se mantuvieron agachados detrás de las cabañas del campo viendo como las estelas de vapor se dirigían hacia allí. Uno de ellos gritó que los aviones habían lanzado tres paracaídas. Después se produjo un relámpago azul acompañado por un destello muy intenso, como de magnesio, que dejó ciegos a los que lo miraron. Después una explosión terriblemente potente seguida de una oleada de aire caliente que muchos prisioneros sintieron penetrando por las entradas de los refugios, muchas de las cuales no se cerraban debido a la mala ventilación.
Las explosiones que sentimos parecían haber sido dos – dice MacCarthy – lo que intrigó a los expertos cuando nos interrogaron. Una explicación posible es que la segunda podría haber sido un eco gigantesco devuelto por los cerros que rodeaban la ciudad. Después se produjo un silencio absoluto. Cuando salieron y miraron en derredor se dieron cuenta que el Fukuoka 14 había desaparecido (el campo se encontraba a unos 1.850 metros del punto cero). Como la mayoría de las construcciones eran de madera solo quedaban restos carbonizados y cenizas en el suelo. Había cadáveres por todos lados, la mayoría terriblemente mutilados por el derrumbe de muros, chapas y pedazos de metal. Había incendios en todas direcciones, fuertes explosiones y cables eléctricos que chisporroteaban. Las cañerías de gas habían explotado. Las personas que se mantenían en pie corrían en círculos con las manos en los ojos cegados o conteniendo las tiras de piel y jirones de carne desgarrados de sus rostros y brazos. El cuarto de guardia, que era de ladrillos, se había derrumbado y todos estaban muertos, desnudos y desparramados en torno a la estufa apagada.
Cuando miraron hacia el fondo del valle, cuya vista antes la tapaban los edificios, todo lo que se veía era una especie de bosque escuálido de hierros retorcidos y chapas descoloridas. Las cañerías de agua habían reventado y en muchos lugares se elevaban chorros en el aire. Algunas vigas de hierro torcidas rodeaban lo que parecían canchas de tenis que no eran otra cosa que el piso de las fábricas que habían volado. Lo más terrorífico era la falta de sol, a diferencia del brillante día de agosto de unos minutos antes, la oscuridad parecía un anochecer. Genuinamente pensamos – dice Aidan – que este era el fin del mundo [xv].
Lo peor todavía estaba por verse. Cuando salieron de los refugios lo que procuraron era alejarse lo más rápido posible corriendo hacia el mar. Por el camino se encontraron con una multitud que corría en sentido contrario. Todo el mundo buscaba un puente intacto para cruzar el río Urakami pues estaban en la orilla sur y para ir a las colinas debían pasar al norte. Todos los puentes habían desaparecido y Aidan se lanzó al agua y nadó. En la orilla opuesta el barro negro y pegajoso hizo muy difícil llegar a tierra. Por el camino se encontraba una multitud interminable de personas quemadas, sangrantes, con sus cuerpos hechos jirones, que se tambaleaban y muchos caían para no levantarse. Otros todavía estaban atrapados entre los escombros. Algunos habían enloquecido. Todo estaba invadido por un terror ciego y la macabra penumbra estaba iluminada por el fuego de los incendios y acompañada por los gritos y los llantos de los heridos. Esto resultaba aún más sobrecogedor debido al silencio espeluznante. Miles de personas se arrastraban por el terreno devastado buscando refugio [xvi].
Cuando llegaron a los cerros, fuera de la ciudad arrasada, los pobladores se alegraron al descubrir que MacCarthy era médico. La mayor parte de los sobrevivientes presentaban quemaduras de dos tipos, ya fuera las producidas por la radiación o por el fuego. El irlandés se concentró en entablillar miembros fracturados. Ese mismo día las autoridades empezaron a establecer puestos de primeros auxilios en cavernas en las montañas. Pronto empezaron a afluir los heridos llevados en camillas improvisadas a esas especie de hospitales de campaña. Entre tanto empezó a llover, lo que contribuyó a extinguir incendios. Era la famosa lluvia negra que atemorizaba a todos.
Los prisioneros que habían permanecido en la superficie perecieron carbonizados. Los que habían mirado la explosión sin protección habían quedado ciegos. Algunos heridos por golpes o que no presentaban lesiones fallecieron a los cinco días sin que se pudiera hacer algo por ellos a consecuencia de que los rayos gamma habían dañado la médula ósea produciéndoles una anemia mortal. Había casos de quemaduras en que el vidrio fundido había penetrado profundamente en el cuerpo.
