El fanatismo religioso como patología, la violencia cerril, el odio y la dictadura liberticida de inspiración teocrática son las cuatro vertientes temáticas que explora “El fruto del árbol sagrado”, el potente drama testimonial del realizador iraní Mohammad Rasoulof, que fue nominado al Oscar en el rubro Mejor Película de Habla no Inglesa, por su inconmensurable calidad artística, su desgarrador retrato humano y su mensaje removedor y profundamente humanista.
Se trata, sin dudas, de una película de denuncia ambientada en Irán, que se inspira en el asesinato de una joven por parte de la Policía en 2022, lo cual detonó intensas y sangritas protestas callejeras contra la dictadura islámica que gobierna el país. Incluso, su director debió exiliarse en Alemania, luego de haber sido detenido y encarcelado varias veces por las fuerzas represivas, por denunciar en su obra las atrocidades del régimen.
La historia contemporánea de Irán está marcada por los conflictos políticos y religiosos y las dictaduras, primero del criminal Sha Mohammad Reza Pahleví, un monarca instalado en el poder luego de la muerte de su padre, quién había asumido tras un golpe de Estado, que gobernó con mano de hierro apoyado por los Estados Unidos y Gran Bretaña. Obviamente, este país situado en el Golfo Pérsico, es una potencia petrolera, que otrora tenía una gran importancia económica y estratégica para el Occidente capitalista y desarrollado.
En 1979, este monárquico dictador fue derrocado por una revolución islámica, tras lo cual casi todo el poder fue depositado en el ayatolá Ruhollah Musavi Jomeiní, indiscutido líder religioso y político, cuyo poder trascendía al del propio presidente o al de los ministros de Estado. Pese a que falleció diez años después, igualmente sentó las bases de un estado islámico que no otorga margen para la pluralidad política ni para la disidencia.
Hoy, 46 años después del estallido de la revolución islámica que derrocó a un sangriento dictador, hay una dictadura teocrática que tortura y asesina, mediante la aplicación de la pena de muerte de opositores. Obviamente, sojuzga al pueblo y particularmente a las mujeres, que carecen de derechos y son una suerte de piezas decorativas, acorde a los mandatos del Corán.
Por supuesto, el régimen ha sido demonizado por Israel, que es su enemigo, aunque el estado judío no tiene demasiadas credenciales para imputar nada, ya que viola flagrantemente los derechos humanos en los territorios ocupados desde 1967 y, desde octubre de 2023, a partir de la toma de rehenes por parte de la organización palestina Hamás, inició una furibunda ofensiva militar criminal en la Franja de Gaza, que derivó en la muerte de más de 50.000 personas, la mayoría de ellos civiles inocentes.
El verdadero título de esta película sin dudas removedora, es “El fruto de la higuera sagrada”, que en este caso tiene un valor realmente muy simbólico, porque refiere subliminalmente a la denominada “higuera parasita” o “higuera estranguladora”, que crece sobre otros árboles y se aprovecha de los nutrientes del huésped hasta terminar aniquilándolo.
Resulta realmente elocuente el paragón entre este perverso vegetal y la dictadura iraní, que, además de reprimir, coloniza a las personas a través de la religión hasta transformarlas en meros engranajes al servicio de un régimen liberticida.
La película se inspira en un hecho real sucedido en 2022, cuando la joven Mahsa Amini, de 22 años, fue detenida por no cubrirse adecuadamente el pelo con el hiyab (pañuelo para la cabeza). La presa falleció posteriormente en cautiverio y aunque la Policía aseguró que el deceso sobrevino a raíz de un infarto, su familia denunció que fue asesinada.
El luctuoso hecho originó una ola de protestas callejeras, que fueron duramente reprimidas por las fuerzas de choque. Los incidentes devinieron en más de 200 manifestantes fallecidos.
El film tiene la intrínseca virtud de entrelazar lo político con el ámbito doméstico, a partir de la historia de una familia inmersa en un universo realmente hermético, que para la gran mayoría de los países occidentales, puede resultar insólito y hasta exótico.
No en vano, el protagonista del relato es Imán (Missagh Zareh), un abogado que es promovido a juez por la Corte de la Revolución de Teherán, quien comparte su vida con su devota esposa Najmeh (Soheila Golestati) y con sus dos jóvenes hijas, Razvan (Mahsa Rostani) y Sana (Setareh Maleki).
