CINE |“Mandarinas”: la guerra como dantesco drama cotidiano“

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Las devastadoras consecuencias de una conflagración bélica  absolutamente irracional alimentada por patológicos nacionalismos exacerbados es la materia temática que aborda “Mandarinas”, el gran film testimonial del realizador georgiano Zaza Urushadze.

La película está ambientada durante la denominada Guerra de Abjasia -que transcurrió entre 1992 y 1993- y fue uno de las tantas derivaciones de la implosión y ulterior disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que culminó con la independencia de las quince repúblicas entre el 11 de marzo y el 25 de diciembre de 1991.

Por supuesto, una de las peores consecuencias de la desaparición de la URSS, más allá de eventuales mutaciones políticas o territoriales y de la radical reconfiguración de la correlación de poder a nivel global, fue la resurrección de los ultra-nacionalismos y los fanatismos religiosos que permanecían latentes en la región.mandarinas-3

Este breve pero no menos sangriento conflicto que enfrentó al ejército georgiano con las milicias abjasias,  tuvo, como todas las confrontaciones de esta naturaleza, dramáticas secuelas para la población civil.

En esa oportunidad, nuevamente la perversa lógica de las armas se impuso sobre la negociación para dirimir diferencias y arribar a consensos en torno a contenciosos territoriales y reivindicaciones de naturaleza étnica e histórica.

Es precisamente en esa escenografía lacerada por la violencia extrema en la cual se desarrolla “Mandarinas”, un relato que, por su singular estética, condesa la mejor tradición de cine de esas latitudes en materia expresiva.

En ese contexto, la historia transcurre en una zona habitada por dos estonios en Georgia, que es fuertemente disputada por los bandos beligerantes.

Allí, en ese espacio rural desolado y abandonado por la mayoría de los pobladores, están radicados el anciano Ivo Ivo (Lembit Ulfsak), un artesano que trabaja con madera y fabrica cajones para transportar alimentos, y Margus (Elmo Nüganen), un agricultor y plantador de mandarinas.

Pese a los riesgos emergentes de ese contexto de guerra, ninguno de ellos desea abandonar su tierra, en una suerte de testimonio de reivindicación del sentido de pertenencia. Además, por supuesto, los une una entrañable amistad.

Mientras ambos aguardan el arribo de un contingente militar que presumiblemente los ayudará a recolectar la cosecha de cítricos, el indomeñable demonio de la guerra aterrizará precisamente en sus propiedades.

El corolario de ese estado de tensión es un trágico enfrentamiento entre bandos. Tras el cese de las hostilidades que se lauda con varios muertos, cuyos cuerpos son luego sepultados, Ivo logra rescatar con vida a un sobreviviente checheno y a un georgiano: Ahmed (Giorgi Nakashidze) y Niko (Misha Meskhi).

Los heridos son trasladados a la modesta vivienda del anfitrión, donde este los cura, los alimenta y les prodiga todas suerte de cuidados, previniendo eventuales enfrentamientos.

En efecto, inspirados por el odio que ha enfermado sus espíritus, ambos mantienen acaloradas discusiones, profieren permanentes amenazas y se desafían mutuamente.

Sin embargo, esos conatos de violencia son puntualmente desactivados por el artesano, quien, con su desinteresado gesto de suprema y generosa solidaridad, les ha impartido una auténtica lección de vida.

En esas circunstancias, la mansedumbre del paisaje es alterada por esporádicos cañoneos y explosiones, que dan cuenta del peligro que entraña habitar en el lugar.

No obstante, esa ominosa pesadilla que se divisa en el horizonte contrasta con la austera calma y mesura del artesano y el agricultor, quienes brindan una auténtica cátedra de convivencia e incluso intentan trasmitir ese espíritu pacifista a sus ocasionales huéspedes.

Para ellos, la prioridad es naturalmente esa cosecha de mandarinas, cuyo nacimiento simboliza el afloramiento de la vida en el centro de una dantesca escenografía de muerte.
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No entienden el conflicto armado ni lo quieren entender, porque en el subyace la lucha por el poder que se dirime en la órbita política y casi nunca contempla la sensibilidad de los colectivos sociales.

“Mandarinas” es, sin dudas, una película de acento testimonial que recrea los estragos provocados por la ceguera del odio y la intolerancia, tanto en materia étnica como religiosa.

Es, asimismo, un potente y sensible ensayo que reflexiona sobre la solidaridad, entendida como una práctica desinteresada y de naturaleza intrínsecamente humanista.

Tanto la fotografía como la música, las cuales se conjugan armónicamente con la imagen que condensa paisajes de inenarrable y bucólica belleza, trasuntan esa radical colisión entre la dramática furia genocida de la guerra y la vida como supremo proyecto existencial.

 

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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