En la mañana del 12 de agosto fueron rodeados por los Kempeitai (de la policía militar y secreta) que estaban de peor humor que de costumbre y los llevaron al centro del valle para ayudar en las cremaciones masivas que se estaban llevando a cabo allí. Pedazos de mujeres y niños eran dispuestos sobre pilas de leña para su cremación. El hedor de la carne quemada era abrumador y se impregnaba en los cuerpos y las ropas de los prisioneros.
En la zona cero y hasta 900 metros de ese punto las cremaciones no eran necesarias: la bomba se había encargado de volatilizar los cuerpos. En una zona más distante, donde estaba el edificio administrativo del imperio Mitsubishi, este había colapsado y más de 500 jóvenes que trabajaban allí fueron lanzadas a lo lejos por la onda expansiva, los cadáveres estaban esparcidos en una área hasta los 300 metros. La mayoría de esas mujeres parecían estar dormidas, no presentaban heridas o quemaduras y conservaban sus ropas. La onda explosiva las había matado por concusión. Vieron que las personas que se encontraban a la intemperie habían perdido la cabellera pero no las cejas o las pestañas. Quienes llevaban consigo objetos de metal, como cigarreras por ejemplo, habían sufrido muy severas quemaduras [xvii].
Los prisioneros trabajaron en la cremación durante un día y medio. Durante la noche los recluían en una de las cavernas de la montaña. Finalmente los llevaron a un nuevo campo ubicado a diez kilómetros de distancia tierra adentro. Allí podían hacer cualquier cosa, no tenían que trabajar, pero la comida era sumamente escasa. Los nuevos guardias eran casi amistosos. Luego aparecieron dos de los antiguos del Fukuoka 14, uno de ellos el comandante que también había sobrevivido y su intérprete, ambos muy cambiados. Las reverencias y saludos ya no se practicaban.
En la mañana del 15 de agosto, cuando se despertaron, comprobaron que los guardias habían desaparecido pero a eso de las 11 y 45 regresaron vestidos con sus mejores uniformes y se formaron frente a la comandancia. Pusieron un receptor de radio sobre una mesa y al mediodía empezó a propalarse música marcial seguida de la voz del emperador Hirohito. Todos hicieron una profunda reverencia hacia el aparato (después los presos se enterarían de que era la primera vez que los japoneses escuchaban la voz del monarca). Terminada una breve alocución se repitió la música marcial y los guardias se retiraron a paso redoblado por las puertas del campo mientras el comandante regresaba a su despacho.
MacCarthy citó a los representantes de todas las nacionalidades y acordaron concurrir de inmediato a entrevistarse con el comandante. Los atendió el intérprete que se apresuró a congraciarse con los prisioneros y a manifestarles lo mucho que había hecho para ayudarles. Cuando le interrogaron sobre la ceremonia, les explicó que el emperador había anunciado la rendición incondicional e inmediata del Japón y había pedido que todo el mundo mantuviese la calma. Al entrar en la comandancia vieron que el oficial se escapaba por una ventana. Le dieron un plazo breve al intérprete para que trajera de vuelta al comandante y convocaron una asamblea. Todos estaban en estado de shock, algunos reían, cantaban, rezaban, se abrazaban, pero pronto se aplicaron a temas prácticos como conseguir comida.
Liberación y retorno a casa
Si bien la rendición incondicional del Japón se produjo el 15 de agosto de 1945, las fuerzas de ocupación, encabezadas por Mac Arthur que actuaría como un Virrey, se produjo recién más de dos semanas después. Durante ese lapso el Alto Mando del imperio derrotado destruyó y ocultó muchas pruebas de sus crímenes y procuró prepararse para la ocupación estadounidense. Para los prisioneros de guerra fue un periodo de alivio pero también de tremenda incertidumbre.
En el nuevo campo, ahora bajo su control y dotados del armamento que los guardias habían abandonado, los presos se organizaron. El comandante, que había vuelto, era un hombre muy asustado y lo recluyeron en una celda por su seguridad porque algunos presos querían colgarlo sin más trámite. Al segundo día de su libertad, se despertaron con el sonido de los B-29 que esta vez arrojaban paracaidistas (eran Nisei, descendientes de inmigrantes japoneses nacidos en los EUA que hablaban el idioma), una especie de avanzada muy reducida equipada con radiotrasmisores [xviii]. También arrojaron víveres, medicamentos, ropas y volantes donde advertían a los japoneses que quien fuera encontrado apropiándose de una sola lata de lo lanzado sería fusilado en el acto.
