“La mujer de la fila”: Crónica de una madre desolada

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La angustia de una madre viuda y desolada, el amor, el abuso, la presunción de delito, la estigmatización, el dolor por la separación compulsiva y la obsesiva lucha por la libertad, son los siete pilares temáticos que desarrolla “La mujer de la ficha”, el conmovedor drama del realizador argentino Benjamín Ávila, que aborda un tópico sin dudas traumático, que también interpela a los uruguayos como sociedad.

La película, que se inspira en un caso real registrado en 2008, plantea el crudo panorama de una madre viuda pero aun joven, quien es separada compulsivamente de su hijo mayor, que es encarcelado por la presunción que fue cómplice de un atraco violento.

Más allá de lo meramente argumental, el film indaga en el corazón mismo de la angustia de las madres de los presos, que deben pasar por un auténtico calvario cuando concurren a visitar a sus hijos, para abrazarlos, pero también para proveerlos de ropa y alimentos, ya que, en la mayoría de los penales, las condiciones son paupérrimas.

Aunque este relato que abreva de la realidad está naturalmente ambientado en Argentina, la situación del sistema penitenciario del vecino país es absolutamente extrapolable a lo que sucede en Uruguay, cuyas cárceles están en dantescas condiciones de habitabilidad, con hacinamiento al 120%, merced a que la cantidad de personas privadas de libertad creció, durante el pasado quinquenio, más de un 50%. Actualmente, los presos confinados en centros penitenciarios ascienden a más de 16.000.

Insólitamente, pese a la diferencia de escala demográfica, en las cárceles argentinas hay menos presos que en Uruguay, ya que la población carcelaria alcanzaba el año pasado a las 11.696, según lo informado por la Procuraduría de Violencia Institucional. En este caso, hay 694 presos más de la capacidad de alojamiento de los centros de reclusión, lo cual configura un grave problema.

Por supuesto, salvo excepciones, en la mayoría de los países periféricos las condiciones de encierro son terribles, por la cantidad de reclusos y el escaso presupuesto que se destina al sistema carcelario. Esa situación también afecta a algunas naciones desarrolladas como los Estados Unidos, en cuyas cárceles se suelen violar en forma flagrante los derechos humanos, según lo denunciado por Amnistía Internacional, que reporta anualmente miles de casos de torturas y malos tratos en los establecimientos penitenciarios.

Empero, también existen cárceles modelo particularmente en los países nórdicos, concretamente en Noruega, que son organizadas con estructuras muy similares a las de los campus universitarios.

Incluso, se han reportado cárceles vacías en Países Bajos por falta de presos, que se han reconvertido en centros culturales y hoteles. La clave es la radical caída del número de personas con pena de reclusión y políticas de rehabilitación alternativas a la privación de libertad. Esto sucede en sociedades con mínimas tasas de pobreza y sistemas de bienestar social de talante inclusivo. Estas son las grandes diferencias que existen entre esos países y las denominadas naciones periféricas, donde se registran agudos cuadros de miseria y marginación, que son factores potenciales del aumento de los delitos.

Empero, la película analiza no sólo la situación de las personas privadas de libertad, que en este caso es casi marginal, sino la violencia que deben padecer los familiares que concurren los días de visita, que son también tratados o tratadas como delincuentes, aunque no lo sean ni estén acusados ni vinculados a ningún delito. A ello se suma la segregación de la propia sociedad, que suele tener prejuicios contra esas personas, porque las consideran responsables de los delitos perpetrados por quienes tienen con ellos lazos de sangre y vínculos afectivos, a menudo no tan cercanos como se supone.

Este es el corazón temático de “La mujer de la fila”, una película que sin dudas impacta y remueve, particularmente en lo que atañe al abordaje de la violencia implícita, que en este caso concreto es dramatizada con singular sobriedad y sin excesivas apelaciones a la mera sensiblería.

El relato comienza con una escena realmente impactante, cuando un contingente de policías allana sorpresivamente una casa con inusual violencia y se lleva detenido a un joven que apenas está abandonando la adolescencia. Por supuesto, la secuencia nos recuerda, más allá de diferencias temporales y coyunturales, a los tiempos más oscuros de la dictadura, cuando las fuerzas represivas ingresaban sin orden judicial para detener a los opositores al régimen, que luego se transformaban en presos de conciencia o eran asesinados o desaparecidos. Empero, aunque esta historia no está ambientada durante el gobierno autoritario uruguayo ni durante el genocida régimen dictatorial argentino, el golpe de efecto sobre el espectador en muy similar.

