El arte con valor de mercado pero también como expresión cultural supuestamente decadente según los cánones de una ideología de talante autoritario, el arribismo, las radicales diferencias de clase y el odio racial que devino en violencia, son los cuatro desafiantes pilares argumentales de “El cuadro robado” la refinada película del realizador francés Pascal Bonitzer, que indaga en los entretelones de un mundillo exclusivo y exclusivista, sólo reservado a gente de alto rango social y alto poder adquisitivo, capaz de comprar lo que le plazca al precio que se le requiera.
Aunque tiene un formato casi de comedia, esta película visibiliza algunos temas del pasado, de
ahora y de siempre, que tienen connotaciones, sociales económicas y hasta históricas.
“Estoy acostumbrado a que me odien, es bueno para mis neuronas”, dice a modo de presentación el protagonista André Masson (Alex Lutz), quien es un especialista en arte y subastador que trabaja en París para una empresa de elite.
Por su extrema contundencia no exenta de sinceridad, esta reflexión seguramente disparará la curiosidad del lector. ¿El protagonista es realmente un villano odiado por otros o bien un héroe odiado por los villanos? Ni una cosa ni la otra. Es sí un ser humano de quirúrgica frialdad, que se mueve como pez en el agua en el millonario mercado de obras de arte, que en el mundo desarrollado tienen valor de mercado.
Obviamente, estos objetos, en este caso es un cuadro único de un autor famoso, tienen, para los comerciantes, valor de reventa y, para quienes los adquieren para incorporarlos a su colección personal, representan nada menos que estatus social. Por ende, de algún modo, el arte se transforma en poder económico y, aunque cueste creerlo por estos lares, en una industria muy lucrativa.

Naturalmente, esta tendencia es patrimonio de los países desarrollados, donde se amasan grandes fortunas y no de las naciones periféricas que, salvo excepciones, ostentan altos niveles de pobreza. Ello no quiere decir que invertir en arte sea un despilfarro, sino todo lo contrario, porque el arte moviliza la sensibilidad y, naturalmente, también moviliza en mercado.
“El cuadro robado” imbrica dos temas que no parecen tener a priori ninguna vinculación: el arte, representado en este caso por una pieza pictórica, y la ideología, en su expresión más visceral y extrema: el racismo. En efecto, en cierta medida, este es una historia de nazis pero sin nazis, porque la presencia de estos alienados contaminados por patología mesiánica, sólo se filtra en el relato de forma subyacente, ya que el cuadro de marras habría sido robado por estos criminales a un judío.
En efecto, se afirma que las hordas nacionalsocialistas amaban el arte, pero no cualquier arte sino aquel que era funcional a sus espurios propósitos. En ese contexto, veneraban el arte realista, monumental y propagandístico que exaltara los valores del régimen (pureza racial y militarismo) y rechazaban el arte moderno, al que calificaban como “degenerado” y lo confiscaban, destruían o vendían para financiar al régimen. Adolf Hitler tenía la ambición frustrada de ser artista y promovió un estilo «verdadero» basado en la tradición clásica, contrastando al arte moderno, que consideraba estafa, el cual fue purgado por la terrible dictadura hitleriana en 1939, año del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Los nazis robaron sistemáticamente miles de cuadros y obras de arte, principalmente a coleccionistas judíos en Alemania y países ocupados, como Francia y los Países Bajos, mediante expropiaciones y ventas forzadas, para enriquecer sus colecciones y financiar al régimen, mientras destruían el arte moderno, siendo la figura de Hermann Göring clave en la administración de este saqueo masivo. Estos bienes culturales fueron acumulados, vendidos o escondidos, y muchos siguen siendo objeto de investigación y restitución en el presente. En ese marco, la desaparición y destino de algunas obras emblemáticas sigue en vuelta por una aureola de misterio.

El denominado arte degenerado fue denostado, a partir de la exposición realizada en Munich en 1937. Según la visión de estos alienados nazis, el arte moderno era una representación de de la decadencia, con connotaciones judías y bolcheviques, en contraste con el denominado arte heroico, que exaltaba la supuesta pureza de la raza aria. En esas circunstancias, era prohibido y sus autores eran perseguidos y despedidos de sus trabajos. Esa era una estrategia destinada a desmotivarlos a seguir creando. Algunas de las víctimas de la demencia fueron los maestros Otto Dix, Max Beckmann, Ernst Ludwig Kirchner, Oskar Schlemmer, Marc Chagall, Lyonel Feininger y Paul Klee, entre otros.