Los medicamentos enviados me resultaban desconocidos – dice MacCarthy – porque cuando yo caí prisionero las sulfonamidas (entonces Prontosil Alfa y Prontosil Rubra) eran empleadas como mágica medicina curalotodo y ahora disponía de la nueva Penicilina, varios desinfectantes, en polvo y líquidos y paquetes de vendajes esterilizados. El médico irlandés relata que pronto pudo comprobar las bondades del nuevo antibiótico porque la hija del jefe de policía de la localidad próxima al campamento había desarrollado una neumonía doble y se encontraba en peligro de muerte. Después de inyectarle la penicilina y de pasar toda la noche controlándola, comprobó que le fiebre había bajado y comenzó la recuperación de la paciente. Continuó visitándola diariamente y cada vez que llegaba a la casa y se sacaba los zapatos para entrar ambos padres se arrodillaban a besarle los pies sin que el médico pudiera impedirlo. La penicilina también resultó útil para combatir casos de gonorrea que los liberados habían adquirido con prostitutas locales.
Los paquetes de víveres incluían carne de cerdo enlatada, leche en polvo, café, barras de chocolate, azúcar, salchichas australianas en lata, tocino y unas galletas de marina durísimas que los liberados no podían digerir. Los envíos aéreos si bien fueron muy agradecidos planteaban problemas debido a que no habían sido dietéticamente planeados. Para los aparatos digestivos tan castigados por la hambruna y por una dieta magra, los envíos contenían demasiados carbohidratos y grasas de origen animal y en algunos casos las comilonas compulsivas provocaron muertes que Aidan no pudo evitar.
Las ropas contenidas en los envíos fueron muy apreciadas (camisas, pantalones, calcetines, zapatos y ropa interior). También se incluían jabones perfumados, máquinas de afeitar, cepillos de dientes y pasta y los muy apreciados desodorantes porque, a pesar de las duchas y baños intensos, los liberados no conseguían deshacerse del particular hedor propio del campo de concentración. Tal vez era una percepción imaginaria nuestra – dice MacCarthy – porque muchos años después ese hedor, que mi esposa y familiares no percibían, me provocó vómitos durante una visita que hicimos a Dachau. En general pasaron unos días en completa tranquilidad, alimentados, sin piojos ni pulgas, a la sombra de los paracaídas usados como toldos.
El 19 de agosto un grupo de prisioneros de guerra chinos llegaron muy agitados al campamento y describieron los horrores que habían sufrido como esclavos. Habían capturado y muerto a cuatro de sus guardianes y finalmente MacCarthy fue hasta el campo de los chinos para comprobar lo que había sucedido. Se encontró que en el centro del campo – donde los prisioneros habían estado muy abarrotados y en pésimas condiciones – había cuatro cadáveres arrodillados e irreconocibles. Sus cabezas eran una masa sanguinolenta y las moscas y otros insectos los rodeaban. El jefe de los prisioneros chinos explicó lo que había sucedido: “cada uno de nosotros les dio un puñetazo en la cabeza”. ¿Cuántos son ustedes? – preguntó Aidan – 750 fue la respuesta. Habían deliberado acerca de como debían proceder y aplicaron ese castigo para que ninguno de sus compañeros pudiera ser acusado individualmente de las muertes (Fuenteovejuna, todos a una).
Semanas después llegaron a los campos de prisioneros de guerra equipos médicos que llevaron a cabo un triaje. Los muy enfermos fueron evacuados inmediatamente por via aérea desde un aeródromo militar cercano; aquellos que necesitaban un tratamiento prolongado pero con cierto grado de urgencia fueron trasladados a un barco hospital y un tercer grupo fue destinado a ser evacuado por las vías comunes de la administración militar. Estas dos últimas categorías enfrentaban un riesgo adicional porque el puerto de Nagasaki había sido fuertemente minado y no había mapas que determinaran donde se encontraban los explosivos. Esto dilató la llegada de naves con suministros y tropas de ocupación y también la evacuación de los prisioneros de guerra liberados.
El problema se resolvió apelando a voluntarios del personal naval estadounidense a quien se ofrecía una recompensa de cien dólares para embarcarse en pontones de desembarco vacíos, munidos de chaleco salvavidas, para navegar por un recorrido predeterminado con el fin de despejar un canal de acceso. Cuando el pontón chocaba con una mina y la hacía estallar, el tripulante se lanzaba al agua y volvía a repetir el procedimiento. Hubo muy pocas bajas por ese método.
Finalmente, en setiembre de 1945, llegó la hora de la evacuación. Entonces, además de bañarlos con distintos productos y rociarlos con DDT, MacCarthy y sus compañeros fueron sometidos a un cuidadoso examen con contadores Geiger introducidos en todos sus orificios para ver si presentaban radiación. Como todo el mundo – dice MacCarthy – yo había estado muy preocupado por la radiación. Aunque me sentía muy bien me aterrorizaba pensar que los primeros síntomas pudieran aparecer en cualquier momento. La idea de padecer la muerte espantosa que tantas veces había visto en Nagasaki era intolerable. El alivio fue muy grande cuando le comunicaron que no presentaba signos de haber sido afectado por las radiaciones atómicas.
