Nicaragua: la revolución sandinista, 35 años después

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A 35 años del triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, y a siete desde que Daniel Ortega, uno de los jefes del FSLN que derrotó a la dictadura de Somoza, llegara nuevamente al gobierno, ya no se respira el optimismo de hace poco más de una década. Según el autor de esta columna, Carlos Fernando Chamorro (hijo del director del diario opositor a Somoza, La Prensa, asesinado en 1978). Carlos F. Chamorro es hoy director del periódico el Confidencial. La fuente de este trabajo es el prestigioso Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile.

A la memoria de mis hermanos Javier
“El Chele” Guerra, Juan Carlos “La Foquita”
Herrera, y Francisco “Félix” Meza, que cayeron
antes del triunfo de la insurrección

I – Una mirada al presente
El 19 de julio se cumplirán 35 años del triunfo de la revolución sandinista que derrocó a la dictadura de Somoza en 1979. Después de 10 años de revolución, guerra de agresión y guerra civil, el 25 de febrero de 1990 el FSLN fue derrotado en un proceso electoral. Posteriormente se negoció el desmontaje del modelo revolucionario, implementándose un programa de reformas neoliberales que prevalece hasta hoy.

Carlos Fernando Chamorro

Sin embargo, desde que el comandante Daniel Ortega regresó al poder en el 2007, ganando unas elecciones con el 38% de la votación en primera vuelta, el FSLN proclama que Nicaragua está viviendo una segunda etapa de revolución llamada “cristiana, socialista y solidaria”

La revolución de 1979 representó un hito histórico. Fue la última revolución armada triunfante del siglo XX que expulsó del poder a una dictadura militar dinástica que durante más de cuatro décadas contó con el apoyo de Estados Unidos.

Con la revolución se abrió una expectativa de liberación, cambio social y democratización. Paradójicamente, con la derrota de la revolución en 1990, también se abrió una segunda oportunidad de democratización en Nicaragua, apuntalada en el pluralismo y en las fuerzas políticas y sociales que surgieron de la revolución, tras el fortalecimiento de instituciones clave para dirimir los conflictos y la competencia política como el Consejo Supremo Electoral, el Ejército Nacional y la Policía Nacional, y las reformas constitucionales de 1995 que establecieron un contrapeso fundamental entre los poderes del estado.

Al cumplirse los primeros 20 años de la revolución, publiqué un texto sobre este mismo tema titulado “Las huellas del 79” (El Nuevo Diario, 19 de julio 1999) en el que destacaba con optimismo el legado político de la revolución, asociándolo a las instituciones antes mencionadas y al peso político del sandinismo, ya no como un partido monolítico, sino como un conjunto de fuerzas dispersas, dentro y fuera del partido FSLN, en las organizaciones sociales, o en la sociedad civil, con el potencial de promover procesos de cambio social y político. Exceptuando la creación de una nueva clase de pequeños propietarios y cooperativas en el campo, el legado económico-social de la revolución había sido barrido por la guerra, la hiperinflación y el ajuste económico de los 90, y en consecuencia, su principal huella era eminentemente política, a pesar del gobierno de turno de Arnoldo Alemán.

Quince años después, no existen bases objetivas para mantener ese optimismo. Por el contrario, en Nicaragua se ha instalado un proceso de regresión autoritaria encabezado por un nuevo FSLN, privatizado por Daniel Ortega y Rosario Murillo, mientras las instituciones estatales como el Consejo Supremo Electoral o el Ejército Nacional que antes parecían conquistas irreversibles, han sucumbido a la cooptación del caudillismo.

El nuevo régimen de Ortega, en proceso de consolidación, se presenta como una versión del “socialismo del siglo XXI”, cobijado bajo los símbolos rojinegros de Sandino y la revolución sandinista. Pero su trayectoria en estos seis años no representa un proyecto de cambio revolucionario o de reformas sociales. Por el contrario, revela la conformación de un régimen corporativista en alianza con el gran capital nacional e internacional, que ejerce un alto grado de control social sobre importantes grupos organizados de la población, sindicatos, cooperativas, y jóvenes.

