Fue el viernes, al día siguiente de llegar a Cuchilla Alta que lo supe, en el mismo boliche de Nelly donde había escuchado que a la dictadura se la seguía mentando como “proceso”, a la guerrilla sólo se la nombraba como “subversión” y la reacción ante el extraño seguía siendo, a tanto tiempo de idos los militares del gobierno, considerar promitente subversivo a quien no acatara el eufemismo a gusto del poder perimido. El jueves yo había preguntado por el maestro Julio Castro y me fue aplicado en abundancia el léxico represivo en frases elusivas.
Sucedió pues a la tarde del viernes, en la continuidad de un diálogo que sólo puedo describir como el lirio de un rizoma. Yo empecé a hablar alguna nadería con Nelly, sólo ocupada en anotar los premios del sorteo de quiniela de la transmisión radial, sabiendo ya cuándo debía callarme para que ella prestara atención a los números que salían. No había nada extraño a mi derecha, excepto un señor en la tarea de mantener en un nivel adecuado la borrachera de la noche, cosa de no perder la inversión; me estaba dando la espalda en el mostrador para enfrentar la verdad de su copa y sin avisar se dio vuelta y me espetó:
— De acá mismo se lo llevaron.
No se me ocurrió siquiera inquirir la identidad del sujeto implícito de la frase; mi baquía en la escuela cuchilla altana del posmodernismo clandestino no sería en vano.
–¿De acá?
–Ajá. Digo yo. Porque esa mañana yo al jeep lo vi. Y después dijeron que el jeep no apareció más.
–Barbaridad.
Nelly, que está más allá de toda sorpresa en la vida, siguió el sobreentendido, lo que implicaba validar mi credencial de interlocutor.
–¿Vio la casa? Le dicen La casa de los caracoles.
En ese momento la radio anunció el primer premio; algo con 04. “La hacen para ellos”, reaccionó el hombre, resignado, mientras Nelly anotaba. Hasta mucho después estuve creyendo que el hombre había saltado de un tema a otro, sin comprender yo que no cabían dos conspiraciones entre esas dos orejas. Naturalmente, era la suya expresión de la concatenación general de los fenómenos por haber nombrado al maestro.
Había sido distinto el jueves. Sobre esa misma hora, Nelly y una amiga ganaban una redoblona a la quiniela, chance que consiste en apostar a dos números de dos cifras: lo que se gana a uno se vuelca como apuesta al segundo, así que tienen que salir los dos para ganar. Habían jugado a la edad que tiene ahora el maestro Julio Castro, secuestrado y desaparecido por los militares, y a la fecha del día, en que por primera vez en décadas se habló del vecino maestro en su boliche, en una pregunta que había parecido quedar en el vacío. De modo que el maestro seguía cumpliendo años y sería cada vez más viejito hasta que se demostrara lo contrario, y la magia de los números había corroborado esa verdad, de la misma manera que, luego, el poder capaz de llevárselo secuestrado también había tergiversado el azar dando el primer premio al número que le convenía “a ellos”. Oscuras señales de los dioses. Le di una vez más la razón a un viejo querido, mi abuelastro, que me recomendó leer a los clásicos y me regaló La Ilíada; yo tenía entonces 13.
Ni Nelly ni ninguno allí me supo decir siquiera el año preciso en que lo secuestraron a Castro, pero me estaban transmitiendo algo más importante: seguía siendo un vecino. Lo único que dijeron en verdad –ella, la receptora de juego que casi nunca jugaba, y su amiga, cómplice del inocente chisme sobre mí que motivó la apuesta– era que estaban contentas con la plata que sacaron, y se siguió adelante con el sobreentendido. Pero la puerta a la intimidad del recuerdo estaba abierta, y las anécdotas empezaron a desgajarse con una riqueza sorprendente para la memoria que merecen otras cosas del pueblo.
La vecina de La casa de los caracoles sabía cuándo llegaba él porque se empezaban a escuchar los martillazos de su afición a la carpintería. El trabajo acá él no lo tocaba. Era maestro y periodista. El semanario Marcha salía los viernes y sobre las cuatro de la tarde pasaba por el apartamento de la calle Julio Herrera y Obes a buscar a Zaira, la mujer, y se venían. Este hombre que llegaba de Montevideo era del departamento de Florida, no sabían bien si de la ciudad. Pero se lo hacía del campo, “de campaña”: andaba por acá de bombacha y alpargata o bota, y camisa con parches. No era de por sí charlatán pero le gustaba el diálogo y estar en rueda.