El médico irlandés incluyó en su libro algunas estadísticas relativas a los prisioneros de guerra en Japón. De 235.000 europeos internados en campos de concentración, el 4 % murió en cautiverio. En tanto, en el caso de los 50.000 orientales la mortalidad ascendió a un tremendo 27%.[xix]
El retorno representó un largo periplo, pasando por Okinawa, Manila, Hawai, San Francisco, atravesando por Canadá hasta el Atlántico y partiendo de Nueva York en el Queen Mary, para llegar finalmente a Inglaterra por Southampton. A fines de noviembre el autor llegó a Dublín y se reunió con su familia. La historia de ese viaje y las incidencias de la desmovilización aporta una percepción interesante de los problemas que enfrentaron los ex-prisioneros de guerra.
A principios de 1946, MacCarthy fue a la base de la RAF en Cosford para iniciar su rehabilitación. Su salud había mejorado pero pudo darse cuenta que sus colegas psiquiatras – que habían intervenido en la rehabilitación de prisioneros de los alemanes – no estaban preparados para resolver los problemas de quienes sufrieron el cautiverio en el Lejano Oriente. Ese mismo año, MacCarthy fue distinguido como Oficial de la Orden del Imperio Británico (OBE) y en 1948 promovido a Jefe de Escuadrón Aéreo, equivalente al grado de Mayor. En 1969 fue designado Jefe del Departamento Médico Central de la RAF en Londres y además practicó la medicina en el sur de Inglaterra.
A los milagros de supervivencia que acumuló en su larga trayectoria sumó uno más. Le habían dicho que en virtud de la radiación recibida en Nagasaki no podría engendrar descendencia. Sin embargo, lo logró con su esposa Kathleen con la que tuvo dos hijas, Adrienne y Nikki que actualmente son la cuarta generación de la familia que regentea un bar en Cork, Irlanda. Nikki viajó a Japón para entrevistar al subteniente del campo Fukuoka que le regaló el sable samurai a su padre por haberle salvado la vida. Encontró al anciano y hay un filme documental Doctor’s Sword (2015) que documenta ese viaje. Aidan había fallecido en su casa a los 82 años de edad, el 11 de octubre de 1995.
[i]Sobre los episodios que vivió y relata MacCarthy hay pocos testimonios y aún en aquellos casos en que se encuentran sucede que el enfoque de este autor es único, no solamente por tratarse de un médico profundamente comprometido con su profesión sino porque muchas veces contrapone sus recuerdos a la historia oficial o alude a hechos olvidados u ocultados. Esto es especialmente notable en sus peripecias en Asia, desde Java a Japón, sobre los crímenes que presenció, incluyendo uno de los pocos testimonios jamás referidos por un prisionero de guerra de la explosión de la bomba atómica sobre Nagasaki y sus secuelas. De este modo, el libro de MacCarthy no solamente es una proeza de supervivencia sino que muestra facetas menospreciadas u ocultadas de las burradas de los altos mandos francés y británico en 1939, la suerte del colonialismo en Asia, la brutalidad de los japoneses y la forma en que la Segunda Guerra Mundial trastornó a la humanidad y le costó la vida a decenas de millones de personas.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 1007 (Síganos en Twitter y facebook)
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REFERENCIAS
[ii]MacCarthy, Aidan (1979) A Doctor’s War. Magnum Books, Londres.
[iii]El Coconut Grove era un famoso cabaret londinense ubicado en Regent Street, una concurrida arteria del West End que separa el Soho de Mayfair.
[iv]Precisamente en esas instalaciones de la RAF en Honington, se bautizó el Centro Médico Dr. Aidan MacCarthy en homenaje al autor. El encargado de la ceremonia fue el Príncipe Harry, en 2017, cuando todavía no se había apartado de la Casa Real británica.
[v]Esto les dio una ventaja a los Zero japoneses, de por si muy maniobrables, pero los ingleses descubrieron que los aparatos nipones eran vulnerables al estrés dinámico de modo que si se los inducía a una picada prolongada las alas se desprendían.
[vi]Las Ryukyu constituyen un archipiélago de pequeñas islas, al sur del Japón, que se extienden entre las de este país y Taiwán formando un arco en medio del cual se encuentra la isla de Okinawa, donde estadounidenses y japoneses combatieron entre principios de abril y mediados de junio de 1945.