En lo político, actúa como un régimen autoritario de ordeno y mando, que invoca la democracia directa pero no admite ningún contrapeso o sistema democrático de rendición de cuentas. Un régimen centralizador del poder que se maneja con un estilo extremadamente personalista. Esta es quizás su principal debilidad a corto plazo.

En lo económico, es un modelo pro negocios privados en una economía de mercado tutelada por el Fondo Monetario Internacional. Su particularidad ha sido la privatización de la cooperación venezolana, que representa más de 3,300 millones de dólares entre 2007 y 2013, manejados de forma discrecional fuera del presupuesto. Esto le ha permitido a Ortega, sin tener que recurrir a una verdadera reforma fiscal que afecte la alianza con los empresarios, disponer de fondos para financiar programas gubernamentales, pero también para desviarlos hacia actividades partidarias y la creación de un emporio económico privado de negocios familiares al margen de toda supervisión estatal.

En lo social, el régimen impulsa una política asistencialista de transferencias directas y expansión de la cobertura de algunos servicios públicos, a través de mecanismos de participación que promueven el clientelismo político, anulando cualquier iniciativa de gestión de derechos y promoción de ciudadanía.

En el ámbito internacional, el régimen mantiene una retórica antimperialista, mientras colabora con la política de EEUU en los temas de seguridad, drogas y comercio. Y al mismo tiempo, mantiene un alineamiento con las políticas del ALBA y un acercamiento con Rusia, y ahora con China al otorgar a un empresario chino una concesión obscenamente lesiva a la soberanía nacional para promover el megaproyecto del canal interoceánico.

En lo ideológico, el régimen invoca una retórica revolucionaria, pero practica el culto a la personalidad en torno a Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, cobijados por un mesianismo religioso ultra conservador.

A estas tendencias estructurales, se agregan la recién aprobada reforma constitucional y la reforma al Código Militar, que despejan el camino para el continuismo y la reelección presidencial indefinida, con el sometimiento de las instituciones armadas a la voluntad política del caudillo. De esta manera el régimen empieza a asemejarse al de Somoza que fue derrocado por la revolución de 1979, por lo que a Daniel Ortega le calzaría muy bien aquella frase de Marx en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte” cuando dijo que “algunos personajes de la historia aparecen dos veces, primero como tragedia y después como farsa”.

Analizar este proceso que Mónica Baltodano ha llamado “las mutaciones del FSLN” (revista Envío, UCA febrero 2014) y la consolidación del liderazgo familiar de Daniel Ortega ocurrido en las últimas dos décadas, tiene una importancia fundamental para entender la evolución de Nicaragua y su futuro. Estas son algunas de las preguntas que estamos obligados a responder, y ojalá formen parte del debate de las nuevas generaciones

a) ¿Cómo se produjo esta involución del FSLN que pasó de ser un partido revolucionario a una maquinaria electoral, al estilo del PRI de México, pero con un liderazgo continuista y ahora familiar?

b) ¿Cómo ocurrió la “toma del Estado” por el FSLN, empezando por el pacto bipartidista con Arnoldo Alemán en 1999, para llegar ahora al control del poder total, del sistema electoral, la justicia, del ejército y la policía, y de todas las instancias autónomas del estado?

c) ¿Cuál es la ideología de este proyecto, si es que tiene alguna, y qué relación tiene con la cultura política tradicional nicaragüense y con el legado de la revolución sandinista y su memoria histórica?

d) ¿Cuál es el sustento económico de este proyecto de alianza con el gran capital, en el que el FSLN mantiene el control de la base social, con la migración como válvula de escape? ¿Qué niveles de pobreza y desigualdad social resultan compatibles en este modelo?

e) ¿Es éste un proyecto sostenible a mediano plazo? ¿Puede tolerar el surgimiento de una oposición política y social que le haga contrapeso y plantee un desafío de poder democrático, o inevitablemente derivará en un nuevo ciclo de violencia en Nicaragua?

