“El mal no existe” | La enconada lucha por el espacio vital

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La eterna dicotomía entre el ser humano y la naturaleza, la enconada lucha por el espacio vital y el capitalismo salvaje que agrede el ambiente son las tres potentes materias temáticas de “El mal no existe”, el tan intenso como dramático largometraje del joven y laureado realizador japonés Ryûsuke Hamaguchi, ganador de la Palma de Oro en tres categorías en el Festival de Cannes y del Oscar a la Mejor Película de Lengua no Inglesa en 2021.

Se trata de un creador sumamente talentoso y una suerte de arquitecto de la belleza audiovisual y la profundidad conceptual, que indaga en los siempre complejos intersticios de la condición humana. Sus obras están cruzadas por temas como la pérdida, el aislamiento, el amor, la traición y la espiritualidad. Se trata de un director sensible y de fuste, que fabrica un cine sumamente emocional.

Aunque no es un director militante y no suele asumir explícitamente manifiestos políticos, igualmente se permite, cuando concede entrevistas periodísticas, lanzar algunas reflexiones que impactan por su frontalidad y elocuencia. “En Japón se dan situaciones increíbles como la muerte por exceso de trabajo y esto es sin duda consecuencia del capitalismo. Lo que sucede tanto en las personas como en el entorno natural es que el capitalismo puede llevar a que no se regenere la situación original y esto es un peligro», proclamó en una oportunidad.

Estas aseveraciones, lo definen, sin dudas, claramente como un artista que no oculta sus ideas, muchas de las cuales plasma en sus estupendas películas, que en todos los casos exceden al mero pasatiempo para ingresar en el terreno de la reflexión crítica.

Ese es el caso de su premiado último opus, cuyo título en castellano es nada menos que “El mal no existe”, un riguroso examen de conductas humanas enfrentadas nada menos que por el usufructo del espacio vital, cada vez más acotado no sólo por la explosión demográfico sino también por la explotación industrial.

Aquí están en juego nada menos que la supervivencia de la fauna, la flora y, por supuesto, del propio homo sapiens, un predador nato que devalúa la naturaleza por su patológica obsesión por producir para consumir desenfrenadamente, incluso aquello que no le resulta indispensable o ni siquiera necesario.

Habiendo nacido en una sociedad altamente industrializada y en el presente contaminada y contaminante, este cineasta japonés asume en esta oportunidad el compromiso de analizar la conflictiva dicotomía entre la naturaleza y el ser humano.
Lo hace desde un ángulo que contempla la oposición entre el medioambiente y el mercado, una tensión que se advierte claramente en Uruguay, por ejemplo, por la instalación de tres pasteras, emprendimientos megaindustriales, que, desde su primera etapa de ejecución, ya afectaban al medioambiente.

En efecto, la materia prima es la pulpa de celulosa, que se obtiene de plantaciones de eucaliptus, que modifican radicalmente las características del suelo y afectan la biodiversidad. Entre los organismos más dañados se encuentran los hongos, las plantas herbáceas, los anfibios, las aves y los invertebrados acuáticos.

Ulteriormente, el proceso de producción impacta los cursos de agua de ríos, lagos y arroyos, porque se utiliza peróxido de hidrógeno, cloro y otras sustancias químicas, que se liberan junto a los efluentes residuales que suelen contener fenoles, furanos y dioxinas. Incluso, cada planta consume unos 125.000 metros cúbicos de agua por día. En efecto, cuando los uruguayos padecíamos una severa sequía que racionó al mínimo el consumo del vital elemento y consumíamos agua casi salada, estas fábricas nunca tuvieron restricciones.

Otro emprendimiento que puede, en caso de concretarse, dañar seriamente el ambiente es la eventual construcción de la planta potabilizadora de Arazatí, por parte de capitales privados. El proyecto, además de violar la Constitución de la República porque otorga la gestión del agua a privados y cuesta bastante más que si fuera ejecutado por OSE, también generaría múltiples impactos, porque la materia prima será el agua bruta tomada directamente del mar.