[vii]El incomoparable testimonio de MacCarthy es detallado y riguroso pero existe un texto que completa y verifica la información brindada por nuestro autor. Es el informe de militares titulado Report of Draft sent from Java to Japan and information regarding the Tamahoko Maru (que así se llamaba el barco torpedeado nombre que posiblemente MacCarthy ignoraba). El original de este informe producido, el 24/6/1944, por dos ingléses (John Hickley y Philip Cranefield), un holandés (Van Oortmensen) y un australiano (Lance Gibson) puede consultarse en http://www.mansell.com/pow_resources/camplists/fukuoka/fuk-14-nagasaki/tamahoku_maru.html . Sus detalles afinan los de MacCarthy en cuanto a fechas exactas y número de prisioneros. El total del los embarcados en Yakarta el 19 de mayo de 1944 fueron 41 oficiales y 737 soldados (197 ingleses, 42 estadounidenses, 281 holandeses y 258 australianos). Entre los oficiales de estado mayor se incluían 30 médicos y 60 enfermeros. Todos a bordo del Kiska Maru (de 3.500 toneladas). El 3 de junio partió el convoy (once navíos). El destructor que iba a la cabeza fue torpedeado el 6 o 7 de junio. El 18 de junio fueron trasladados al Tamahoko Maru, una nave más grande (6.700 toneladas) que llevaba una carga de azúcar y arroz. A los prisioneros se sumaron 500 soldados japoneses enviados de regreso. El 24 de junio a medianoche el convoy fue atacado por un submarino. Lo que sucedió según el informe de los militares coincide en términos generales con lo relatado más vívidamente por MacCarthy pero su tenor es benévolo y complaciente hacia los japoneses, incluso cuando se refieren al tratamiento recibido en el campo Fukuoka 14. Los resultados llevan a creerle a MacCarthy y no a sus colegas que según parece querían congraciarse con los oficiales japoneses a quienes originalmente estaba destinado el relato (Capitán Takata) del naufragio y el rescate.
[viii]Nagasaki había sufrido cinco bombardeos relativamente leves desde la llegada de MacCarthy y los suyos. Un conjunto de 136 aparatos había arrojado un total de 270 toneladas de bombas explosivas, 53 toneladas de incendiarias y 20 toneladas de bombas de fragmentación. De todos los bombardeos el más efectivo fue el último que se produjo el 1º de agosto de 1945 con algunas bombas que acertaron en los muelles del puerto al sur de la ciudad, algunas en la fábrica Mitsubishi de armamento y seis bombas que cayeron sobre la Escuela de Medicina y el Hospital. Aunque los daños no fueron importantes, preocuparon a las autoridades que procedieron a evacuar a parte de la población, especialmente a escolares, hacia zonas rurales. El día en que se arrojó la bomba de plutonio, el 9 de agosto de 1945, la población estimada de Nagasaki era de 263.000 personas (240.000 pobladores japoneses, 10.000 pobladores coreanos, 2.500 trabajadores coreanos forzados, 9.000 soldados japoneses, 600 trabajadores forzados chinos y 400 prisioneros de guerra entre los que se encontraba el autor).
[ix]Los prisioneros del Fukuoka 14 estaban asignados a las industrias pesadas de Mitsubishi. Al final de la guerra quedaban 195 en ese campo: 152 holandeses, 24 australianos y 19 británicos. 113 habían muerto durante su estadía en el campo, 8 de ellos murieron a resultas de la bomba atómica.
[x]El sabotaje por los trabajadores esclavos en las industrias bélicas se hacía siempre jugándose la vida. Asi lo hacían también los cautivos de los nazis en las fábricas de Dora Mittelbau y Mauthausen: se turnaban para orinar en los giróscopos de las bombas V2 lo que solía causar el comportamiento errático de los misiles.
[xi]El beriberi es causado por la deficiencia de vitamina B-1 o tiamina. Entre los prisioneros de guerra en manos de los japoneses se manifestaban las dos variantes de la enfermedad: beriberi húmedo y beriberi seco. El primero afecta al corazón y el sistema circulatorio (en casos extremos produce fallo cardíaco). El beriberi seco afecta el sistema nervioso y produce pérdida de fuerza muscular y en caso extremo parálisis y la muerte si no es tratado.
