Los delirios de grandeza, la decadencia, la enconada lucha entre el statu quo y lo iconoclasta, el inconmensurable poder económico, la violencia, el desencanto, la manipulación de masas y el inexorable transcurrir del tiempo, son los ocho potentes ejes temáticos que desarrolla “Megalópolis”, el esperado nuevo film del ya cuasi legendario realizador norteamericano Francis Ford Coppola, que ha dividido radicalmente a la crítica especializada entre quienes consideran que se trata casi de una obra maestra digna de su autor y los que la califican como un ininteligible adefesio.
Si bien no comparto la opinión de sus apólogos y tampoco la de sus detractores, lo que no parece estar en tela de juicio es que esta obra, que destaca por su extrema complejidad, por su estética rupturista que emula a la monumental “Metrópolis” (1927), de Fritz Lang, y tal vez hasta a la desmesurada “Blade Runner” (1982), de Rydley Scott, y por un mensaje que mixtura lo desolador con lo esperanzador, está muy lejos de los antecedentes de uno de los cineasta norteamericanos más geniales, elogiados y laureados de todos los tiempos.
No en vano, este creador mayor, que inició su itinerario artístico hace más de seis décadas con la modesta “Dementia 13” (1963), tuvo luego una meteórica carrera que lo posicionó como una suerte de maestro, con la laureada “El padrino” (1971), tal vez la mejor película de mafiosos de todos los tiempos, que denuncia, además del inconmensurable poder del crimen organizado, la corrupción enquistada en el Estado, tanto en los estrato policial como judicial. Su secuela, “El padrino 2” (1975), que cosechó casi el mismo éxito que la obra original, tuvo la particularidad de empardar a su predecesora, ya que, como ésta, también ganó el Oscar a la Mejor Película que otorga Hollywood y le permitió también a Coppola adjudicarse la segunda estatuilla de su carrera.

Aunque en 1990 el cineasta intentó reiterar el suceso de las dos películas precedentes con “El padrino 3”, no alcanzó ni la misma cima artística ni el éxito de taquilla de antaño.
Empero, si bien esta trilogía hubiera sido suficiente para situar a Coppola como un creador de culto, buena parte de su restante producción alcanzó niveles artísticos de real excelente, con un título de la estatura de “La conversación” (1975), una intrigante alegoría sobre la vulneración de la intimidad mediante el espionaje privado, y “Apocalipsis ahora” (1980), una devastadora metáfora en torno a la patología de la guerra y los estragos que provoca en la psiquis humana.
Obviamente, otros films destacados de su rica filmografía son “Jardines de piedra” (1987), “Cotton club” (1984), “Legítima defensa” (1997) y particularmente el impactante terror dramático de impronta gótica de su personalísimo “Drácula” (1987), la versión más apegada al clásico literario de Bram Stoker y a la historia del propio personaje real en el cual este se inspiró. Esta película, junto al “Nosferatu” (1927), de Friedrich Wilhelm Murnau, y el recordado “Nosferatu” Werner Herzog (1979), son las mejores adaptaciones cinematográficas de las peripecias del vampiro que puso los pelos de punta a varias generaciones.
Empero, “Golpe al corazón” (1982), un musical de altísimo presupuesto situó al realizador al borde de la bancarrota, aunque luego, en 1983, creó otro filme realmente potente que lo posicionó como un autor de elite, como lo es, sin dudas, “La ley de la calle”.
Más allá de sus altibajos financieros, el cineasta nunca renunció a la posibilidad de crear nuevas propuestas cinematográficas y, en tal sentido, el proyecto de “Megalópolis” siempre estuvo, durante décadas, en su mente y en su prolífica imaginación, como una suerte de obsesión.

