Al comenzar la tercera década del siglo XXI, la izquierda y las fuerzas progresistas de América Latina vienen siendo convocadas para gobernar México y Argentina, y lo mismo sucederá en Chile y en Bolivia, después de sus elecciones presidenciales de 2020. Y no es imposible que esto se repita en Brasil, e incluso en Colombia, después de 2022. En un momento en el que crece en todo el continente latinoamericano – menos en Brasil, por ahora – la conciencia de que las políticas neoliberales no logran atender la necesidad de un crecimiento económico acelerado, ni mucho menos la urgencia de la eliminación de la miseria y de la disminución de la desigualdad social. Pero en un momento en el que también crece la conciencia de que el viejo modelo nacional-desarrollista agotó su potencial, después de completar la agenda de la Segunda Revolución Industrial, y después perder el apoyo norteamericano, a fines de los años 70.
Entre 1922 y 1926, Leon Blum desarrolló una distinción conceptual entre la “conquista del poder” y el “ejercicio del poder”. La “conquista del poder” era una idea revolucionaria aunque no fuese necesariamente un acto violento, que llevaría a un nuevo orden social basado en nuevas relaciones de propiedad [..] y el segundo concepto – de “ejercicio del poder” – funcionaría como una justificación teórica para cuando el Partido Socialista Francés se viese obligado a gobernar, antes que las condiciones de la conquista del poder hubiesen madurado” (Sassoon, “One Hundred Years of Socialism”, Fontana Press, London, 1997, p. 53)
Aún en el caso del “social-desarrollismo” del gobierno Lula, que tuvo un gran éxito económico y social en sus primeros diez años, se discute todavía hoy porqué él no consiguió dar una respuesta adecuada a la desaceleración de la economía mundial, a la pérdida de su apoyo empresarial y al boicot parlamentario que sufrió de las fuerzas conservadoras. Muchos todavía piensan que todo fue consecuencia de algún “error” de política económica, cuando de hecho el gobierno fue sorprendido por una gran mutación sociológica interna, promovida por sus propias políticas, y por un “tifón” geopolítico y geoeconómico internacional que puso a Brasil de rodillas, en una “bifurcación histórica” en que las fórmulas y soluciones tradicionales ya no funcionan más.
En este momento, para no perder la lucha por el futuro, es fundamental que la izquierda relea y repiense su propia historia, en particular la historia de su relación con el gobierno, y con la dificultad de gobernar y reformar – al mismo tiempo – una economía capitalista periférica y extremamente desigual.
El problema de la “gestión socialista” del capitalismo sólo se asentó efectivamente para los partidos socialistas y comunistas europeos en el momento en que fueron convocados a participar, de forma urgente y minoritaria, en los gobiernos de “unidad nacional” y en los “frentes populares” que se formaron durante la Primera Guerra Mundial y la crisis económico-financiera de 1929/30. Dos situaciones “emergenciales” en que la izquierda abandonó – por primera vez -– sus objetivos revolucionarios para ayudar a las fuerzas conservadoras a responder a un desafío grave e inmediato que amenazaba a sus naciones.
En aquel momento, los principales problemas eran el desempleo masivo y la hiperinflación, provocados por el colapso de las economías europeas, y los partidos de izquierda no tenían ninguna posición propia sobre este asunto, que no estaba previsto, literalmente, en sus debates doctrinarios del siglo XIX. Por esto, cuando fueron llamados a ocupar posiciones de gobierno, y en algunos casos los propios ministerios económicos, acabaron repitiendo las mismas ideas y políticas ortodoxas practicadas por los gobiernos conservadores anteriores a la guerra. La notable excepción fueron los socialdemócratas suecos, que enfrentaron la crisis del 30 con una política original y osada de incentivo al crecimiento económico y al pleno empleo, a través de las políticas anticíclicas propuestas por la Escuela de Estocolmo, de Johan Wicksell.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra, al conquistar el gobierno de Inglaterra y de Austria, Bélgica, Holanda y de la propia Suecia, los laboristas ingleses y los gobiernos socialdemócratas de estos pequeños países experimentaron, con gran éxito, un nuevo tipo de “pacto social” apuntando a regular precios y salarios, y un nuevo tipo de planeamiento económico democrático, inspirado en la propia experiencia de dos Grandes Guerras. Después de esto, ya en los años 50, la izquierda europea acabó formulando progresivamente las ideas básicas de dos grandes estrategias fundamentales: la primera y más exitosa, de construcción del “Estado de bienestar social”, adoptado por casi todos los partidos y gobiernos socialdemócratas y laboristas de Europa, en las décadas del 60 y 70; y la segunda, asociada más directamente a los comunistas franceses, que proponía la construcción de un “capitalismo organizado de Estado”, pero que fue muy poco utilizada por los gobiernos socialdemócratas de aquel período, a pesar de haber ejercido una gran influencia sobre la izquierda “nacional-desarrollista” latinoamericana.
El programa socialdemócrata de construcción del “Estado de bienestar social” combinaba una política fiscal activa del “tipo keynesiano”, con el objetivo del pleno empleo, a través de la construcción de sistemas de salud, educación y protección social públicos y universales, junto con una fuerte inversión estatal en redes de infraestructura y de transporte público. Ya el proyecto del “capitalismo” proponía la creación de un sector productivo estatal que fuese estratégico y que liderase el desarrollo de una economía nacional capitalista dinámica e igualitaria.