En ese contexto, la mujer, que manifiesta una profunda satisfacción por el ascenso de su marido, parece más una esclava que una esposa, ya que atiende a su esposo con excesiva diligencia, acorde con la tradición de la ley islámica y la sumisión del sexo femenino al poder del hombre, que además de ser el sostén económico del hogar, es la cabeza de la familia.
En efecto, nadie discute con él ni se atreve a contradecirlo, porque el rol de la mujer en ese país es meramente marginal, ya que rige un esquema patriarcal crudamente exacerbado. Por ejemplo, cuando los cuatro comparten la cena en torno a una mesa, está radicalmente prohibido hablar de política, aunque las imágenes captadas por las chicas proyectadas en sus celulares den cuenta de un estado generalizado de agitación social, con una multitud de manifestantes en las calles, que son duramente reprimidos por la Policía.
Obviamente, todo comentario o intento de discusión es cortado abruptamente por el hombre, que hace valer su autoridad sobre su familia como si fuera un dictador que gobierna el ámbito doméstico, aunque sus hijas se solidaricen con los manifestantes, en abierto desafío al modelo patriarcal y al sistema hegemónico.
Empero, el núcleo familiar comienza a resquebrajarse lentamente, cuando el esposo y padre llega a su casa a horas impropias y tiene actitudes sospechosamente elusivas, que motivan la curiosidad de la mujer. Sin embargo, obviamente esta no pregunta nada, porque ese derecho le está vedado.
Lo que inicialmente ignoran esta madre y sus hijas es que el padre de familia, al asumir como juez, se transforma en una suerte de verdugo, ya que debe dictar sentencias en casos que involucran a disidentes, por hechos que el gobierno considera delitos pero que realmente sólo son expresiones de rebeldía.
Incluso, un adicional ingrediente coadyuva a contaminar aun más el ambiente, cuando una amiga de ambas adolescentes solicita refugio y amparo, tras ser golpeada salvajemente por la Policía en el marco de una manifestación. Las heridas padecidas corroboran la extrema brutalidad de los mastines de la dictadura. No en vano, la joven se quita pacientemente los fragmentos de perdigones incrustados en su rostro.
Partiendo de la premisa que en Irán existe la pena de muerte, el hombre se transforma indirectamente en una suerte de asesino. Ese es el alto costo que deberá pagar para acceder a determinados privilegios, como, por ejemplo, poder mudarse junto a su familia a una vivienda más amplia y confortable, que deje atrás el estilo de vida austero que han tenido hasta el presente.
Por supuesto, inicialmente la familia no sabe cuál es realmente el rol del hombre, hasta que este se manifiesta virtualmente abrumado y le confiesa a su esposa que está condenando a muerte a personas sin estudiar sus casos, porque ese es el rol que le han asignado sus superiores. Sin embargo, en la mujer hay una actitud bastante indiferente, que no incluye enfáticos reproches. En efecto, rechazar el ascenso sería una suerte de retroceso en la carrera del abogado y, en cierto sentido, también un gesto de rebeldía e insubordinación hacia el régimen, en el cual el protagonista cree ciegamente, porque está impregnado de religión.
La historia sube de temperatura, cuando en la casa desaparece misteriosamente una pistola que porta el atribulado juez, la cual se ha sido entregada para autodefensa ante la hipótesis que pueda ser atacado por algún familiar o allegado a las víctimas. Por supuesto, el protagonista duda si reportar o no la desaparición del arma, porque eso le puede generar un serio conflicto con su propia gente.
En ese contexto, la tensión que se vive en las calle de Tehrán, la capital iraní, se traslada al seno del hogar, donde el magistrado comienza a ver a su familia como si fuera su enemiga, porque, sospecha, con fundamento, que su esposa o algunas de sus hijas ha escondido la pistola.
La situación corrobora hasta qué punto la política y sobre todo la religión puede horadar la paz de una familia, en la medida que prevalezca la intransigencia y la intolerancia.
Esas actitudes represivas también están presentes cuando las hijas del matrimonio aspiran a vestirse con ropas más adecuadas a sus edades o pintarse las uñas y enfrentan una férrea resistencia de la madre, porque estos hábitos están prohibidos por el canon que prevalece en materia de vestimenta femenina en una república islámica.
Por supuesto, no pasa por cierto desapercibido que el hombre se llame Imán, que para los iraníes devotos del Islam es nada menos que un líder religioso y una suerte de guía que tiene un rango superior al de cualquier otra persona. En efecto, en este país el Imán tiene más poder que todas las demás autoridades, porque la constitución del país está inspirada en El Corán, que es el libro sagrado de los musulmanes. Con ese mero detalle el cineasta sugiere que los padres de este hombre lo bautizaron con ese nombre como una expresión de devoción religiosa.