Este prolongado parto desafió hasta su propia lógica financiera, ya que ningún estudio accedió a asumir su costo. En ese contexto, fue el propio Coppola quien invirtió 120 millones de dólares para lo cual debió vender sus propios negocios en la industria de vino, con el propósito de concretar su gran utopía, que marcó su regreso a la pantalla grande, luego de una prolongada ausencia que hasta alentó especulaciones sobre su definitivo retiro de la dirección.
El resultado es una mega producción de sesgo futurista, que extrapola a Nueva York, que es realmente una megalópolis por su nutrida y abigarrada concentración urbana y por su diversidad étnica y cultural, con la antigua Roma imperial, por más que los personajes tomados de la historia real pertenezcan a los tiempos de la republica romana. No en vano, los protagónicos de esta larga historia de ficción emulan a referentes históricos reales de la época y hasta las circunstancias guardan analogías con lo que realmente sucedió, que son naturalmente deliberadas.
El planteo argumental, que no tiene a priori nada de original así como la ambientación futurista que emula a otras tantas propuestas, es el enfrentamiento entre dos hombres fuertes y con ideales radicalmente diferentes para afrontar una contingencia compleja, bajo la hipótesis que la gigantesca ciudad fue deteriorada por un desastre y requiere ser reconstruida.
En ese marco, uno de los protagonistas es César Catilina (Adam Driver), un arquitecto de ideas innovadoras que propone reconstruir y transformar a la ciudad inspirándose en utopías vanguardistas, mediante el uso de materiales renovables.
En tanto, el otro protagonista, es el alcalde Frank Cicero (Giancarlo Esposito), que es su rival y está en las antípodas, ya que tiene una visión idealista pero conservadora y planea restablecer los edificios a base de hormigón, mediante los mismos procedimientos de antaño. Es obviamente, también un tema cultural pero ideológico y, por supuesto, político.

Para los amantes de la historia, nótese que el nombre del primero asocia al emblemático cónsul y dictador romano Cayo Julio César con el senador romano Lucio Sergio Catilina. En tanto, el otro personaje reproduce en su apellido al no menos célebre Marco Tulio Cicerón, senador y cónsul. En el pasado, ambos protagonizaron una lucha sorda por el poder, ya que Catilina defendía los intereses de la plebe y Cicerón los de la nobleza. En esas circunstancias, se sucedieron intensos duelos dialécticos y la contienda entre clases sociales culminó en el campo de batalla. Catilina, que pasó a la historia como un mero conspirador, murió en el contexto de una guerra, lo cual laudó transitoriamente la contienda entre ambos, que tenía sólo un objetivo: la conquista del poder. Años después y luego del asesinato de Cayo Julio César en el senado romano, el propio Cicerón fue ultimado por dos sicarios, por mandato de Marco Antonio, integrante del segundo triunvirato romano.
Esta dramática historia de sangre y traición, típica de la Roma de otrora, no tiene nada que ver con la trama de la película, aunque el proyecto de reconstrucción de Nueva York incluye un sugestivo cambio de nombre: la Nueva Roma.
Los otros personajes que dramatizan el relato son el poderoso banquero Hamilton Crassus III (Jon Voight), cuyo nombre emula al cónsul romano Craso, integrante del primer triunvirato. Se trata de un magnate con no demasiado escrúpulos que representa el statu quo del gran capital. Este hombre, que es un anciano, interactúa con la perversa y no menos seductora Platinium (Aubrey Plaza) y con Clodio Pulcher (Shia LaBeouf), heredero impuro de Crassus, un joven traicionero y casi más inescrupuloso que su padre.