A partir de los años 80, pero sobre todo después de la “Caída del Muro de Berlín” y de la crisis i comunismo internacional, los socialistas y socialdemócratas europeos adhirieron a la gran “onda neoliberal” iniciada y difundida por los países anglosajones. En este período, la transición democrática y el neoliberalismo del gobierno socialista de Felipe González se transformaron en una especie de un “show case” que tuvo un gran impacto sobre la izquierda mundial, y en particular, sobre la izquierda latinoamericana. Mucho más que la “deserción keynesiana” del gobierno de François Mitterrand, con su estatismo mitigado y “gaullismo europeizado”. González fue electo con un programa clásico de gobierno de tipo keynesiano, con un plan negociado de estabilización y crecimiento económico volcado hacia el pleno empleo y hacia la disminución de la desigualdad social. Pero enseguida del inicio de su gobierno, así como Mitterrand, González abandonó su política económica inicial y su proyecto de “Estado de bienestar social”, cambiando la idea de un “pacto social” por la ortodoxia fiscal y el desempleo, como forma de controlar precios y salarios, y abandonando completamente la idea de utilización y fortalecimiento del sector productivo estatal español, que venía del período franquista y era bastante expresiva. A fines del siglo XX, sin embargo, ya había quedado claro que las nuevas políticas y reformas neoliberales habían disminuido la participación de los salarios en la renta nacional, restringido y condicionado los gastos sociales, acabado con la seguridad del trabajador y promovido un aumento gigantesco del desempleo, sobre todo en el caso español. Con el paso del tiempo, fue quedando claro que las nuevas políticas tenían un viés fuertemente “pro capital”, como en el caso de las políticas anteriores, pero no producían los mismos resultados favorables a los trabajadores, como fue el caso del “Estado de bienestar social” y del pleno empleo del ”período keynesiano”. Como consecuencia, la izquierda europea sufrió sucesivas derrotas electorales y acabó perdiendo enteramente su propia identidad, al contribuir para la destrucción de su principal obra, que había sido el “Estado de bienestar social”. Culminó con el caso dramático de la victoria y humillación sucesiva, por parte de la Unión Europea, del gobierno de izquierda de Alexis Tsipas, en Grecia, en 2015. De ahí hacia adelante, lo que se confirmó fue un avance generalizado de las fuerzas de derecha y una verdadera “resaca progresista” que sólo se comenzó a disipar recientemente, con la victoria electoral y la formación de los gobiernos de izquierda en Portugal y en España, a pesar de que aún no se tiene una perspectiva muy clara sobre su futuro en esta tercera década del siglo XXI.
En América Latina, la historia de la izquierda y de su experiencia gubernamental siguió una trayectoria diferente a la de Europa, pero sufrió una gran influencia de las ideas y estrategias discutidas y seguidas por los europeos. De una forma muy sintética, se puede afirmar que todo comenzó con la propuesta revolucionaria del Plan Ayala, presentado en 1911 por el líder campesino de la Revolución Mexicana, Emiliano Zapata. Zapata proponía la colectivización de la propiedad de la tierra y su devolución a la comunidad de los indios y campesinos mexicanos. Zapata fue derrotado y muerto, pero su programa agrario fue retomado algunos años después, por el presidente Lázaro Cárdenas, un militar nacionalista que gobernó México entre 1936 y 1940 y creó el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó el país durante casi todo el siglo XX. El gobierno de Cárdenas hizo la reforma agraria, estatizó las empresas extranjeras productoras de petróleo, creó los primeros bancos estatales de desarrollo industrial y de comercio exterior de América Latina, invirtió en infraestructura, llevó a cabo políticas de industrialización y protección del mercado interno mexicano, creó una legislación laborista, tomó medidas de protección social de los trabajadores y ejerció una política exterior independiente y anti-imperialista.
Lo fundamental de esta historia, sin embargo, para la izquierda latinoamericana, es que este programa de políticas públicas del gobierno de Cárdenas se transformó, después de él, en una especie de denominador común de varios gobiernos latinoamericanos – “nacional-populares” o “nacional-desarrollistas” – como fue el caso de Perón, en Argentina; de Vargas, en Brasil; de Velasco Ibarra, en Ecuador; y de Paz Estensoro, en Bolivia. Ninguno de ellos era socialista, comunista o socialdemócrata, ni siquiera eran de izquierda, pero sus propuestas políticas y posiciones en el campo de la política exterior se transformaron en una especie de paradigma básico que acabó siendo adoptado y apoyado por casi toda la izquierda reformista latinoamericana, por lo menos hasta 1980.
En grandes líneas, fueron estos mismos ideales y objetivos que inspiraron la revolución campesina boliviana de 1952; el gobierno democrático de Jacobo Arbenz, en Guatemala, entre 1951 y 1954; la primera fase de la revolución cubana, entre 1959 y 1962; el gobierno militar reformista del general Velasco Alvarado, en Perú, entre 1968 y 1975; y el propio gobierno de Salvador Allende, en Chile, entre 1970 y 1973. En el caso de Cuba, sin embargo, la invasión de 1961 y las sanciones americanas apresuraron la opción socialista, que llevó al gobierno de Fidel Castro a la colectivización de la tierra y la estatización y planeamiento central de la economía. El mismo modelo que orientaría, más tarde, la primera fase de la revolución sandinista de Nicaragua, de 1979, y el propio “socialismo del siglo XXI”, propuesto por el ex presidente de Venezuela, Hugo Chávez que volvió a despertar la ira de los Estados Unidos y acabó transformando a Venezuela en el segundo país de América Latina que desafiaba la Doctrina Monroe.
Por José Luís Fiori
Brasil- Profesor permanente del Programa de Pos-Grado en Economía Política Internacional, PEPI, coordinador del GP de la UFRJ/CNPQ, autor de diversas publicaciones y libros.
28 de enero de 2020
Traducido para LA ONDA DIGITAL por Cristina Iriarte
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