Incluso, el negocio de las pasteras sólo es redituable para el capital trasnacional, ya que únicamente genera fuentes de trabajo en la etapa de erección de las plantas físicas. Luego, no mueve para nada la aguja de la tasa de empleo y provoca graves daños al ecosistema, que, según calificados científicos, serán irreparables.

Empero, no sólo los países periféricos son depredados por el gran capital extractivo sino también los altamente desarrollados. Ese es precisamente el tema central de “El mal no existe”, un film de soberbia resolución visual y de planteo valiente, incisivo y comprometido con la gente y no con los intereses corporativos.

Antes de presentar a los propios personajes, la cámara pone el foco sobre la naturaleza, en una plácida secuencia en la cual los árboles danzan al ritmo del viento generando una suerte de coreografía que es, a la vez, también sonora.

En ese contexto, el protagonista es Takumi (Hitoshi Omika), un viudo que comparte su vida con su hijita Hana (Ryô Nishikawa, quienes viven en un ambiente bucólico en una aldea muy próxima a Tokio, la capital y mega urbe de ritmo frenético y no menos alienado, donde millones de personas se movilizan, en un tránsito por demás vertiginoso, como si se tratara de un inmensa colonia de hormigas que trabajan incesantemente y sin descanso. Tal vez la más contundente imagen que me proporcionó el cine sobre esta auténtica colmena de vidrio y cemento poblada por millones de personas de rutinas automatizadas es la del laureado realizador mexicano Alejandro González Iñárritu, en la impresionante y removedora “Babel” (2006).

Contrastando con ese auténtico paroxismo colectivo el lente de la cámara captura este paisaje idílico, que cobija a una pequeña aldea, donde una unida comunidad vive plácida y distendidamente “Lejos del mundanal ruido”, en alusión a la novela clásica del autor británico Thomas Hardy, que tuvo adaptaciones al cine.

Muy distante de esa patología consumista trabaja Takumi, un hombre rudo pero sabio, que cultiva la tierra, corta leña en el bosque para calefaccionar su modesta vivienda pero también para vender y recolecta agua dulce de un límpido río para un restaurante local. El se define a sí mismo como un “especialista” en todos los oficios, ya que desempeña múltiples trabajos manuales con la misma destreza. Es, evidentemente, un puntal del colectivo y su voz, naturalmente, es muy respetada.

Todo transcurre con absoluta y hasta rutinaria normalidad hasta que arriban al lugar dos representantes de una poderosa empresa- un hombre y una mujer encarnados por Ryûji Kosaka y Ayaka Shibutani- con el cometido de negociar con los lugareños la instalación de un camping de lujo para turistas, que apunta a usufructuar una serie de subsidios que datan de la época de la pandemia, para hacer negocio. Obviamente, se trata de dos meros empleados y no de quienes toman las decisiones.

Estos complejos se identifican como glamping, un fenómeno global en auge en los países altamente desarrollados que combina la experiencia de acampar al aire libre con el lujo y las condiciones propias de los mejores hoteles del mundo. El vocablo, que no tiene una traducción al castellano, proviene de la combinación entre “glamorus” y “camping”. Es decir, es una experiencia para acampar pero con glamour y no como se hace habitualmente en nuestro país durante el verano, cuando miles de turistas se congregan en vastos espacios verdes con sus carpas, provistos sólo de lo indispensable para pasarla bien en contacto con la naturaleza. En cambio, estos emprendimientos, que son bastante más costosos, están dirigidos a clientes de alto poder adquisitivo.

En ese marco, se organiza una reunión entre los visitantes y los vecinos, como sucede en Uruguay desde que existe la Dirección Nacional de Medio Ambiente, hoy devenida en Ministerio de Ambiente. En ese encuentro, como es habitual, se debate en torno a la conveniencia o no de encarar un emprendimiento comercial o industrial que impactará sobre el ecosistema y la calidad de vida de los pobladores locales.

Durante el tenso intercambio, los lugareños resisten el proyecto, denunciando la contaminación que podría provocar la instalación de un complejo abarrotado de turistas. Les preocupa la logística de la disposición final de desechos y, sobre todo, lo relativo al saneamiento. Si bien contrariamente a lo que podría suponerse no hay violencia, sí hay fuertes cruces entre los exponentes y los participantes, que, en la hipótesis que la iniciativa fuera aprobada, serían invadidos por personas acostumbradas a un estilo de vida radicalmente diferente y que carecen de empatía por el ambiente.