El campo le encantaba, sí. No más por hacer algo, Zaira un día le compró un predio de 34 hectáreas del otro lado de la ruta. Pero a lo más que llegaron fue a hacer un ranchito y se fueron para Ecuador, porque a él le salió un trabajo internacional para CEPAL; fue el último que agarró afuera del país porque dijo que ya estaba viejo para eso. Es de Ecuador que vienen los caracoles que adornan todo por dentro, de modo que es una casa llena de casas, con incontables espirales de las que los milicos no fueron capaces de extirparlo. En el caracol de su oído, la vecina todavía extraña los martillazos del viernes a la tarde de los que salían un marco o un portalón, todo rústico y ligeramente innecesario. Ni buenas herramientas tenía: apenas un banco de carpintero en el garaje del fondo.
Y si no era eso, era charlar con gente; y contaba historias de América Latina, de Venezuela, de Panamá, de Nicaragua. Sabía mucho de Centroamérica, y mucho de México. Uno se quedaba las horas escuchándolo hablar de historia reciente. No quise preguntar si recordaban algo de lo que había contado, sabiendo que siempre es más importante el momento del cuento que su contenido. Era buen relator, sí, porque había visto y sobre todo, vivido; eso dice la gente, y se ve que se conserva el encanto entre gente grande seducida los ratos largos por sus palabras. Dicen de él que debía de ser un muy buen maestro, por cómo contaba. Eso de ser hombre vivido, claro, sigue siendo particularmente novedoso en Cuchilla Alta. Uno de la rueda era un coronel que vivía al final de la cuadra suya, y que después fue un duro en los años duros, y después de 1980 fue un blando que buscaba acomodar la retirada.
Castro no era allí menos que nadie. Sabía escuchar y percibir lo que era importante, sobre todo si se hablaba del campo. Porque a él lo que le gustaba de Cuchilla Alta no era tanto que estuviese sobre la playa sino que parecía más bien un pueblo del interior, pasando el mojón del 71 viniendo de Montevideo, sobre la Interbalnearia. Primero alquilaban, claro, y se ve que les gustó. El terreno en el que edificaron a la vuelta de Ecuador, tal vez por 1964, se lo compró de palabra a Agustín Pons, que vivía enfrente: Castro le dijo que le gustaba el balneario porque era tranquilo y muy poco habitado, y yo no sé si a Pons le gustó escuchar eso porque el relato no lo dice. En todo caso era cierto, porque cuando edificó no tenía nada delante hacia el mar.
En la chacra del otro lado de la ruta ahora está su sobrino, Gustavo Gaimundi, y del alambrado cuelga un letrero que ofrece conejos y corderos. Aquel lunes en que desapareció, él se iba a ir con ellos pero tuvo que hacer en otro lado, así que Castro pasó por allí, le preguntó al casero si precisaban algo, y siguió viaje. Y esa noche Gaimundi se enteró.
El maestro Julio Castro fue aprehendido por fuerzas de seguridad en Montevideo sobre las 10:30 horas del lunes 1° de agosto de 1977, al caminar hacia su jeep estacionado sobre la calle Rivera casi Soca, tras visitar la casa del periodista Efraín Quesada, en las cercanías. Fue uno de los detenidos-desaparecidos por la represión dictatorial en Uruguay; una treintena (unas listas dicen 29, otras 31), que no sé si es menos que los 121 uruguayos que sufrieron ese destino cuando creían estar refugiándose en la Argentina; treintena terrible.
Había dormido en Cuchilla Alta; esa mañana se levantó a las 7 y tomó mate con su esposa Zaira. Luego partió hacia Montevideo en su camioneta Indio, una versión regional del jeep por cierto muy resistente. Era hombre de izquierda, figura importante del semanario Marcha, clausurado en 1973, y supo integrar una lista electoral junto a su eterno director Carlos Quijano; una lista nacionalista independiente que no vivió más allá de la elección de 1951. Desde siempre estaban ambos en la misma senda. En 1977 Quijano estaba exiliado en México y Castro recopilaba información para enviársela a él y a grupos políticos en el interior del país, y hacía gestiones de asilo ante la embajada mexicana; también los ayudaba a entrar a la sede diplomática, a veces por el costado.