[xii]Los Kamikaze eran aviadores militares, integrantes de las Unidades Especiales de Ataque, que llevaron a cabo ataques suicidas en las etapas finales de la Campaña del Pacífico, en un intento para destruir los barcos Aliados en una forma más efectiva que mediante ataques convencionales. Unos 3.800 pilotos kamikaze murieron durante la guerra y causaron más de 7.000 bajas a los Aliados. La quinta parte de los ataques dieron resultado. Los ataques comenzaron en octubre de 1944 cuando el Japón estaba perdiendo pilotos más rápido que los que podía entrenar y la capacidad industrial estaba decayendo. El último ataque kamikaze se produjo el 15 de agosto de 1945 simultáneamente con el anuncio de la rendición incondicional trasmitido por Hirohito. En la mentalidad militarista de los japoneses, la idea de la muerte, en lugar de la vergüenza de la derrota y la captura, estaba apoyada en una versión del Bushido, un código que presentaba a la guerra como purificadora y la muerte como el supremo deber.
[xiii]Barbasol era una crema creada en los EUA, en 1919, muy popular durante la Segunda Guerra Mundial. Sigue existiendo y es muy usada mundialmente hoy en día aunque con características diferentes a las que ayudaron a MacCarthy a tratar a sus compañeros.
[xiv]Como se sabe ahora, se trataba de las desdichadas “mujeres de consuelo o de entretenimiento”, coreanas que habían sido secuestradas o engañadas y llevadas por miles a prostíbulos del Ejército Imperial japonés diseminados por toda Asia. Durante décadas las víctimas han reclamado ser reparadas por el crimen y todavía es fuente de litigio con el actual gobierno japonés. Ver https://es.wikipedia.org/wiki/Mujeres_de_consuelo
[xv]Estos párrafos reproducen el testimonio de Aidan MacCarthy sobre la segunda explosión atómica en tiempos de guerra, la segunda de una bomba de plutonio (la primera había sido el ensayo en Nuevo México) y existen pocos testimonios de otros prisioneros de guerra sobrevivientes.
– Por ejemplo el de otro británico, que no estaba con MacCarthy. Se trata de Geoffrey Sherring y traduciremos lo sustancial de su testimonio a continuación. En la mañana de la explosión – afirmó Sherring – los guardias del Fukuoka 14 se dispusieron a llevar a los presos a trabajar al astillero pero no encontraron a ninguno de los trabajadores japoneses. Todos los civiles habían faltado lo que llamó la atención tanto a los guardias como a los prisioneros de guerra. Sherring dice que la población civil podía haberse enterado de lo que había sucedido en Hiroshima tres días antes. Después de un corto debate, los guardias llevaron a los prisioneros de vuelta al campo y los pusieron a hacer tareas diversas. A Sherring y a un australiano llamado Bernard O’Keefe los pusieron a sacar el agua que se había depositado dentro de un refugio antiaéreo de hormigón. Completado el trabajo ambos decidieron quedarse un rato allí dentro descansando. Sherring se preparaba para encender un cigarrillo usando un pedazo de lente de aumento cuando, para su sorpresa, un muy brillante y poderoso relámpago sobrevino desde el lado opuesto al que estaban y eclipsó al sol con un color totalmente distinto (era un azul mayormente ultravioleta como el de la soldadura). Se encontraron envueltos en una polvareda asfixiante y humo. Después vieron caer grandes gotas de lluvia que eran en realidad pedazos de barro. La vista de la ciudad arrasada desafiaba su comprensión. Sherring dice que estos hechos duraron como un minuto. Después se pusieron a trabajar sin parar hasta la noche. De ahí en adelante – dice – no se sintió más como un prisionero sino que estaba cooperando con los japoneses. Ayudaron con la recolección y cremación de sus muertos y con el cuidado de piezas de maquinarias. Nadie sabía que era lo que había pasado y los efectos ionizantes de la radiación eran desconocidos en aquel entonces. Sherring permaneció cuatro días en lo que había quedado de Nagasaki. Luego los llevaron a un sitio más apartado en las colinas y finalmente él partió solo, el 8 de setiembre, en busca de las fuerzas estadounidenses de ocupación. Un amigo estadounidense de Sherring señala que estuvo por más de un mes expuesto a las radiaciones pero que estaba muy agradecido por la decisión de Truman de lanzar las bombas. En 1998 Sherring murió víctima de cánceres por todo su cuerpo, a los 77 años de edad. Era el legado de Nagasaki.
