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LA MEMORIA SEPULTADA ENTRE LAS RUINAS
Una reseña de “Sobre la historia natural de la destrucción” de Max Sebald.

Conocido como W.G. Sebald o, como él prefería ser llamado, Max Sebald, fue un escritor alemán, nacido en mayo de 1944 en Wertach, Baviera, y fallecido en Inglaterra en diciembre del 2001. Es característico el aspecto multiforme de sus obras, en las que medita sobre la historia, la tragedia humana, la memoria y la escritura, a través de hilos narrativos fuertemente impregnados de autobiografía y libros de viaje, acompañados de fotografías, cuadros y esquemas. Sufrió un infarto mientras conducía y chocó de frente contra un camión por lo que murió instantáneamente a los 57 años (2001).

Ha sido reconocido como uno de los autores más influyentes de fines del siglo XX y es considerado entre los más grandes de Europa. Se ha dicho que más que un nuevo tipo de novelista, era un nuevo tipo de historiador, precisamente porque en sus novelas utilizó lo que definió como “ficción documental”. Esto es realmente lo que resulta extraordinariamente vigente desde el punto de vista de las nuevas formas de pensar la historia, no solamente con los métodos de la disciplina académica sino con las contribuciones de los testimonios la literatura, de la antropología y del estudio de la cultura.

Desde los veinte y pocos años de edad, Sebald se radicó en Inglaterra y aunque nunca se sintió a gusto en Alemania, debido a la historia reciente, tampoco interrumpió sus vínculos con su tierra natal y escribió en alemán. Varias de sus novelas se tradujeron al español pero la obra clave para abordar el tratamiento del olvido, la memoria ocluida, es Sobre la historia natural de la destrucción, un ensayo de 1999 que recoge un par de conferencias sobre la guerra aérea y la destrucción de las ciudades alemanas, como forma de explorar la historia olvidada u ocultada de Alemania. Este es el texto que reseñaremos hoy [i].

Horrores ocultados

Es difícil hacerse una idea medianamente adecuada de las dimensiones que alcanzó la destrucción de las ciudades alemanas en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial – dice Sebald – y

Fernando Britos V.

más difícil aún reflexionar sobre los horrores que acompañaron a esa devastación.

Los Aliados, especialmente ingleses y estadounidenses, investigaron y encuestaron sobre el terreno el efecto que produjeron sus bombardeos masivos. El Strategic Bombing Survey y otras fuentes oficiales indican que sólo la Royal Air Force arrojó un millón de toneladas de bombas sobre Alemania y que de las 131 ciudades atacadas, algunas una sola vez otras repetidas veces, varias quedaron totalmente arrasadas. Unos 600.000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea, tres millones y medio de viviendas fueron destruidas y en mayo de 1945 había siete millones y medio de personas sin hogar. Los encuestadores determinaron que a cada habitante de Colonia le correspondieron más de 31 metros cúbicos de escombros y más de 42 a cada habitante de Dresde.

Sin embargo – observa Sebald – aquella aniquilación sin precedentes en la historia, pasó a los anales de la nueva nación que se reconstruía sólo en forma de vagas generalizaciones y parece haber dejado únicamente un rastro de dolor soterrado en la conciencia colectiva. La aniquilación quedó excluida en gran parte de la experiencia retrospectiva de los afectados y no ha desempeñado nunca un papel digno de mención en los debates. Tampoco dio como resultado cifras oficialmente establecidas.

A pesar de la energía casi increíble con que, después de cada bombardeo, se trataba de restablecer condiciones aceptables, en ciudades como Pforzheim que en un solo ataque nocturno, el 23 de febrero de 1945, perdió casi un tercio de sus 60.000 habitantes, todavía después de 1950 había cruces de madera sobre los montones de escombros y sin duda, como cuenta Janet Flanner (citada por Sebald), los espantosos olores se despertaron en los sótanos. Los olores de los sótanos de Varsovia bombardeada por la Luftwaffe se habían extendido ahora a las ciudades alemanas.