II- Una mirada al pasado
Permítanme ahora compartir algunas reflexiones sobre la revolución de 1979 y la década revolucionaria, desde la perspectiva de un protagonista que asume la revolución con todos sus aciertos y sus errores, para intentar encontrar algunas claves explicativas desde el pasado.

Así como hoy se suele incurrir en simplificaciones sobre lo que representa el régimen de Daniel Ortega, y se cuestiona el hecho de que siendo éste un régimen autoritario cuente con apoyo social y después de seis años en el poder se haya convertido en una mayoría política, padecemos de una cultura reduccionista sobre lo que fue la dictadura de Somoza y la revolución. Es imperativo, por lo tanto, evitar a toda costa las simplificaciones.

A lo largo de 45 años, la dictadura se mantuvo en el poder combinando cooptación social y represión, con la lealtad de una guardia pretoriana y el respaldo de EEUU, pero también generó apoyo en importantes sectores emergentes. El genocidio ocurrió durante la crisis de la dictadura en 1978 y 1979, pero antes hubo períodos de alto crecimiento económico durante dos décadas. Crecimiento sin desarrollo social; crecimiento sin democracia y con fraudes electorales; crecimiento económico en alianza con los grandes capitales, frente a los cuales Somoza practicaba una máxima que Ortega esta empeñado en replicar: “Hagan plata, que de la política me encargo yo”. Antes y ahora, en Nicaragua el hombre fuerte mantiene el monopolio de la política.

La crisis de la dictadura fue el resultado de una acumulación de contradicciones y una combinación de factores: a) El cierre de los espacios políticos electorales y la imposición del continuismo de Somoza; b) El degaste de legitimidad del régimen causado por la represión y las violaciones a los derechos humanos y la corrupción; c) Las luchas sociales y sindicales desatadas tras las tensiones económicas y sociales post terremoto de 1972; d) La “competencia desleal” entre Somoza y otros grupos económicos; e) La pérdida del apoyo de EEUU a raíz de la política de derechos humanos de Carter; f) La persistencia de la lucha y el desafío político-militar planteado por el FSLN en la ciudad y el campo y su estrategia de alianzas nacionales e internacionales; g) La presión del movimiento de masas insurreccional, desatado a raíz del asesinato de mi padre, Pedro Joaquín Chamorro en enero de 1978; h) Por último, la enconada resistencia de Somoza a abandonar el poder, impidiendo una sucesión reformista del régimen, durante la crisis de 1979.

El derrocamiento de la dictadura representa el momento de mayor consenso nacional que alguna vez se haya alcanzado en la historia de Nicaragua. El objetivo común era erradicar el régimen dictatorial y abrirle paso a una nueva era de democratización y justicia social. El resultado inmediato de esos cambios quedó registrado en grandes movilizaciones como la Cruzada de Alfabetización. Pero ese consenso y la alianza nacional se perdió rápidamente después de la caída de Somoza, no solamente por las contradicciones intrínsecas que conlleva todo proceso de cambio revolucionario, sino además porque el concepto de poder del liderazgo revolucionario era intrínsecamente divisivo.

Aunque el FSLN se distanció de la ortodoxia de la izquierda mundial y planteó una plataforma innovadora basada en el pluralismo político, la economía mixta y el no alineamiento, en la práctica recurría a un esquema de poder total para poner en práctica ese programa. Un esquema hegemónico en el cual la fusión estado-partido-ejército-organizaciones de masas-aparatos ideológicos, respondía a un mando único. Un concepto vanguardista del poder, bajo la premisa voluntarista de que el sobreesfuerzo de la conciencia política y el alineamiento con el bloque socialista, compensarían las limitaciones materiales objetivas en un país pequeño en transición al socialismo, para emprender las reformas nacionales –educativa, agraria, electoral– que la burguesía no podía desarrollar.

