El tan temido Apocalipsis descripto en el Nuevo Testamento bíblico presuntamente por el apóstol Juan y profetizado por las religiones de génesis judeo-cristiana, que narra el fin del mundo o de esta sociedad contaminada por la inequidades, ha alimentando, desde tiempos inmemoriales, el cine de industria, con diversos y aleccionadores énfasis en la filosofía, en la alegoría, en la aventura y hasta en la fantasía.
En buena medida, este insumo temático ha nutrido la materia prima del cine catástrofe, que -por supuesto- tiene otras vertientes bastantes más terrenales o que alimentan la vasta producción de títulos de ciencia-ficción.
Por supuesto, este popular género ha transitado por otros andariveles, como las invasiones extraterrestres perpetradas por alienígenas o –más contemporáneamente- los experimentos genéticos y hasta el desarrollo de la inteligencia artificial. Obviamente, no faltaron los terremotos, los maremotos, los huracanes y otros desastres naturales paridos por la irresponsabilidad humana y por la construcción de modelos de desarrollo no sustentable, que agreden y devastan el medio ambiente.
En tal sentido, el cine de industria ha sido pródigo en la producción de trabajos de bajo costo y de otros de presupuesto millonario, cuyo único propósito es alimentar la taquilla.
A medida que la tecnología fue evolucionando desde los efectos especiales hasta la digitalización de la imagen, la producción de cine catástrofe se ha tornado visualmente más impactante, aunque se extraña el inteligente aporte de los artesanos que otrora sorprendieron a las audiencias con sus estrafalarios arsenales de efectos especiales.
Los que ya pasamos la sexta década de vida aun recordamos y recreamos, con singular respeto y admiración, obras de la calidad visual y el vuelo filosófico de “2001 odisea del espacio” (1968), del maestro Stanley Kubrick, y de “Solaris” (1971), del talentoso cineasta ruso Andréi Tarkovsky, sin obviar, naturalmente, valiosos títulos bastante más recientes como “High Life” (2018), el impactante drama de la realizadora Caire Denis, y hasta la tan desmesurada como espectacular “Interestellar” (2014), del creativo autor Christopher Nolan.
En tal sentido, el realizador Ronald Emmerich, que emergió definitivamente en el firmamento cinematográfico universal con “Día de la Independencia” (1996), abrevando de “La guerra de los mundos”, el memorable clásico del novelista británico H.G.Welles, encara en esta oportunidad con “Moonfall”, un nuevo proyecto artístico hecho a la medida de su impronta y del paladar de los cinéfilos amantes de las emociones fuertes.
En ese contexto, el exitoso autor de “El día después” (2004), “El día de la independencia: contraataque” (2016), “2012” (2009) y “Stargate” (1994), reincide en su obsesión por sacudir a las plateas del planeta y en volver a engrosar su cuenta bancaria.
En ese marco, logró obtener una astronómica financiación de 146 millones de dólares para encarar su nuevo emprendimiento, con la íntima convicción que este sería un resonante suceso de taquilla.
Su esfuerzo, que a priori parecía una utopía, obtuvo los frutos deseados, pese a la devastadora crisis económico que azota a la mega industria cinematográfica, fuertemente golpeada por los demoledores efectos de la pandemia.
Aunque pueda parecer contradictorio, la fórmula infalible fue elaborar una propuesta cuyo tema central es el miedo, en una coyuntura histórica de temor generalizado e histeria colectiva por los estragos provocados por el letal Coronavirus.
El resultado es, como se podía aguardar, un producto de esmerada calidad técnica pero de escaso vuelo creativo, al estilo de la olvidable “Armageddon” (1998), de Michael Bay. La película es, obviamente, ideal para ser masivamente digerida sin más pretensiones que el alucinógeno efecto de un analgésico o un mero ansiolítico.
En tal sentido, el tema central de un largometraje que excede las dos horas de duración, es la bastante absurda hipótesis que la Luna se salga de su órbita original y provoque consecuencias catastróficas en nuestro hábitat natural: La Tierra.