En septiembre de 1933, los nazis crearon la Cámara de Cultura del Reich. Los funcionarios de esta organización supervisaban la producción de arte, música, películas, teatro, radio y literatura en Alemania. De este modo, apuntaban a controlar todos los aspectos de la vida cotidiana de Alemania, conscientes que el arte es movilizador y, en algunos casos, puede ser contestatario. En efecto, para ellos el arte degenerado era sinónimo de desorden y de pacifismo, lo que contrastaba con la ideología nazi que pregonaba la violencia política y la supuesta hegemonía de la raza pura que se presentaba ante la sociedad como modelo.
Precisamente el arte degenerado es el pretexto del realizador Pascal Bonitzer para crear este film. Se trata de una historia que mixtura la comedia con el drama, con trasfondo histórico.
Las primeras escenas ya anticipan el ulterior curso del relato, cuando el famoso rematador concurre a la mansión de una mujer mayor muy acaudalada, que está virtualmente ciega, en compañía de su joven asistente Aurore (Louise Chevillotte). En ese contexto, el discurso de la anciana revela un visceral odio de clase, ya que desea vender un valioso cuadro para que no lo herede su hija, quien se relacionó, obviamente contra la voluntad de su madre, con un joven de etnia negra. En tal sentido, no resulta paradójico que la mujer tenga una mucama de color, ya que considera que las personas de tez oscura deben ocupar el peldaño más bajo de la sociedad y sólo desempeñar tareas de baja calificación y servir a amos blancos.
Esta primera secuencia no tiene ninguna vinculación con el posterior desarrollo de la narración y funge apenas como una suerte de pantallazo y disparador, para exhibir todas las mezquindades y las miserias de la alta burguesía que es, por razones obvias, la mayor clientela de la lucrativa industria de arte. En efecto, la frialdad de esta millonaria mujer, que no vuelve a aparecer, contrasta con la sensibilidad que se debe tenerse para crear o para apreciar el arte.
Esa suerte de insensibilidad se traslada al protagonista, a la sazón rematador estrella de una poderosa empresa comercial de arte, quien reproduce ese desprecio con su propia asistente, a quen somete a una de las peores expresiones de maltrato: el menosprecio. Es tan exacerbado ese sentimiento clasista, que incluso el hombre ignora a la mujer cuando esta insinúa que aspira a tener un acercamiento romántico con él. En efecto, la rechaza radialmente, pese a ella es bastante más joven, lo cual parece insólito pero es congruente con el perfil del protagonista.
Esa espartana austeridad se traslada incluso a su vida privada, ya que se trata de un solitario, quien pese a mantener un buen vínculo con su ex esposa, parece no tener aspiraciones de reconstruir su vida afectiva. En ese contexto, se refugia en la bebida como una suerte de escapismo. En realidad, sabe que, por más que gane cotidianamente miles de euros por concepto de comisiones, es realmente un desgraciado, ya que su vida sólo adquiere sentido cuando está trabajando.
Lo que parecía una rutina de trabajo realmente aplastante cambia radicalmente, cuando en una modesta casa de trabajadores de baja clase social, aparece un cuadro perdido de Egon Schiele, una figura clave del expresionismo austríaco. Todo parece indicar que la pieza pictórica fue hurtada por los nazis a un judío, en el marco de la feroz ofensiva antisemita emprendida por estos dementes entre las décadas del treinta y el cuarenta del siglo pasado. Al parecer, el cuadro en cuestión es “Sonnenblumen” (“Los girasoles marchitos, Otoño Verano II”), pintado en 1914 por Schiele, quien fue discípulo de Vincent Van Gogh y, con esta obra, procuró interpretar “Los girasoles” del célebre artista neerlandés.