Esa dicotomía entre progreso entre grandes comillas y la vida sana en un ambiente rural es representada por el vínculo entre el anfitrión y líder de la comunidad y el ejecutivo que representa a la corporación, quien intenta vanamente cortar un leño con un hacha hasta que el lugareño le enseña a hacerlo. Esta secuencia tiene un poderosísimo valor simbólico y retrata la dualidad entre dos modelos de desarrollo: uno de ellos distendido, nada estresado y respetuoso de lo que nos ofrece la naturaleza y el otro claramente extractivo y predador y gobernando por la tecnología y el lucro.

Por supuesto, el agricultor y leñador funge a su vez como asesor, cuando advierte a los intrusos visitantes que no se acerquen demasiado a los ciervos que transitan velozmente a través de este paisaje que es casi una visión de fantasía. En efecto, estos animales están permanentemente jaqueados por cazadores furtivos, que los matan habitualmente por deporte. Cuando se sienten atacados estos cérvidos pueden ser peligrosos. El discurso del anfitrión es una suerte de pedagogía de supervivencia en contacto con la naturaleza.

Empero, la historia cambia radicalmente su curso narrativo y tiene un crucial punto de inflexión. Al respecto, lo que inicialmente parecía ser una mera batalla por el uso responsable o bien irresponsable del espacio vital, que remite a la lucha por la territorialidad de tiempos pretéritos, luego deviene en una suerte de dramático thriller, que realmente es complejo decodificar.

“El mal no existe”, que es una traducción literal de su título en inglés y por ende de distribución comercial, es una obra de una potencia demoledora y de una superlativa sensibilidad poética, que expone descarnadamente la emergencia ambiental que amenaza no sólo a los países periféricos sino también a las naciones altamente desarrolladas, devoradas por las patologías del consumo y el lucro, sin reparar en eventuales consecuencias.

Aunque no se trata naturalmente de una película política, esta historia tiene igualmente una fuerte impronta ideológica, que denuncia, son ceder a la tentación panfletaria, la irresponsabilidad del ser humano en el manejo de recursos que son finitos.
Por supuesto, debería ser suficiente con los desastres climáticos que estamos observando en este tercer milenio, como calores intensos, fríos glaciares, lluvias torrenciales, inundaciones y huracanes a granel, para que los tomadores de decisiones- es decir los gobiernos del planeta- tomen plena conciencia que deberían respetar las recomendaciones contenidas en el denominado Protocolo de Kyoto, que fue suscrito el 11 de diciembre de 1997 y ratificado en 2005. El objetivo de este documento es la gradual reducción de la emisión de los gases de efecto invernadero responsables de cambio climático. Pese a que este compromiso fue suscrito por 192 países del planeta, se trata de una experiencia fracasada, por razones naturalmente económicas, ya que las industrias siguen funcionando en base al carbón, el gas, el petróleo y combustibles no convencionales procedentes de arenas bituminosas, en lugar de alimentarse de fuentes limpias como la energía eólica o fotovoltaica que resultan más costosas.

Desde este punto de vista, este largometraje, que tiene un título realmente paradójico, funge como una suerte de mensaje realmente aleccionador, que advierte en torno a los riesgos que devienen de la agresión a la naturaleza por parte de los seres humanos. La obra es un prodigio visual y sonoro y, a su vez, una contundente alegoría sobre la irresponsabilidad, la codicia, los estragos provocados por el capitalismo salvaje y la supervivencia del homo sapiens en condiciones cada vez más extremas.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 


FICHA TÉCNICA

El mal no existe /(Evil Does Not Exist (Aku wa sonzai shinai). Japón 2023. Guión y dirección: Ryûsuke Hamaguchi. Fotografía: Yoshio Kitagawa. Edición: Ryūsuke Hamaguchi y Azusa Yamazaki. Música: Eiko Ishibashi. Reparto: Hitoshi Omika, Ryo Nishikawa, Ryuji Kosaka, Ayaka Shibutani, Hazuki Kikuchi y Hiroyuki Miura.

 

 

 

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