La propia inverosimilitud del planteo toma naturalmente de sorpresa a los científicos de la NASA y de la academia, quienes no dan crédito al advenimiento del cataclismo hasta que comienzan a percibir sus primeras consecuencias.
El descubrimiento de que un desastre de proporciones está en curso, está a cargo del cuasi cantinflesco científico aficionado K.C, encarado por el actor británico John Bradley, cuyas iniciales advertencias son ignoradas por su falta de credibilidad.
Con la premura del caso, la NASA, cuya referente es Jo Fowler (la estupenda Halle Berry), contrata a Brin Harper (Patrick Wilson), un experto ex astronauta caído en desgracia.
En medio de un escenario de devastación y pánico, con explosiones, lluvias de fuego, terremotos y maremotos, los tres deberán abordar una nave que los deposite en la Luna, donde pondrán en marcha un proyecto para lograr que nuestro satélite natural recupere su órbita original.
Obviamente, el trabajo tiene fecha de vencimiento, porque el epílogo de nuestro planeta se avecina y los militares del Pentágono se proponen utilizar su arsenal atómico contra la amenaza, lo cual es naturalmente una idea descabellada por el efecto contaminante que esa “solución” conllevaría.
La propuesta incorpora a la inteligencia artificial como un recurso explicativo bastante pseudo-científico, en un enroque que no resulta ciertamente muy creíble y sólo contribuye a confundir al espectador, incluso a aquel más atento.
Igualmente, Emmerich, director y guionista, alimenta la anécdota cinematográfica con conflictos familiares, encuentros y desencuentros y algún acto de heroísmo bien barato y pro yanki, logrando componer una drama de muy liviana digestión.
Más allá de dos o tres actuaciones destacables, como la de la siempre estupenda Halle Berry, la veta humorística de John Bradley y de un breve cameo del longevo actor canadiense Donald Shutherland, el resto del reparto actoral luce chato e inexpresivo, lo cual contrasta claramente con el sesgo estremecedor del relato.
Naturalmente, lo que más impacta de esta aventura de cienciaficción es su formulación visual y hasta su trabajo de montaje, que se apoya naturalmente en la tecnología digital y en otros artilugios propios del cine de industria del tercer milenio.
Por debajo de ese envoltorio meramente cosmético no subyace nada más que la mera intención de entretener a la masa gregaria, sin mayores apuntes reflexivos que sostengan la hipótesis de un desastre global.
La única excepción es la bastante explícita alusión a la misión Apolo XI, que logró el primer alunizaje en 1969, transformándose en un hito de la ciencia, en el contexto de un mundo estremecido por la Guerra Fría, las confrontaciones bélicas convencionales, las revoluciones libertarias, las dictaduras genocidas y las conflictos sociales, sin omitir las utopías inconclusas fraguadas en el inflamado corazón de una generación apasionada.
“Moonfall”, que está ambientado en 2011, es un nuevo exponente de cienciaficción que no propone nada novedoso y reitera los ya desgastados estereotipos de un género cada vez mas devaluado por subproductos que apuestan únicamente al impacto visual, sin ningún aditamento sustantivo que convoque a reflexionar.
En tal sentido, Ronald Hemmerich ratifica su reconocido oficio y vocación para fabricar fantasías finamente envueltas en papel de regalo, sin otro propósito que recaudar, engrosar su ya cuantiosa cuenta bancaria y satisfacer las demandas del mercado y de la industria cinematográfica, que es una de las más lucrativas del planeta.
FICHA TÉCNICA
Moonfall. Estados Unidos-Reino Unido- China 2022. Dirección: Roland Emmerich. Guión: Spenser Cohen, Ronald Emmerich y Harald Kloser. Fotografía: Robby Baumgarter. Música: Harald Kloser y Thomas Wanker. Edición: Ryan Stevens Harris y Adam Wolfe. Reparto: Halle Berry, Patrick Wilson, John Bradley, Charlie Plummer, Donald Sutherland, Stephen Bogaert, Eme Ikwuakor, Michael Peña, Wenwen Yu, Carolina Bartczak, Maxim Roy y Hazel Nugent.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico de cine
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