La protagonista de la historia es Andrea (Natalia Oreiro), una viuda joven de clase media con tres hijos: Gustavo (Federico Heinrich), Matías (Juan Pedro Rodríguez Isturiz) y Martina (Julieta Rodríguez Isturiz). Esta mujer trabaja en una inmobiliaria y cuenta con el apoyo de su madre Alicia (Lide Uranga). 

El operativo policial toma naturalmente de sorpresa a esta familia, que no comprende nada. Incluso, la mujer se resiste a que su hijo sea conducido detenido por los uniformados, en una contingencia  que realmente dramática que golpea inicialmente al espectador.

Virtualmente desesperada, la protagonista concurre a tribunales  

 

con su abogado Emilio (Luis Campos), a quien le comunican que el joven, que en el ambiente delictivo es apodado “El Chetito”, es sospechoso de haber participado en un asalto a mano armada.

En ese contexto, la mujer oculta durante un tiempo la verdad, tanto a su familia como a sus amigas e incluso en su trabajo, consciente que los familiares de los presos suelen ser objeto de segregación y de una suerte de bullyng, porque en parte se les considera responsables de la situación. Por supuesto, quienes así piensan están prejuzgando, porque todos los encausados son inocentes hasta que se demuestre su responsabilidad penal, salvo una situación de in fraganti delito.

Naturalmente, la situación de Matías, de 18 años de edad, es sumamente comprometida, porque aparece en una imagen difusa y casi indescifrable registrada por una cámara de videovigilancia, al volante de un vehículo que supuestamente habría trasladado a los asaltantes. Empero, aunque la prueba no es contundente, igualmente es encarcelado en régimen de prisión preventiva, a la espera de una audiencia judicial con incierto desenlace, en la cual puede ser condenado o bien sobreseído.

Si bien tras las rejas impera la ley de la selva, la violencia, la degradación y la indignidad, la situación no es menos dramática para los familiares de los presos, casi todas mujeres, madres o esposas, que aguardan pacientemente para ingresar al penal los días de visita. Obviamente, esta es una nueva experiencia para la protagonista, quien no asume que debe aguardar su lugar en la fila, luego de haberse registrado administrativamente. 

Resulta obvio que no está acostumbrada a ser segregada de ese modo, aunque, por supuesto, debe respetar los derechos de otras mujeres que ya están resignadas a ser maltratadas.

Al ingresar el penal, es sometida, como sus ocasionales compañeras, a minuciosas revisiones, que incluyen abrir su bolso y hasta aceptar que los guardias le roben parte de la comida destinada a su hijo y, obviamente, un minucioso cacheo. Evidentemente, la tratan como si fuera una delincuente.

En otro orden, también es observada con singular recelo por las otras mujeres que comparten su misma desdicha, porque, a diferencia de estas, no es pobre y viste 

ropas que denotan que pertenece a otra clase social. Además, para ellas que se conocen muy bien, es literalmente una desconocida.

En ese marco, queda claro, como sucede en Uruguay, que la inmensa mayoría de las personas privadas de libertad son jóvenes y pobres, lo cual corrobora, en forma absolutamente irrefutable, que existe un fuerte vínculo entre el delito y la población más desposeída que vive en la periferia de la sociedad. Aunque este comentario pueda tomarse como una suerte de justificación de las conductas ilegales, es indudable que la pobreza es un caldo de cultivo generador de la violencia ciudadana, por más que algunos partidos políticos insistan en negar esta evidencia empírica, a los efectos de detener todo intento de cambio que pueda conducir finalmente a un modelo de convivencia dotado de mayor equidad.

En su desesperado intento de probar la eventual inocencia de su hijo, la protagonista no teme meterse en la boca del león e incluso interactuar con el mundo del hampa, con el cual su hijo ha convivido, más allá de su eventual responsabilidad penal.

Aunque el curso central de la historia tiene un ligero quiebre con un romance entre la mujer y un preso que protege a su hijo en el interior del penal y es a su vez padre de una hija que prácticamente no conoce, esa circunstancia no reduce en modo alguno los decibeles de la intensidad dramática.

