“La conversión”| El fanatismo como génesis de violencia

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El fanatismo religioso, el autoritarismo radical, la conculcación de la libertad de cultos y la resistencia al atropello son los cuatro ejes temáticos de “La conversión”, el excelente drama histórico del realizador italiano Marco Bellocchio que aun se puede visionar en plataformas digitales. El film indaga en un episodio real acaecido en la segunda mitad del siglo XIX, en tiempos de conflicto y fuerte dicotomía política.

El título original de esta película en italiano es “El rapto”, porque alude precisamente al secuestro perpetrado con inusual prepotencia por El Vaticano contra una familia de fe judía, que fue ultrajada por el “poder de la fe”.

Marco Belocchio, un ya longevo cineasta muy identificado con ideas marxistas que tiene una carrera de casi sesenta, es recordado por su ópera prima “Los puños en el bolsillo” (1965), que se rodó con financiación independiente cuando el cineasta era apenas un veinteañero.

Se trata de un film retorcido, que denuncia la inmoralidad y la hipocresía de la burguesía de su país. La obra, que generó un escándalo de reales proporciones, fue apenas un mero anticipo de una trayectoria siempre marcada por las controversias.

Otro tanto sucedió con “En el nombre del padre” (1972), un film autobiográfico que recuerda la propia infancia del director, quien fue educado en un colegio salesiano. En este caso, las críticas a la Iglesia son realmente demoledoras.

Bellocchio, que naturalmente es hoy un octogenario, se transformó, desde el comienzo de su larga trayectoria artística en una suerte de piedra en el zapato del poder, tanto del político como del religioso. En efecto, es muy conocida su aversión por el catolicismo, que ya revelaba desde sus tiempos de estudiante secundario.

En ese contexto, tal vez su obra más elogiada y a la vez más denostada por la recalcitrante derecha italiana sea “Vincere” (2009), una adaptación de la peripecia vital y de la dictadura de Benito Mussolini, que cosechó aplausos pero también ácidas críticas.

Otro de sus polémicos films es “La hora de la religión” (2002), en el cual el realizador despliega toda su radical anticlericalismo, a partir de un caso de intento de canonización. En este relato, aflora su ateísmo en su versión más confrontativa.

Sin dudas, un titulo que es insoslayable en su trayectoria artística es “El traidor de la mafia” (2019), que narra la historia del célebre mafioso italiano Tommaso Busceta, quien luego de exiliarse y perder a su familia asesinada, decide hacer un pacto con la Justicia y revelar los secreto de la Cosa Nostra.

Su mayor enfrentamiento con el poder religioso se registró en 2015, cuando el cineasta estrenó la elogiada “Sangre de mi sangre”, una historia ambientada en el siglo XVII en un monasterio, donde una monja es acusada de brujería por haber presuntamente seducido un joven confesor, quien se niega a ceder a su ardiente tentación. Obviamente, el tema es el acoso sexual en el ámbito de la Iglesia, un fenómeno muy contemporáneo y visibilizado por las denuncias contra curas pedófilos que han proliferado en las últimas décadas y no han sido debidamente censuradas por El Vaticano. Por supuesto, la película fue combatida abiertamente por el poder religioso, que transformó al director en un indeseable.

Incluso, Belocchio ha azuzado aun más a la Santa Sede, afirmando que las catedrales “están vacías de fieles y llenas de turistas”. Esta expresión en un país de tradición católica como Italia que alberga en el territorio de Roma a El Vaticano, que es un estado autónomo, es una suerte de bofetada.

Por cierto, también su nuevo largometraje “La conversión” es una bofetada o un fuerte golpe al mentón de la Iglesia, porque denuncia uno de los episodios reales más aberrantes perpetrados por el poder religioso en su país.

La película está ambientada en la segunda mitad del siglo XIX, en plena crisis de los denominados Estados Pontificios, en los que el Papa detentaba un poder absoluto. El dominio, que se extendía en gran parte de la península itálica, abarcaba a  Roma, Lacio, Las Marcas, Umbría y Emilia-Romaña.