Este horror parecía no haber penetrado en la conciencia de los sobrevivientes. A finales de 1945, Alfred Döblin observaba en el suroeste de Alemania, que la gente se movía por las calles entre las ruinas como si no hubiera pasado nada y la ciudad hubiera sido siempre así.

El reverso de esa apatía – dice Sebald – era el indiscutible heroísmo con que se emprendieron sin demora los trabajos de desescombro y reorganización. “Así pues, la destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva, sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción”.

El secreto y el milagro

Robert Thomas Pell en una conversación que mantuvo en abril de 1945 con los directivos de IG-Farben en Frankfurt, dejó constancia de su asombro por la extraña mezcla de autocompasión, autojustificación rastrera, sentimiento de inocencia ofendida y despecho, en las manifestaciones de la voluntad de los alemanes de reconstruir su país “mayor y más poderoso de lo que nunca fue”.

La reconstrucción alemana, ya legendaria y en cierto sentido realmente digna de admiración después de la devastación causada por el enemigo, impidió de antemano todo recuerdo; mediante la productividad exigida y la creación de una nueva realidad sin historia, orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y la obligó a callar sobre lo que había sucedido. Los testimonios alemanes son escasos y dispersos. Los pocos relatos en alemán procedían de antiguos exiliados o de otros marginales.

En la literatura de posguerra, la vieja guardia de los emigrantes interiores se ocupaba sobre todo de darse una nueva apariencia, evocaba la herencia humanista occidental con abstracciones interminablemente prolijas. La generación más joven de los escritores que acababan de regresar estaba tan concentrada en el relato de sus propias vivencias bélicas que siempre derivaba hacia lo sensiblero y lacrimógeno y parecía no tener ojos para los horrores de la guerra visibles por todas partes.

La muy mentada ‘literatura de las ruinas’, que se había fijado en forma programática un sentido insobornable de la realidad, se ocupaba según el propio Heinrich Böll [ii] principalmente de “lo que encontramos al volver a casa”. Bien mirada, esta literatura resultaba ya sintonizada con la amnesia individual y colectiva, probablemente influida por una autocensura preconsciente para ocultar un mundo del que ya era imposible hacerse una idea. Los aspectos más sombríos del acto final de una destrucción, vividos por la inmensa mayoría de la población alemana, siguieron siendo un secreto familiar vergonzoso.

Sebald recuerda que de todas las obras literarias surgidas a fines de los cuarenta, la novela El ángel callaba, de Heinrich Böll es la única que da una idea aproximada del espanto pero, como era demasiado para los lectores de la época se publicó recién en 1992, ¡¡casi cincuenta años después!!

Hans Magnus Enzensberger [iii] – citado por Sebald – señala que no es posible comprender “la misteriosa energía de los alemanes … si no se comprende que han hecho de sus defectos virtud. La inconsciencia fue la condición de su éxito”.

“Entre los requisitos del milagro económico alemán no sólo figuran las enormes inversiones del Plan Marshall, el comienzo de la Guerra Fría y el desguace de instalaciones industriales anticuadas, realizado con brutal eficiencia por las escuadrillas de bombarderos, también formaron parte de él la indiscutida ética del trabajo aprendida en la sociedad totalitaria, la capacidad de improvisación logística de una economía acosada por todas partes, la experiencia en la movilización de la llamada mano de obra extranjera y la pérdida, en definitiva sólo lamentada por unos pocos, de la pesada carga histórica que entre 1942 y 1945, fue pasto de las llamas junto con los seculares edificios de viviendas y comerciales de Nuremberg y Colonia, de Frankfurt, Aquisgrán, Brunswick y Würzburg. En la génesis del milagro económico , éstos fueron factores hasta cierto punto identificables. El catalizador, sin embargo, fue una dimensión puramente inmaterial: la corriente hasta hoy no agotada de energía psíquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado, un secreto que unió entre si a los alemanes en los años posteriores a la guerra y los sigue uniendo más de lo que cualquier objetivo positivo, por ejemplo la puesta en práctica de la democracia, pudo unirlos nunca.”