Empero, aun en el marco de esa pesadilla, hay espacio para la solidaridad, entre Andrea y sus amigas y con las madres que son sus compañeras de calvario. Un caso concreto es el vínculo que entabla con La 22 (Amparo Noguera), quien le enseña cómo actuar en un medio que no conoce y le resulta claramente hostil. Esta es, obviamente, una mujer pobre pero que tiene una gran experiencia de vida y derrocha cariño, como lo demuestra cuando invita a la protagonista a un cumpleaños para mitigar el dolor de ambas.

La mayoría de las mujeres, que se organizan para ayudarse, no son actrices profesionales sino verdaderas madres o esposas de presos reales. Ese detalle le otorga al film una singular autenticidad y hasta lo emparienta con un documental sobre temas carcelarios.

El realizador Benjamín Ávila adoptó la decisión de encarar este proyecto cinematográfico después de visualizar una charla TED que le recomendó Mariana Volpi, una abogada amiga que trabaja en la Procuración Penitenciaria de La Nación. La protagonista de esa exposición es Andrea Casamento, la madre de un joven de 18 años que fue recluido en una cárcel de máxima seguridad (el penal de Ezeiza) y liberado seis meses después por falta de mérito. A raíz de este suceso, la mujer fundó Familiares de Detenidos (ACiFaD), una organización no gubernamental sin fines de lucro que funciona desde 2008. 

Luego de observar y analizar detenidamente este material, de fuerte acento testimonial, el cineasta se lanzó a la aventura de generar un producto artístico que lograra reflejar, con la mayor veracidad posible aunque sin excesos, la dramática realidad que afrontan los familiares de personas privadas de libertad, que es el fiel reflejo de una sociedad radicalmente fracturada.

Si bien Ávila soslaya toda eventual tentación discursiva y no se deja llevar por la tentación de bajar línea política, el testimonio contenido en esta película es bastante más elocuente que las propias palabras de los protagonistas.

Esta circunstancia denuncia el perfil eminentemente punitivista del estado argentino que, al igual que el uruguayo, barrera sus propias miserias debajo de la alfombra, a los efectos de soslayar las elocuentes causas sociales que subyacen en la mayoría de los crímenes que impactan cotidianamente a la opinión pública en los barrios más vulnerables, mientras el delito de cuello duro perpetrado por las elites queda casi siempre impune, porque sus autores tienen el poder económico para pagar buenos abogados y hasta influencia política funcional a sus espurios intereses.

Desde ese punto de vista, “La mujer de la fila” es un drama de claro sesgo testimonial, que desnuda más la violencia implícita que la explícita y hasta la segregación, todo ello atenuado por un vivificante soplo de humanismo y solidaridad bien entendida.

Si bien el director se toma algunas licencias artísticas y modifica algunos eventos que la disocian de los acontecimientos reales, igualmente logra el impacto emocional que se propone en el espectador, aunque la sociedad no siempre entienda todo lo que subyace detrás del fantasma de la inseguridad, que sigue siendo el tema que más preocupa a los uruguayos.

En el desenlace de este relato, que destaca particularmente por su singular realismo, aparecen las fotos de los personajes reales, mientras se escucha a Natalia Oreiro, que cumple una actuación realmente para el mejor recuerdo, interpretando “Canción de simples cosas”, de Armando Tejada Gómez y César Isella, lo cual depara una instancia de conmovedora emoción por el intrínseco valor simbólico de la letra de esta pieza artística.

Este film corrobora, una vez más, la demostrada madurez del cine argentino para retratar la realidad social del vecino país, sin soslayar las miserias nacidas de cuadros de intolerable injusticia social que se prolongan en el tiempo como una suerte de condena.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

FICHA TÉCNICA

La mujer de la fila, (Argentina, España/2025). Dirección: Benjamin Ávila. Guión: Benjamín Ávila y Marcelo Muller. Fotografía: Sergio Armstrong. Música: Daniel Godfrid y Sebastián Espósito. Edición: Andre Chignoli. Reparto: Natalia Oreiro, Amparo Noguera, Alberto Ammann, Federico Heinrich, Marcela “Tigresa”Acuña y Lide Uranga.

 

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