La revolución promovió la democracia participativa y el pluripartidismo, pero subestimó el principio democrático de rendición de cuentas del poder y el papel de las instituciones democráticas autónomas que funcionan como contrapeso del poder. Por una parte, apelaba a la legitimidad del poder revolucionario afirmando que la revolución era fuente de derecho, y por la otra, el esquema ideológico revolucionario despreciaba al Estado de Derecho estigmatizado como un concepto de falsa democracia burguesa. Una creencia que fue reforzada por la experiencia histórica del derrocamiento del gobierno democrático y socialista de Salvador Allende en Chile en 1973.

El modelo de transformación económica, con un fuerte peso de la hegemonía del Estado, generó contradicciones no solo con la clase empresarial, sino también con el campesinado y las etnias de la costa atlántica. De esa resistencia y la intervención de las operaciones encubiertas financiadas por Estados Unidos, surgió el germen de lo que sería una desastrosa combinación de guerra de agresión externa y guerra civil.

Es inútil intentar reescribir el curso de la historia. Pero cuando se analiza el proceso nicaragüense, resulta terriblemente doloroso observar el peso de la ideología de la inevitabilidad de la guerra, al calor de la guerra fría. Del lado sandinista, prevalecía el convencimiento de que la revolución generaría su propia contrarrevolución y la agresión externa, y se proyectaba en la revolución salvadoreña una esperanza para contener y derrotar la agresión de Estados Unidos. Del otro lado, el fundamentalismo ideológico de la Administración Reagan hizo de la guerra en Nicaragua un factor estratégico de su política exterior hacia el tercer mundo. Defender la revolución era, en consecuencia, un parto violento y necesario: una misión de dimensiones históricas. Pero el desenlace de la guerra sería la muerte de decenas de miles de personas, la hiperinflación y el descalabro de la economía nacional.

Nada resume mejor este dilema que una hermosa canción que hizo Salvador Cardenal del Dúo Guardabarranco en 1983. “Guerrero del Amor” se convirtió en un himno generacional para los jóvenes que fueron a la guerra en los 80 y dice en una de sus partes: “Te cambio una canción por el coraje de tus jóvenes manos combatientes fundidas al metal con que nos salvas….Autor anónimo de la alborada, venado silencioso en la montaña, guerrero del amor. Hijo de este tiempo, remolino, pobre niño parido pues en plena selva, para llegar al fin a la victoria. Te cambio estos 20 años duplicados a causa de esta guerra necesaria, por la carnosa flor de la esperanza”. Cada vez que escucho esa canción en esta Nicaragua del siglo XXI, me cuestiono en medio del dolor por el sacrificio de esa generación por una utopía que hace mucho tiempo dejo de ser, en un país donde hoy tampoco existe una esperanza.

Aunque el FSLN nunca se propuso construir la democracia representativa, sino más bien promover la justicia social, al aceptar la derrota en las urnas en 1990 sentó las bases de la democracia electoral. Veinticuatro años después, incluso esa conquista básica e insuficiente para la democracia se está perdiendo. Emulando a Somoza, Daniel Ortega regresó al poder enarbolando un proyecto que desprecia la transparencia electoral, aboga por el continuismo, y ha instaurado el clientelismo político en el ejército y la policía. Una vez más, la rueda de la historia de Nicaragua está regresando al mismo punto de partida.

Ante este callejón sin salida, urge un reformismo radical o un radicalismo necesariamente democrático. La construcción democrática no solo requiere fijar reglas del juego, afianzar instituciones, y promover una cultura democrática, sino además emprender las reformas económicas y sociales que no se hicieron en las últimas tres décadas, empezando por la reforma fiscal. Pero nada de esto será posible sin la presión política y el contrapeso de fuerzas sociales que conduzca primero a la reforma electoral. Una democracia inclusiva con instituciones democráticas y reformas económicas y sociales, representa una utopía menos heroica que la que abrazamos hace 35 años, pero está más cerca de los cambios duraderos, irreversibles, que también soñaron los que cayeron por la revolución.

Por Carlos F. Chamorro* 
*Director del periódico el Confidencial

 

*Texto basado en una presentación para la conferencia “Archiving the Central American Revolutions”, organizado por el Centro de Estudios Latinoamericanos (LILLAS) de la Universidad de Texas en Austin , el 19 de Febrero 2

 

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