Tras una primera guerra de independencia que fracasó para el movimiento unificador, el rey Vittorio Emanuele II, apoyado en la legendaria figura de Giuseppe Garibaldi, tomó Roma uniendo todo el territorio italiano bajo un mismo poder en 1870. Este hito, que es recreado en la película, marcó el final de la hegemonía eclesiástica, más allá que el Papa sigue conservando un considerable poder en “El Vaticano”, ya que, además de líder espiritual de la Iglesia Católica Apostólica Romana es considerado también un gobernante, que tiene relaciones diplomáticas con la mayoría de los países del planeta, a excepción de doce naciones que no lo reconocen ni siquiera como un estado independiente, porque en ellos la religión dominante en el Islán.

Esta historia verídica está ambientada en 1858, cuando el Vaticano concretó el secuestro del niño judío Edgardo Mortara (Enea Sala), quien habría sido presuntamente bautizado por una niñera. Obviamente, su padre y su madre, que eran cabeza de una numerosa familia, se opusieron a esa decisión e incluso lograron dilatarla en el tiempo. “Un bautismo no se puede anular. Su hijo es cristiano para toda la eternidad”, afirma enfáticamente monseñor Feletti (Fabricio Gifuni), en momentos de consumar el brutal secuestro apoyado por un pequeño contingentes de soldados.

Este fue realmente el núcleo del conflicto, entre dos religiones de un mismo origen pero que compiten entre sí. Empero, el episodio puso en tela de juicio los derechos humanos de una familia, que fueron flagrantemente violados por el poder de la Santa Sede. Incluso, el acto, por su intrínseca carga de autoritarismo y hasta de violencia, fue muy similar a los secuestros consumados por la dictadura uruguaya, que tuvieron dos picos destacados en la desaparición forzada de los maestros Julio Castro –cuyo esqueleto fue encontrado en 2011 en un predio militar por un equipo de antropólogos- y Elena Quinteros, quien permanece desaparecida, luego de haber sido secuestrada el 28 de junio de 1976, en el marco de un operativo militar que violó la soberanía de Venezuela, cuando los efectivos ingresaron por la fuerza a la embajada del país caribeño radicada en Uruguay. Por lo menos la lógica del allanamiento que se consuma en la película es la misma que las operaciones perpetradas por los militares durante la dictadura, con la diferencia de un grado menor de violencia.

Este luctuoso episodio pone en el tapete una discusión sumamente trascedente, relativa al ejercicio abusivo de la autoridad y a la violación de los derechos humanos del niño y de su familia, que ciertamente tenía todo el derecho a educar a su vástago según sus convicciones. Por supuesto, mi comentario no supone tomar partido por la religión hebrea pero sí criticar la deleznable violencia de la Iglesia Católica, que otrora perpetró aberrantes crímenes en nombre de la fe, enviando a la hoguera a miles de opositores, a los cuales se calificaba de “infieles” e incluso de “brujos”. Lo real es que las víctimas de esta religión contradictoria que siempre pregonó la piedad pero cometió toda suerte de crímenes de lesa humanidad, eran ateos o personas que profesaban otro culto.

Incluso, lo que está en debate y bajo amenaza es nada menos que la libertad, el segundo derecho humano luego del de la vida.

La narración está cruzada por los enfrentamientos dialécticos entre esta familia judía y las autoridades eclesiales, que guardan para sí al niño y lo alojan en sus aposentos.

El origen de todo el problema es, naturalmente, el bautismo secreto del niño por parte de una humilde nodriza, quien, sin autorización de los padres del pequeño, acude a una iglesia con el bebé. La mujer, que es naturalmente otra católica fanática, quiere bautizar al imberbe para salvar su alma, porque cree que morirá de una afección que no pone en peligro su vida.