Guerra aérea: la destrucción por la destrucción

Los planes para una guerra de bombardeo ilimitado de la población civil que desarrollaron sectores de la Royal Air Force desde 1940, se pusieron en práctica desde febrero de 1942. Su justificación estratégica o moral nunca fue objeto de un debate público en Alemania en las décadas posteriores a 1945. Sebald dice que un pueblo que había asesinado y maltratado hasta la muerte a millones de seres humanos en los campos, no podía pedir cuentas a las potencias vencedoras acerca de la lógica político-militar que dictó la destrucción de las ciudades alemanas.

Tampoco puede excluirse que no pocos de los afectados por los ataques aéreos – como señala Hans Erich Nossack [iv] en su relato sobre la destrucción de Hamburgo – “vieran los gigantescos incendios, a pesar de su cólera impotentemente obstinada contra tan evidente locura, como un castigo merecido o incluso como un acto de revancha (…). Prescindiendo de los comunicados de la prensa nacionalsocialista y de la emisora del Reich, en los que se hablaba siempre al mismo tenor de sádicos ataques terroristas y bárbaros gangsters aéreos, al parecer muy raras veces formuló alguien una queja por la larga campaña de destrucción llevada a cabo por los Aliados”.

La reacción de los alemanes ante esta estrategia de aniquilación de la población civil fue mayormente pasiva pero en cambio, en Gran Bretaña,fue objeto, desde un principio, de duros enfrentamientos. Inclusive los mandos militares estaban divididos acerca de esa nueva forma de hacer la guerra. Esa ambivalencia en la evaluación de la destrucción se manifestó más aún después de mayo de 1945. “En la medida en que empezaron a aparecer en Inglaterra reportajes y fotografías de los efectos de los bombardeos de saturación , creció la repugnancia por lo que, por decirlo así sin pensar , se había ocasionado”. Max Hastings [v] dijo que en aras de la paz, la parte que le correspondió al bombardeo en la guerra fue una que muchos políticos y civiles británicos preferirían olvidar.

El origen de la estrategia del llamado area bombing y también bombardeo en alfombra, se basó en la posición marginal en que se encontraba Gran Bretaña, en 1941. Alemania estaba en el apogeo de su poder y los británicos, después de Dunqerque, no tenían oportunidad real de intervenir en el curso de las acciones. En aquellos momentos Winston Churchill escribió a Lord Beaverbrook diciéndole que había una sola vía para enfrentar a Hitler y esta era mediante ataques absolutamente devastadores y exterminadores mediante bombarderos pesados.

Los requisitos previos para una operación de ese tipo debían ser creados: la base de producción, los aeródromos, la formación de tripulaciones de bombardeo, los explosivos eficaces y los nuevos sistemas de navegación. En febrero de 1942, el gobierno británico se propuso “destruir la moral de la población civil del enemigo y, en particular de los trabajadores industriales”. Esa directriz – afirma Sebald – no surgió, como se afirma una y otra vez, del deseo de acabar rápidamente la guerra mediante la utilización masiva de bombarderos; en resumidas cuentas, era más bien la única posibilidad de intervenir en la guerra.

Algunas características influyeron en el desarrollo de esta estrategia despiadada que también fracasó en sus objetivos declarados. En efecto, las críticas que se le hicieron después no solamente tenía que ver con las enormes pérdidas propias (más del 60% de los tripulantes de bombarderos murió) sino con la obstinación por arrasar ciudades en lugar de efectuar ataques de mayor precisión sobre objetivos cuya destrucción habría paralizado la máquina bélica alemana (fábricas de rodamientos, depósitos de combustible, nudos de comunicación, etc.).