Uno de los temas sin dudas vertebrales de esta narración por momentos excesivamente sobrecargada y hasta caótica, se registra cuando uno de los protagonistas, concretamente César Catilina, que es el innovador, ensaya una suerte de paso de baile en el borde de la cornisa de un edificio. Obviamente, el espectador imagina que se va a lanzar al vacío. Sin embargo, el hombre, como si tuviera autoridad sobre las coordenadas de la temporalidad, ordena al tiempo que se detenga.
Esa metáfora tiene naturalmente más de una interpretación, en primera instancia relativa al poder o bien a un retroceso en curso reverso tendiente a recuperar la pasada gloria del imperialismo estadounidense, que en este caso tiene un intrínseco vínculo con la grandeza de la antigua Roma que, como todas las civilizaciones de la historia de la humanidad, tuvo su período de auge, luego de decadencia y finalmente de caída y definitiva extinción.
En todo su metraje, la película tiene un ritmo frenético, poblado de intrigas, traiciones, romances prohibidos, engaños y enconadas luchas por el poder, entre el pasado y el presente: En este caso, no se trata de un pasado laudado sino de un pasado que apuesta a la recuperación de la gloria y la grandeza, aunque con un acento claramente innovador.
El relato abreva del cine clásico pero también del cine negro y, naturalmente, de las legendarias película de romanos, más de las pseudohistoricas que de las que tienen rigor histórico, que son una suerte de rareza en la producción de la industria. No en vano, hay signos de identidad de la antigua Roma como, por ejemplo, la carrera de cuadrigas que, hace más de seis décadas, sorprendió a los espectadores de todas las latitudes que observaron absortos en sus butacas de las salas de cine a la espectacular “Ben Hur” (1959), del célebre cineasta William Wyler.
Todo es, por supuesto, el correlato del pan y circo que otrora proclamaban los emperadores romanos, cuando lanzaban pan mediante rampas a la muchedumbre enfervorizada que abarrotaba las gradas del circo romano, antes que se iniciara un auténtico festival de competencias y espectáculos, que en muchos casos estaban impregnados por la violencia y la masacre.
Este caos está atravesado por la iconografía musical y por diversas extravagancias en materia de vestuario y utilería, en una propuesta que destaca por sus efectos especiales pero también por recursos técnicos más bien burdos que han nutrido la historia del cine, en el transcurso de su más que centenario itinerario en las pantallas de todo el planeta.
“Megalópolis” es sin dudas una película política, porque no sólo alude a la lucha por el poder político y el poder económico, sino también a los liderazgos carismáticos y naturalmente a los mesiánicos, tan frecuentes en nuestro tiempo. Por supuesto, tampoco soslaya apelaciones a la inestabilidad social, a la violencia, a la injusticia y también a la manipulación de las masas mediante diversas estrategias, como lo son las pomposas promesas que suelen formular los políticos y luego no cumplen y la cada vez más frecuente difusión de noticias falsas que sólo coadyuvan a generar desinformación y desconcierto.
En ese contexto, esta película, poblada de celebridades en roles meramente marginales, como John Voight, Dustin Hoffman y Laurence Fishburne entre otros, parece una obra inconclusa aunque, como todas las producciones cinematográficas, tenga igualmente un desenlace. Es una suerte de elipsis, ya que omite intencionadamente una parte del discurso para que la audiencia reflexione y tal vez reaccione ante tanta inercia, tanto escepticismo y tanta quietud conformista.
“Megalópolis” es, a la vez, una profunda alegoría sobre la cada vez más acentuada deshumanización de un mundo vacío y desolado, donde la poética de la utopía ha sido virtualmente abolida por el poder visible y también por el poder invisible, ese que subyace u opera entre bambalinas para que nadie advierta que nos manipula y nos gobierna.
Aunque sus críticas al modelo económico hegemónico no sean explícitas, acorde a su talante que nunca ha sido ciertamente panfletario, igualmente trasuntan los devastadores efectos del disciplinamiento social y de la absoluta falta de rebeldía de humanos que son conducidos como rebaños por los falsos profetas de la mentira, la seducción y el control psicológico.
Esta película, que aunque es discursiva no aburre en ningún momento, porque está narrada mediante un ritmo casi siempre vertiginoso no exento de ironía y sardónico humor, constituye, sin dudas, una suerte de metáfora de un profundo desencanto, aunque se trate de un desencanto que no origina rebeldía.
En ese marco, “Megalópolis” es un film radicalmente subversivo, porque subvierte las coordenadas del tiempo, las ideas y las certezas, pero no la más demoledora de las incertidumbres, que es la que caracteriza a nuestro presente, que es el único universo temporal que depende en buena medida de nuestra voluntad.
Se trata de una obra tan caudalosa como densa, compleja y controvertida, que ha generado encendidas apologías y pero también el denuesto de detractores, que oscilan entre la obra maestra y un producto que sólo expresa las lucubraciones obsesivas de un cineasta que está muy lejos de su cenit artístico.

En lo personal, aunque esté a años luz de los emblemáticos títulos que marcaron una trayectoria sin dudas destacada y relevante, considero que esta película posee valores intrínsecos, tanto en materia estética como de libreto, aunque sea, en definitiva, inclasificable, porque mixtura varios géneros sin definirse por ninguno en particular. Es, a la vez, cienciaficción y realidad, pero también es fantasía no exenta de testimonio y, por supuesto, de mensaje, no siempre tan subliminal.
Puede ser tediosa y a la vez divertida, generar admiración o rechazo y reflexión o mera apelación a la vacua frivolidad. Es, en definitiva, la obra soñada por un creador mayor que, durante más de seis décadas, ha regalado a los cinéfilos exigentes talento a raudales, ya que es un artista consumado.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Megalópolis (Estados Unidos/2024). Guión y dirección: Francis Ford Coppola. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Edición: Cam McLauchlin, Glenn Scantlebury, Robert Schafer. Música: Osvaldo Golijov. Reparto: Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Giancarlo Esposito, Aubrey Plaza, Jon Voight, Shia LaBeouf, Talia Shire, Kathryn Hunter, Laurence Fishburne, Jason Schwartzman, Dustin Hoffman. .
Enero 2025
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