«Mi vieja y querida dama”: la dramática comedia de la vida»

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Las dolorosas secuelas de una ruptura afectiva impactada por un contexto de mentiras, verdades ocultas y una intensa fragmentación familiar constituyen el disparador de “Mi vieja y querida dama”, la comedia dramática del dramaturgo, novelista y realizador norteamericano Israel Horovitz.

Esta película se adentra en un soterrado conflicto, que emerge a la superficie a raíz de la muerte de un acaudalado viudo que legó a su descendiente una propiedad de inapreciable valor económico.

En circunstancias normales, el trámite sucesorio transcurriría por los carriles jurídicos convencionales respetando los derechos adquiridos, acorde a lo que marcan las normas en la materia.

MI VIEJA Y QUERIDA...Sin embargo, una inesperada contingencia transforma el mero proceso de adjudicación del bien en un disenso con fuertes implicancias afectivas.

Tal el argumento de esta historia deliberadamente enrevesada, que discurre entre la mera comedia romántica de acento nostálgico y el drama.

En ese contexto, el protagonista del relato es Mathías Gold (Kevin Kline), un cincuentón neoyorquino alcohólico y arruinado que debe viajar a París, con el propósito de recibir un departamento que le dejó en herencia su fallecido progenitor.

Sin embargo, al llegar a la Ciudad Luz experimenta una profunda conmoción, cuando advierte que el inmueble está habitado por la anciana Matilde (Maggie Smith) y su hija Chloé (Kristin Scott Thomas).

Empero, el mayor obstáculo a un eventual desalojo no es la avanzada edad de la ocupante, sino una ley que la ampara en su voluntad de seguir residiendo en el lugar.

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El paraguas jurídico que protege a las dos inquilinas es el denominado usufructo vitalicio, que otorga a la beneficiaria del arrendamiento el derecho a ocupar esa vivienda hasta su muerte e incluso a percibir un estipendio por tal condición.

Por supuesto, la agraciada dama se niega a abandonar la propiedad- que en realidad es su hogar- lo cual, naturalmente, constituye el principal núcleo de disputa entre las partes.

La coyuntura supone todo un dilema ético para el promitente y en cierta medida malogrado propietario, quien padece un cuadro de agudo deterioro de sus finanzas y está aquejado de una profunda depresión, por haberse criado en una familia sin amor y por sus propias frustraciones afectivas.

Presentada en ese contexto, la película parece apenas una mera comedia agridulce de trazo epidérmico y sin otro propósito que el de entretener, con tres actores de fuste cuyas presencias constituyen una delicia para el paladar de los cinéfilos.

No obstante, a medida que avanza el relato, la trama adquiere ribetes bastante más complejos hasta derivar en una suerte de grave encrucijada.

Obviamente, la convivencia entre los tres personajes de este film concebido como puesta teatral se torna áspera y siempre tensa, por intereses contrapuestos que no parecen tener espacio para una eventual conciliación.

No se trata sólo de compartir espacios físicos, sino de recordar y adentrarse en un pasado impregnado de amarguras, mentiras y entretelones domésticos.

Otra dimensión del problema es el creciente interés del protagonista por la hija de la añosa inquilina, que condiciona los acontecimientos e incorpora a la historia un intransferible componente romántico.

Aquí entra en juego otro derecho tal vez más importante e inalienable pero no contemplado por las normas jurídicas: el derecho a la felicidad de dos personas ya maduras castigadas por la soledad y la tristeza.

“No tengo nada más que este departamento”, se lamenta este infortunado hombre que tiene sus derechos sucesorios congelados. Con la sabiduría que le otorga la experiencia y ante la inminencia de un final inexorable, la nonagenaria mujer le responde elocuentemente: “tienes vida por delante. No hay mayor riqueza”.

Este breve diálogo, que tiene una fuerte connotación simbólica y si se quiere hasta filosófica, reinterpreta el intrínseco valor del tiempo.

Esta reflexión –que tiene una frontalidad extrema- está también imbricada al amor como sentimiento, refugio y, por supuesto, sustento emocional.

“Mi vieja y querida dama” es una comedia agridulce y reflexiva decorada por subyugantes paisajes parisinos, que propone un ácido humor no exento de desencanto, lo cual en modo alguno condiciona el desarrollo de la trama dramática.

Empero, la mayor cualidad de esta película es un reparto actoral de primerísimo nivel, donde se lucen ampliamente  en sus respectivos roles Kevin Kline -en su mejor interpretación desde hace muchos años- la ya cuasi legendaria Maggie Smith y la siempre intensa y sugestiva Kristin Scott Thomas.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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