[xvi]A las 3 y 45 de la madrugada del 9 de agosto de 1945, el B-29 llamado Bockscar había despegado de Tinian llevando a Fat Boy (el Gordo) como habían llamado a la bomba de plutonio de 5 toneladas con forma de huevo. Después de despegar, el armero bajó y quitó dos conectores verdes y los sustituyó por dos rojos: la bomba estaba armada. Seis horas después de volar por cielos tormentosos, el bombardero llegó al punto de reunión con otros dos B-29 (uno, con cámaras e instrumentos para medir el poderío de la bomba y otro con cámaras fotográficas). El de las cámaras nunca llegó y los dos B-29 volaron hacia Kokura, una ciudad de 178.000 habitantes (la mitad que Hiroshima) que se consideraba la sede del mayor arsenal del Japón. La tripulación del Bockscar había recibido la orden de arrojar la bomba con visión directa del blanco y no por medio del radar porque este solía generar “errores” o desplazamiento de dos o tres kilómetros y esa falta de precisión podía disminuir o anular el efecto destructivo. Cuando llegaron a Kokura, a las 10 y 45, se encontraron el blanco cubierto por niebla y humo. Con el correr de los años se desarrollaron tres hipótesis respecto al cambio de destino que entonces sufrió la misión. Una es que el tiempo había cambiado. Otra es que el humo provenía de los bombardeos incendiarios del día anterior en la ciudad vecina de Yawata. La tercera hipótesis que parece la más acertada es que cuando los japoneses vieron el B-29 meteorológico a primera hora de la mañana, los técnicos de la gran central eléctrica de Kokura liberaron una gran nube de vapor y humo, intencionalmente, para protegerse. Después de otros 45 minutos sin que la visibiliadad mejorara, la tripulación decidió dirigirse al blanco alternativo: Nagasaki.
Un alto jefe militar dijo que no había sido capaz de darse cuenta cuando y porqué se había incluido a Nagasaki en la lista de blancos potenciales. Allí se fabricaban motores y torpedos y había un puerto importante pero los estrategas estadounidenses sabían que también había un campo de prisioneros de guerra que hacía desaconsejable el ataque. Por otra parte, la topografía de Nagasaki, dispersa en valles entre dos montañas no era favorable para un efecto altamente destructivo como podía darse en ciudades cuyas áreas urbanas e industriales se encontraban en un terreno relativamente llano, como Hiroshima y Kokura.
Cuando los B-29 volaron sobre Nagasaki también había nubes. Además la tripulación estaba inquieta por el poco combustible que les quedaba. El bombardero buscaba un hueco para visualizar el blanco que era la fábrica Mitsubishi de armas y su acería que abarcaban unos novecientos metros de largo por unos 400 de ancho, en la boca del valle, a lo largo del río. En determinado momento gritó que tenía el blanco a la vista y el control del avión quedó en sus manos, 45 segundos después soltó al Gordo y viró para alejarse acelerando al máximo.
La bomba estalló dos minutos antes del mediodía a 500 metros de altura, que se consideraba óptima para producir la mayor destrucción de las casas de madera en las que habitaba la población. Hubo una filmación en colores de la explosión tomada por el otro B-29 que muestra que las nubes se apartaron impulsadas por la onda de choque y la bola nuclear rosada y naranja, elevándose y volviéndose blanca producía el hongo nuclear.
Los expertos que analizaron la acción notaron que el error que se produjo fue similar al que se habría registrado si se hubiera usado el radar: el punto cero terminó ubicado a casi dos kilómetros del blanco, lo suficiente para destruir la fábrica y acería Mitsubishi y para alcanzar una fábrica de torpedos más al norte. Sin embargo, este doble resultado bélico fue casual dado que la bomba explotó sobre una zona preponderantemente civil. En 1946 se determinó que en un radio de un kilómetro se encontraba la prisión, el hospital, el colegio médico, seis colegios y escuelas, la catedral católica de Urakami, el hospital universitario, la clínica antituberculosa y otros establecimientos similares. Cuarenta mil personas murieron en el acto y otras tantas resultaron heridas. Después de Hiroshima la bomba ya no era un secreto y los estadounidenses habían preparado volantes para informar a los habitantes de Nagasaki acerca de la posibilidad de ser blanco de la bomba pero fallas de coordinación hicieron que los volantes llegaran tarde y fueron arrojados sobre las ruinas el 10 de agosto de 1945. Ese mismo día, el Presidente de los EUA, Harry Truman, emitió su primera orden afirmativa relativa a la bomba atómica. No se producirían más lanzamientos sin su autorización expresa. Truman nunca había ordenado lanzar las bombas atómicas – como creía Sherring, el prisionero cuyo testimonio citamos – pero, en cambio, emitió una orden para detener su utilización.