Es verdad que en aquella época, las fábricas e instalaciones de la producción bélica no estaban como hoy en día en las afueras de las ciudades o lejos de ellas sino dentro del entramado urbano. Los nazis desconcentraron y enterraron los sitios productivos de modo que los bombardeos masivos no tuvieron mucho efecto sobre la producción de armamentos (de hecho, en 1944, después de dos años de bombardeos arrasadores la industria bélica alemana producía el doble que en el bienio anterior).

Por otra parte, si bien es cierto que los alemanes habían asignado a su fuerza aérea un papel eminentemente táctico, de apoyo al ejército de tierra (mediante bombarderos en picada, bimotores livianos y caza bombarderos para ataque a tierra) en desmedro de su capacidad estratégica, también es verdad que en la primavera de 1944, a pesar de los ataques aéreos incesantes, la moral de la población civil alemana estaba aparentemente intacta, la producción no había sido mayormente afectada y la guerra no se había acortado ni un solo día por esos bombardeos.

Una estrategia de bombardeos masivos con sus dimensiones materiales y organizativas, que según historiadores británicos consumía la tercera parte de todos los recursos destinados a la guerra, había adquirido una dinámica propia que excluía los cambios de rumbo, las rectificaciones o cualquier restricción en el corto plazo. Después de tres años de expansión de las instalaciones fabriles y de base, se había alcanzado la máxima capacidad destrucción en la que estaban empeñados los británicos y estadounidenses.

El arrasamiento de las ciudades alemanas, más allá de su eficacia bélica, hacía que los mandos fueran renuentes a dejar en tierra la enorme cantidad de aparatos, explosivos y tripulaciones movilizadas. Aunque sus resultados no iban mucho más allá de lo propagandístico, demostraban que “estaban haciendo algo”. Mientras tanto la Wehrmacht realmente estaba siendo destruida en el frente germano soviético.

Esa inercia fue la que evitó la destitución de Sir Arthur Harris, el comandante en jefe del Bomber Command, que incluso había logrado cierta autonomía incluso ante un individuo tan dominante y entrometido como Churchill. A pesar de que el Primer Ministro había expresado en diversas ocasiones sus escrúpulos ante los horribles bombardeos de ciudades abiertas, se tranquilizaba ante un Harris que rechazaba todas las objeciones y sostenía que se estaba produciendo una “justicia poética” sobre los nazis que habían desatado el horror y ahora recibían una “justa retribución” sobre su patria.

Esta tesis despiadada, que despreciaba las muertes y pérdidas enormes de su propia gente, es la que explicaba que un hombre como Harris hubiera llegado a la cúspide y se hubiera mantenido aunque el fracaso de sus objetivos fuera ostensible. En todo caso, el comandante que para los medios era conocido como el “Bombardero Harris”, dentro de la propia Royal Air Force se le llamaba “el Carnicero Harris” y creía en la destrucción por la destrucción misma como una especie de Dr. Strangelove [vi]

Tempestades de fuego

En el verano de 1943, la Royal Air Force y la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, llevaron a cabo una serie de ataques contra Hamburgo. La Operación Gomorra, tenía como objetivo reducir la ciudad a cenizas. El ataque empezó en la noche del 28 de julio, a la una de la madrugada, mediante la descarga de diez toneladas de bombas sobre la zona residencial densamente poblada de los barrios al Este del Elba.