La investigación de organizaciones humanitarias agrega hoy el nombre de dos de los tres efectivos que lo habrían secuestrado y el testimonio de un periodista luego liberado que afirma haberlo identificarlo en un centro de detención clandestina. Nada de esto se sabe en el balneario, o al menos no se dice. Se dice sí que era un tipo tranquilo, tanto que ni una vez se lo vio hablar enojado. Una semana antes le dijo a Gaimundi, en la playa: “mirá que si me pasa algo sabé que yo no estoy en nada. Sólo estoy salvando gente, gente que sabemos que van a ir a buscar, metiéndola en embajadas de naciones americanas”. Como si eso fuera poco.
En el canto 22 de La Ilíada, el héroe de Troya, Héctor, medita largamente a la sombra de las puertas de Troya, mas fuera de ellas, antes de salir al descampado donde lo esperaba el funesto Aquiles pero también la voluntad de ser, y finalmente va. Comprende que es la muerte quien lo espera pero no puede evitar ser él mismo; herido en la garganta, “que es por donde más pronto sale el alma”, le pide: “entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa”, pero Aquiles se niega, soberbio de poder. Todo el resto de La Ilíada trata de la necesidad de los vivos de enterrar a sus muertos –y para nada de la caída de la ciudad con el caballo hueco famoso, como se cree; pero esa es otra historia. El padre de Héctor, el anciano Príamo, célebre por su prudencia, se interna en el campamento enemigo y se presenta en la tienda de Aquiles a redimir su cadáver. El poema finaliza con las honras fúnebres a Héctor.
No me fijé si contiene La Ilíada. La biblioteca de Cuchilla Alta se llama Julio Castro, y la idea de la biblioteca fue buena, pero no cuajó; ese Uruguay desaparecía, lo mismo que desaparecieron de esos campos de alrededor, una tras otra, generaciones de productores agropecuarios.
Yo vi eso, y también percibí que la historia de la gente bajo el autoritarismo uruguayo no está escrita aún; sé que a los protagonistas de ambos y desiguales bandos de los años duros no se les ocurre siquiera hoy considerar el heroísmo de los muchos más que, como el maestro Julio Castro, simplemente aguantaron convivir en el silencio ante el poder mientras le limaban el pedestal hasta que ellos, no los presos ni los exiliados, lo fueron derribando con sed y paciencia de animal. El plebiscito de 1980 es más grande que Maracaná.
Ahora que su esposa Zaira murió, poco antes de que yo llegara a Cuchilla Alta, los parientes desarmaron toda la biblioteca que estaba en La casa de los caracoles. Los libros que antes ocupaban una pared acomodados en doble fila en ocho estantes de unos cinco metros, más una biblioteca especializada en pedagogía, andaban en cajas ese invierno, esperando ser clasificados con la intención de donarlos al Partido Socialista. Así me dijeron.
Así que los libros que él venía sacando de Montevideo volverán a la capital. ”Si hubiera podido alguna vez dejar el periodismo se hubiese venido para acá. Pero no creo que hubiese podido”, dice Gaimundi, y es sorprendente. Porque el periodismo ya lo había querido dejar a él cuando le cerraron Marcha.
Lo que queda sin destino son las damajuanas de caña con butiá, que preparaba. Como Zaira era bastante amarreta compraba de la caña más barata, y él, que no era de alcoholes, todos los mediodías se tomaba una copita.
Puede decirse, como ahora me confían, que en el pueblo se cree con terquedad y romanticismo que ahí está la caña, esperándolo. Por eso no me sorprendería que al maestro Julio Castro lo hubieran recordado particularmente el jueves 13 de noviembre de 2008, cuando cumplía 100 años de nacido en La Cruz, Florida. Aunque, me digo, ya no jugarán su edad a la redoblona, que sólo admite dos cifras. Pero pienso en los restantes 22 años de vida de esa mujer, Zaira, esperando en vano una respuesta, y no pude hacerlos carne. La imaginé en esas calles cruzándose con otro coronel que andaba por allí, el coronel Rogelio Camacho, sabiendo que él sabía o podía saber de haberlo querido; y conviviendo con él y con ellos sin el reparo ni de los muros de Troya ni de un tiempo acotado, sitiada para siempre en el silencio de la indefensión por estos militares a los que no me atrevo a llamar guerreros.
Escrito en Montevideo, 2001
El maestro Julio Castro fue secuestrado el lunes 1° de agosto de 1977, hace 47 años.
El 21 de octubre de 2011, su cuerpo fue encontrado en un enterramiento clandestino realizado por personal militar uruguayo en una finca militar en Toledo.
En marzo de 2012 se procesó al expolicía Juan Ricardo Zabala por el homicidio de Julio Castro. Es materialmente imposible que sea el único responsable directo.
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