[xvii] Naturalmente hay testimonios de numerosos ciudadanos japoneses sobrevivientes que corroboran los relatos de MacCarthy. En una fracción de segundo la explosión de la bomba había liberado rayos gamma, neutrones y rayos X que alcanzaron los cuerpos humanos y destruyeron sus células: el 92% de las personas que se encontraban en un radio de 600 metros del punto cero murieron en el acto. Los demás, fueron llamados Hibakusha (persona bombardeada) y sufrieron daños por radiación, por calor y por concusión debida a la onda de choque. Las quemaduras arrancaron piel y tejidos; la radiación provocó náuseas, vómitos, hemorragias y pérdida del cabello; la concusión fractura de huesos y abrasiones. Senji Yamaguchi, un sobreviviente de Nagasaki, dijo a la BBC . “era tanto el dolor que sentía cuando me curaban, cuando extraían las gasas una a una, que muchas veces quedaba al borde de la inconsciencia”.
Con el tiempo algunas de las víctimas desarrollaron cataratas y tumores malignos. Los casos de leucemia aumentaron enormemente en los cinco años posteriores. Para 1955 muchos sobrevivientes habían desarrollado cáncer de tiroides, de seno y de pulmón en número muy superior al corriente.
Los Hibakusha sufrieron un gran daño psicológico debido a las terribles escenas que habían presenciado, al sufrimiento y a la pérdida de sus seres queridos, amigos y vecinos. El miedo y la incertidumbre acerca del desarrollo posterior de enfermedades debidas a la radiación era permanente. Algunos vivieron el resto de sus vidas internados en un hospital. Muchos sufrieron rechazo por su aspecto físico o porque se pensaba que sus afecciones eran contagiosas. Otros se sentían culpables por no haber salvado a los suyos.
[xviii] Nisei, en japonés significa “segunda generación”. 17.600 estadounidenses de origen japonés terminaron formando parte del ejército, combatieron en la Guerra del Pacífico y participaron en la ocupación del Japón, tal como los vio MacCarthy. Durante la primavera y el verano de 1942, los militares estadounidenses habían reunido a 110.000 japoneses nacionalizados en el país y sus descendientes que vivían en la Costa Oeste y los internaron en diez campos de concentración, en sitios apartados y en condiciones infrahumanas. Pasada la histeria inicial, cuando el Comando de Defensa se dio cuenta que la posibilidad de una invasión no existía, aplicó un procedimiento para comprobar la “lealtad” de jóvenes Nisei y los incorporaron a las fuerzas armadas. Durante décadas los estadounidenses de origen japonés reclamaron por las pérdidas y daños que habían sufrido durante su internación forzosa. Recién en 1988, el gobierno accedió a emitir una disculpa y a efectuar unos pagos a los aproximadamente 60.000 sobrevivientes de los campos de concentración que todavía vivían.
[xix]El Imperio nipón, que nunca suscribió el Segundo Convenio de Ginebra de 1929, no trató a los prisioneros de guerra según las normas internacionales (incluyendo los Convenios de La haya de 1897 y 1907). Más aún, según una directiva del 5 de agosto de 1937, expresamente ratificada por el emperador Hirohito, las normas de La Haya no se aplicarían a los prisioneros de guerra chinos, estadounidenses, australianos, británicos, canadienses, hindúes, holandeses, neozelandeses y filipinos. Por eso los prisioneros estuvieron expuestos a asesinatos, golpizas, castigos sumarios, tratamiento brutal, trabajos forzados, experimentación médica, raciones de hambre y falta de atención médica. Se trató de una política deliberada como la seguida por los nazis respecto a los prisioneros de guerra soviéticos, a los judíos, los gitanos y otras minorías.
De acuerdo con el Tribunal de Tokio para Crímenes de Guerra en el Lejano Oriente, la mortalidad de prisioneros occidentales (estadounidenses, británicos, franceses, belgas, etc.) fue del 27,1%, siete veces la mortalidad de esos prisioneros en los campos alemanes e italianos. Después de la guerra se supo que hubo una orden del Alto Mando japonés de liquidar a los prisioneros de guerra remanentes, que fue lo que se preparaban a efectuar en Fukuoka haciéndoles cavar su tumba. Después de la rendición de Japón fueron liberados 37.583 prisioneros del Reino Unido, la Comunidad Británica y sus Dominios, 28.500 holandeses y 14.473 estadounidenses.
Al terminar la guerra los japoneses destruyeron todos la documentación relativa a los campos de prisioneros y los gobiernos posteriores han sido negligentes en la conservación o resguardo de los hechos registrados durante los conflictos.
Como lo muestra el relato del Dr. MacCarthy, mientras que numerosos prisioneros fueron trasladados al Japón, no menos de 11.000 perdieron trágicamente la vida cuando los aviones y submarinos aliados atacaron los barcos en los que eran transportados. Los nipones habían adoptado una perversa disposición: frecuentemente sus barcos de carga eran pintados de blanco con una gran cruz roja mientras que los transportes de personal no eran identificados de esa forma.
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