Confirmada la autenticidad de la obra de arte, esta es reclamada por familiares del propietario original, alegando que les pertenece. Sin embargo, también estas personas exhiben una incalificable insensibilidad, ya que no desean recuperar el cuadro para conservarlo como un legado de su ascendiente, sino para comercializarlo al mejor postor, con la plena convicción que la obra tendrá una cotización millonaria.
En ese marco, al igual que al comienzo de la película, aflora la mezquindad de personas que sólo ven en el arte un negocio, pese a que son descendientes de un judío perseguido.
Es radical la diferencia con la familia molesta, integrada por una mujer y su hijo, que encontraron el cuadro en su casa, quienes sólo aspiran a una compensación y no a negociar con el tesoro que tienen entre manos. Evidentemente, tienen otra sensibilidad porque pertenecen a una clase social que está alejada a años luz de la fauna en la cual interactúan la mayoría de los personajes, en un contexto que se rige por la oferta y la demanda y no por el afecto o por los sentimientos.
Aunque no tiene nada de sorpresivo, queda claro, una vez más, que el poder económico es realmente el poder hegemónico como sucede en cualquier sociedad capitalista, rígidamente organizada en clases sociales. En el caso de los países periféricos esta estructura deviene en una inmoral desigualdad social, que llega a adquirir el rango de obscenidad.
No en vano, en Uruguay la posibilidad que se cobre un adicional de apenas un 1% al Impuesto al Patrimonio a los millonarios pone los pelos de punta a la oligarquía y a sus socios políticos, mientras más de 600.000 uruguayos sobreviven en la pobreza, según el nuevo sistema de medición de pobreza multidimensional. Es la cultura del egoísmo que está enquistada en una parte de la sociedad uruguaya, que contrasta con la solidaridad de trabajadores que afloró durante la pandemia, con el propósito de asistir a los uruguayos que se cayeron virtualmente del sistema. Por ende, esa mezquindad no es patrimonio de las naciones desarrolladas, donde también existe la inequidad de clase.

Este mundillo elitista es retratado en forma por demás elocuente por el realizador galo, que transforma el salón donde se celebran los remates en una suerte de reproducción en escala de un porción de la sociedad que vive en una suerte de mundo paralelo, en el cual abundan más la ambición, el estatus y la codicia, que contrastan con la mera sensibilidad en la apreciación del arte como una expresión superior del espíritu.
Para el protagonista, que es un solitario empedernido que se refugia en el alcohol para sobrevivir y procesar su voluntaria soledad, cada subasta es no sólo ganancia, sino también adrenalina pura y, naturalmente, reconocimiento, grandeza fabricada y protagonismo. En efecto, antes que un hombre, es un especialista de arte y un rematador. Fuera de ese rol virtualmente no existe. En tanto, su asistente es también una mujer ambiciosa. Sin embargo, prefiere perderlo todo antes de humillarse. Es decir, posee una sobredosis de dignidad de la cual naturalmente carece su jefe, quien, a su vez, debe soportar el peso del poder de sus jerarquías, con el propósito de conservar su propia parcela de poder.
“El cuadro robado” es un sutil retrato de las costumbres de la clase burguesa, que, mientras gana toneladas de dinero, compra arte para satisfacer su propia soberbia y para destacar en un universo humano en el cual las personas valen por lo que tienen pero no por lo que realmente son.
En ese contexto, sobrevuela la memoria de la barbarie del nazismo, que, aunque no se explicite, está presente a través de la definición de arte degenerado, que revela la patología de una corriente ideológica signada por el odio, la violencia y el supremacismo. Asimismo, la película reflexiona sobre las diferencias de clase y en torno al racismo, lo cual confirma que el menosprecio por el diferente está vigente, como si la burguesía que protagoniza esta película se creyera perteneciente a un linaje más alto que sus semejantes y tal vez con una genética de raza pura.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
El cuadro robado (Le tableau volè). Francia 2024. Dirección: Pascal Bonitzer. Guión: Pascal Bonitzer, Iliana Lolic. Fotografía: Pierre Milon. Música: Alexei Aigui. Edición: Monica Coleman. Reparto: Alex Lutz, Léa Drucker, Arcadi Radeff, Nora Hamzawi, Louise Chevillotte, Arcadi Radeff y Laurence Côte.
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