Este radical giro al relato parangona a este hogar con lo que está sucediendo en el país, porque ambos son espacios de libertades amputadas por la intransigencia y de talante autoritario, por la postura prepotente de un hombre que, por un lado, padece la presión del régimen liberticida para el cual trabaja y, por otro, las interpelaciones en voz baja de sus propios familiares.
En esta tensa historia de casi tres horas de duración, que sin embargo no resulta excesivamente larga y menos aun aburrida, el espectador percibe la mutación que experimenta ese hogar acomodado y aparentemente apacible, donde las muestras de cariño son mínimas y los silencios prevalecen sobre las palabras, porque ni la mujer ni sus hijas tienen derecho a opinar sobre lo que está sucediendo en el país. Es decir, no tienen voz ni voto, porque el rígido statu quo hegemónico las transforma en personas sumisas y ciertamente con muy baja autoestima, por depender económicamente de una persona autoritaria y nada afectuosa.
Aunque inicialmente entre estas cuatro paredes no se percibe violencia explícita, si se respira una atmósfera de violencia implícita, por la represión que deben padecer las tres mujeres.
Más allá de inspirarse lejanamente en un hecho real, el guión de esta película se nutre naturalmente de la propia experiencia del realizador Mohammad Rasoulof, quien, durante las reiteradas detenciones que padeció por su activismo y su recurrente militancia opositora, fue interrogado por magistrados leales al régimen, en muchas ocasiones con los ojos vendados.
El cineasta iraní demuestra conocer minuciosamente cómo funciona la mecánica institucional del sistema judicial de la dictadura teológica, que castiga a los “infieles” con cárcel o bien con una “solución final” muy similar a la de los nazis: aplicándoles la pena de muerte.
Esta coyuntura deviene en una actitud permanentemente cautelosa por parte de los pobladores, que se cuidan para no ser identificados como opositores al régimen, pese a que, en los últimos años, las manifestaciones de protesta- siempre abortadas con brutal violencia- se han vuelto eventos casi cotidianos.
En este caso, aunque se observan concentraciones callejeras, que son reprimidas con golpes, gases lacrimógenos y balas de goma, la mayor tensión dramática sucede en el ámbito hogareño, cuando el hombre se transforma en juez de sus propios seres queridos y les aplica el mismo protocolo que a los presos que debe castigar. Obviamente, su interrogatorio apunta a saber quien le ha birlado la pistola y, en ese contexto, presiona a las tres mujeres para identificar a la “traidora” que ha perpetrado tal acto de osadía.
En los últimos veinte o veinticinco minutos, el relato aumenta superlativamente sus decibeles y, en ese contexto, adquiere un formato casi de thriller, con abundante violencia y suspenso, aunque jamás abandona su trazo intransferiblemente testimonial.
“El fruto del árbol sagrado” es un drama realmente devastador, que denuncia como un gobierno autoritario está destruyendo a su pueblo y como puede destruir a una familia, al haber inoculado el veneno del fanatismo en un hombre devastado por la culpa, pero aferrado a sus inmutables creencias religiosas y a la autoridad que estas le confieren.
No obstante, más allá de la rigurosidad y la dureza del planteo, el valiente realizador abre una vivificante hendija de esperanza, cuando transforma a las propias mujeres en protagonistas de una historia que inicialmente las presenta como seres marginales.
No queda claro si este giro es una mera expresión de deseo o en su país el sexo femenino realmente ha comenzado a desafiar al régimen. Obviamente, parece casi imposible saberlo con certeza, porque en una dictadura la libertad y la verdad están conculcadas.
El film vale por su plausible desarrollo argumental y su intenso ritmo narrativo, que trasunta, sin complacientes ambages, la tragedia de un pueblo terriblemente sojuzgado por la intolerancia y la extrema barbarie de un gobierno fundamentalista.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
El fruto del árbol sagrado. Irán, Francia, Alemania 2024. Director. Mohammad Rasoulof. Guionista Mohammad Rasoulof. Productor: Rozita Hendijanian, Mohammad Rasoulof, Amin Sadraei, Jean-Christophe Simon y Mani Tilgner. Música: Karzan Mahmood: Fotografía. Pooyan Aghababaei:Montaje: Andrew Bird. Reparto: Missagh Zareh, Niousha Akhshi, Amineh Mazrouie Arani, Setareh Maleki, Mahsa Rostami y. Soheila Golestani
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