Fue un ataque metódico descrito por Sebald utilizando la crónica de Nossack. En primer término, todas las ventanas y puertas de todos los edificios resultaron arrancadas de cuajo por las grandes bombas de 2.000 kilos, lo cual facilitaría el desarrollo de los incendios. Después con bombas incendiarias livianas se prendió fuego a los techos y tejados mientras las bombas de fósforo de quince kilos penetraban hasta las plantas bajas. En pocos minutos se produjo un mar de llamas en un área de 20 kilómetros cuadrados. A la una y veinte de la madrugada se levantó una tormenta de fuego de una intensidad nunca vista. Las llamas se alzaban a dos mil metros hacia el cielo y generaron una violenta atracción del oxígeno que produjo vientos propios de un huracán y sus propios truenos. Ese fuego duró tres horas. La tempestad derribó frentes y fachadas, arrancó tejados, vigas y carteles, árboles de cuajo que se remontaron por el aire por el tornado y personas que volaban como antorchas vivientes.

Las llamas recorrían las calles como una inundación a más de 150 kilómetros por hora. En algunos canales el agua ardía. Los cristales de los vagones de tranvía se fundieron y las existencias de azúcar hirvieron en los sótanos de las panaderías. Las personas que huían de los refugios subterráneos convertidos en hornos se hundían entre burbujas del asfalto derretido. “Nadie sabe realmente cuántos perdieron la vida aquella noche ni cuántos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara”. Cuando amaneció, el sol no podía atravesar las nubes plomizas, la oscuridad cubría la ciudad. El humo había ascendido hasta los 8.000 metros, como un cúmulo nimbo en forma de yunque.

“Por todas partes yacían cadáveres aterradoramente deformados; en algunos titilaban llamitas azules de fósforo, otros se habían quemado hasta volverse pardos o purpúreos, o se habían reducido a un tercio de su tamaño natural. Yacían retorcidos en un charco de su propia grasa, en parte ya enfriada. En la zona de muerte, declarada ya en los días siguientes zona prohibida, hubo que esperar a mediados de agosto para que las ruinas se enfriaran y pudieran entrar los batallones de castigo y los presos de los campos de concentración para despejar el terreno.

Encontraron personas que, sorprendidas por el monóxido de carbono  y la ausencia repetina de oxígeno, estaban sentadas a la mesa o apoyadas en la pared y, en otras partes, pedazos de carne y huesos, o montañas enteras de cuerpos cocidos por el agua hirviente que había brotado de los tanques y calderas reventadas. Había cuerpos tan carbonizados y reducidos a cenizas, por la temperatura que había alcanzado los mil grados o más , que los restos de familias enteras podían transportarse en un canasto.

El éxodo de los sobrevivientes de Hamburgo comenzó ya en la noche del ataque. Nossack, citado por Sebald, describe un desplazamiento incesante por todas las carreteras de los alrededores… sin saber hacia dónde. Hasta los territorios más exteriores del Reich fueron a parar un millón y cuarto de personas. Friedrich Reck contó en su diario que unos cuarenta o cincuenta fugitivos intentaron treparse a un tren en una estación de Baviera. “Al hacerlo, una maleta de cartón cayó en el andén, se reventó y se vació su contenido. Juguetes, un estuche de manicura, ropa interior chamuscada y finalmente el cadáver de un niño asado y momificado, que aquella mujer medio loca llevaba consigo como el resto de un pasado pocos días antes todavía intacto”.

Lo más notable de estas anotaciones es su rareza, advierte Sebald. Parece como si ninguno de los escritores alemanes, con la única excepción de Nossack, hubiera estado en aquellos años dispuesto o en condiciones para escribir algo concreto sobre el curso y los efectos de una campaña de destrucción tan larga, persistente y gigantesca. El reflejo, casi natural determinado por sentimientos de vergüenza y de despecho hacia el vencedor, fue callar y hacerse a un lado.

El periodista sueco Stig Dagerman, escribía desde Hamburgo en 1946, que viajando en tren a velocidad normal, estuvo contemplando durante un cuarto de hora un paisaje lunar y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quizás el campo de ruinas más horrible de Europa. El tren, como todos los trenes de Alemania, estaba muy lleno pero nadie miraba hacia afuera. Y a él lo reconocieron como extranjero porque lo hacía.