Además de este episodio, que al comienzo del relato pasa casi inadvertido, el origen real de la controversia es la delación, que llega a los oídos de los esbirros del Papa Pio IX (Paolo Pierobon), un despiadado dictador que transforma a la cruz en una espada, como si fuera un cruzado de los tiempos del belicoso monarca británico Ricardo Corazón de León y fel sultán árabe Saladino.

Por supuesto, la familia ultrajada lanza una fuerte ofensiva, destinada a recuperar a su hijo secuestrado y a hacer valer sus derechos de educarlo. En ese contexto, asumen un incesante peregrinar por sinagogas, tribunales y hasta periódicos de la época.

Mientras tanto, el niño está en un régimen de internado, que es una suerte de prisión, donde pasa todas las horas del día rezando y consumiendo el credo católico, sin posibilidades de evadirse de esa tortura que lo oprime y le amputa la libertad ambulatoria de la cual debería gozar cualquier niño. En realidad, extraña mucho a sus padres y a sus hermanos, porque  las visitas son muy limitadas.

En ese marco, el cineasta, apelando al surrealismo como recurso, ensaya una metáfora muy alegórica, que denuncia las fuertes dicotomías entre lo que pregonaba Jesús y la prédica autoritaria de la Iglesia Católica, que en lugar de atraer a los fieles los espanta, con amenazas de castigo por los eventuales pecados cometidos. En uno de sus tantos sueños,  que frecuentemente devienen pesadillas, el pequeño cautivo visualiza al profeta nazareno erigido en bronce descendiendo de la cruz y quitándose los clavos. Esta metáfora tiene dos significados concretos. Uno de ellos refiere a la eventual crucifixión de Jesús de Nazareth. Luego, según el Nuevo Testamento, el supliciado y asesinado líder espiritual –quien fue víctima del poder político del gobernador romano  Poncio Pilatos y del poder religioso del sumo sacerdote judío Caifás – habría resucitado. Este recurso dispara una controversia que se apoya sin dudas en las reflexiones del Evangelio de apóstol Bernabé, considerado apócrifo por la Iglesia Católica, que asegura que Jesús no fue crucificado ni era el hijo de Dios. Incluso, esos clavos que oprimen a uno de los primeros presos políticos de la historia, generan también un parangón con la propia sumisión del infante, que es sometido y humillado al punto de tener que besar –ya siendo un adolescente- los pies del Papa e incluyo describir una cruz con su lengua en el piso.

Obviamente, Marco Bellocchio, director y guionista, apela a otras potentes imágenes para dirimir simbólicamente el conflicto. Por ejemplo, el cañonazo que perfora la muralla de Roma simboliza el comienzo de la derrota y abolición de la hegemonía política de la Iglesia.

“La conversión”, que narra la historia real de un judío convertido compulsivamente al catolicismo, denuncia los crímenes perpetrados por el fanatismo religioso, el autoritarismo y hasta la furia y violencia de quienes odiaban a la Iglesia Católica y al Papa Pío IX, que fue el último jerarca máximo de los Estados Pontificios.

 La película,  que tiene una plausible reconstrucción de época y está dotada de imágenes de infrecuente potencia y contundencia visual, que abundan en primeros planos histriónicos, es un nuevo y simbólico testimonio de la barbarie religiosa, que tiene su correlato en nuestro siglo XXI en la sempiterna guerra árabe-israelí que recuerda al genocidio de Las Cruzadas durante la oscurantista Edad Media.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA

La conversión. (Rapito) Italia-Francia- Alemania 2023. Dirección: Marco Bellocchio. Guion: Marco Bellocchio, Susana Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli (basado en Il caso Mortara, de Daniele Scalise). Fotografía: Francesco Di Giacomo. Música: Fabio Massimo Capogrosso. Edición: Francesca Calvelli, Stefano Mariotti. Reparto: Paolo Pierobon, Fausto Russo Alesi, Barbara Ronchi, Enea Sala, Leonardo Maltese, Filippo Timi, Fabrizio Gifuni y Bruno Cariello. 

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