Olvidar lo que no se quiere saber

Además del comportamiento trastornado de las personas, el cambio más evidente en las ciudades durante las semanas que seguían a un bombardeo aniquilador era el súbito y exagerado aumento de los parásitos que proliferaban en los cadáveres. “La llamativa escasez de observaciones y comentarios al respecto se explica por la implícita imposición de un tabú, tanto más comprensible si se piensa que los alemanes, que se habían propuesto la limpieza e higienización de Europa, tenían que defenderse ahora del miedo de ser ellos mismos, en realidad, el pueblo de las ratas”.

En la literatura de la época – dice nuestro autor – únicamente se encuentra sobre ese tema un pasaje de Nossack, en el que se dice que los reclusos, con sus trajes a rayas, a los que se utilizaba para eliminar “los restos de los que fueron seres humanos”, sólo podían abrirse camino con lanzallamas hasta los cadáveres que yacían en los refugios antiaéreos, tan densas eran las nubes de moscas que zumbaban a su alrededor, y que las escaleras y suelos de los sótanos estaban cubiertos de gusanos resbaladizos de un dedo de largo. “Ratas y moscas dominaban la ciudad. Insolentes y gordas, las ratas correteaban por las calles. Pero todavía más repugnantes eran las moscas. Grandes, de reflejos verdes, como no se habían visto nunca. Daban vueltas como grumos por el asfalto, se posaban en los restos de pared copulando unas sobre otras y se calentaban, cansadas y hartas, en los cristales rotos de las ventanas. Cuando no podían volar ya, se arrastraban detrás de nosotros a través de las hendiduras más pequeñas, lo ensuciaban todo, y sus susurros y zumbidos eran lo primero que oíamos al despertar. Esto sólo cesó a finales de octubre” [vii]

En algunos puntos de la ciudad de Colonia, al final de la guerra el paisaje de ruinas se había transformado ya por la vegetación que proliferaba sobre él.: las calles atravesaban el nuevo paisaje como pacíficos desfiladeros. En Hamburgo, en el otoño de 1943, pocos meses después del gran incendio, florecieron muchos árboles y arbustos, especialmente castaños y lilas. Sin embargo, junto a este fenómeno natural otro igualmente despertó con rapidez: la vida social. “La capacidad del ser humano para olvidar lo que no quiere saber, para no ver lo que tiene delante, pocas veces se ha puesto a prueba mejor que en Alemania en aquella época”.

 Lic. Fernando Britos V.

 

[i]W.G. Sebald (2003)Sobre la historia natural de la destrucción. Anagrama, Barcelona. La edición original bajo el título Luftkrieg und Literatur, la produjo Carl Hanser Verlag, en Munich, 1999.

[ii]Heinrich Böll (1917-1985) fue la figura emblemática de la literatura alemana de la posguerra. Se le llamó “la conciencia de Alemania”.

[iii]Hans Magnus Enzensberger (1929-2022) fue un poeta, ensayista y periodista, considerado uno de los representantes más importantes del pensamiento alemán de la posguerra.

[iv]Hans Erich Nossack(1901-1977) fue un laureado escritor, poeta y dramaturgo comunista alemán que actuó en la RFA. Su obra no ha sido traducida al español.

[v]Max Hastings (nacido en diciembre de 1945) es un periodista e historiador británico especializado en la Segunda Guerra Mundial. Entre nosotros es conocido por sus análisis sobre la Guerra de las Malvinas entre su país y la Argentina.

[vi]El Dr. Strangelove, protagonista de la película de Stanley Kubrick (1964) era el extraño personaje en silla de ruedas, interpretado por Peter Sellers, que no podía dejar de hacer el saludo nazi con su brazo ortopédico y se presentaba como promotor de la bomba atómica.

[vii]Hans Erich Nossack. “Der Untergang”, en Interview mit dem Tode (Franfurt am Main, 1972).

 

 

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