El sueño del represor es la pesadilla del pueblo

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Que las situaciones extraordinarias, las catástrofes y los peligros, reales o imaginarios, son capaces de exponer lo mejor de los seres humanos y también lo peor, la solidaridad y la abnegación junto al egoísmo y la brutalidad, ha sido una preocupación eterna y duradera expresada en las leyendas, la literatura, el teatro y los mitos, el cine y las redes, desde la antiguedad hasta el día de hoy.

 El Uruguay afortunadamente está exento de terremotos, erupciones, tsunamis y otros cataclismos de afectación masiva con la única excepción de tornados (típicos de nuestra geografía climática) y de inundaciones violentas que nos hacen sentir la pisada de uno de los monstruos grandes de nuestra era: el cambio climático.

 La propagación de este coronavirus, el Covid 19, nos ha remitido en forma repentina a una tensión social que no existía desde la dictadura cívico militar que abatió sobre el país la nube negra del terrorismo de Estado (1973-1985). Con sus esbirros, sus torturadores y secuestradores, los delatores y los indiferentes y también con la cálida solidaridad, la protección, el apoyo y la simpatía de un pueblo que no en vano había cantado aquel “tiranos temblad”.

 Pero el Covid 19 se parece más a una catástrofe natural, aunque haya sido un episodio sordo de guerra bacteriológica o el resultado de un negociado tenebroso, en todo caso más tenebroso que la industria tabacalera por ejemplo que, como es sabido, es la que promueve la muerte de sus clientes. La pandemia no es una catástrofe social pero al igual que estas (guerras, invasiones, dictaduras) dejará secuelas y hará aflorar manifestaciones de profundo significado social: algunas buenas y denodadas, otras inconducentes o erradas y otras muy malas, mezquinas y crueles.

 Así que ahora, la limitación voluntaria o inducida de la actividad pública, el “distanciamiento social” necesario, introduce otros elementos intermedios entre el amor y el odio, entre la amabilidad y el desprecio: la incertidumbre, la indiferencia, el individualismo y el temor a la soledad y a la muerte. En general a todos nos reclama reflexión, tranquilidad de espíritu y la detección temprana, en nosotros mismos y en nuestro entorno, de los indicios positivos – para apoyarlos y desarrollarlos – y de los negativos – para denunciarlos y repelerlos – porque inevitablemente esta pandemia, independientemente de su decurso y del destino de cada uno de nosotros, dejará una huella no solamente en la economía y en los hábitos sino en el reflejo social que producen las catástrofes.

Suele ser un ejercicio interesante informarse acerca de lo que ha sucedido en las grandes pandemias que el mundo ha sufrido desde la peste negra que asoló el orbe hace setecientos años hasta las catástrofes de los siglos XIX y XX (el cólera, el tifus, la tuberculosis, la viruela, la fiebre amarilla, la sífilis, la gripe de 1918/1919, la poliomielitis, el VIH, el ébola) que siempre formaron el cortejo de los cuatro jinetes del Apocalipsis (en el caballo blanco de la conquista, el rojo de la guerra, el negro del hambre y el bayo de la muerte).

 En mayor o menor medida casi todas estas enfermedades pasaron por nuestro país y dejaron su testimonio de muerte y terror. Muchas estuvieron vinculadas con la guerra porque, como es sabido, en todas las guerras, sin excepción, las bajas por enfermedades pestíferas siempre han sido mayores que las bajas en combate. Afortunadamente nuestras guerras verdaderas apenas llegaron a principios del siglo pasado.

 Las epidemias dejaron huella. Muchos recordamos el pánico que suscitaba en nuestros abuelos la tuberculosis. Es suficiente recordar las letras de muchos tangos y óperas de época y las increíbles recetas alimentarias y para evitar el contagio. La generación de nuestros padres fue ensombrecida por el temor a la poliomielitis hasta la aparición de las vacunas (Salk en 1955 y Sabin en 1962). Uno de mis recuerdos más tétricos de mis lejanas épocas escolares era el temor que nos infundían – con la mejor de las intenciones – las películas y carteles pesadillescos destinados a combatir la hidatidosis.

 Ahora bien, las medidas de salud pública que suelen adoptarse para enfrentar epidemias y catástrofes suelen contener limitaciones, a la libertad de movimientos u otros derechos esenciales. El problema radica en que muchos de los encargados de difundir y hacer cumplir esas medidas tienen una actitud contaminada con pujos autoritarios. Es decir, no comprenden que la disciplina social no puede ser establecida a garrotazos, los valores hechos tragar a la fuerza. No comprenden que las limitaciones deben ser asumidas en forma consciente por la población y no impuestas en forma autoritaria para sacar algún miserable provecho político.

 Entonces aparecen las caras más feas de los fenómenos que ponen a prueba a las sociedades. Desde los indiferentes que hacen del primitivo mecanismo de la negación su razón de ser, como ante los accidentes: “esto no me va a pasar a mi, no me puede estar pasando a mi, no me ha pasado a mi”. Hasta los que se toman en serio el llamado “principio de autoridad” (“yo tengo toda la autoridad y la razón, los demás no tienen nada”) y aprovechan cualquier resquicio para imponer “su autoridad”, pasando por toda la gama de acaparadores, estafadores, charlatanes, vendedores de pócimas y pícaros de variado pelaje.

 Seguramente la señora Carmela pertenece a la primera categoría, la de los indiferentes individualistas (con unas dosis no menospreciable de tilinguería y estupidez). Seguramente el que dispuso que un patrullero recorriera la rambla desierta vociferando por altoparlantes que los viandantes debían abandonar el lugar y recluirse en sus domicilios y el guardavidas que persiguió a una joven que corría solitaria por una playa desierta insultándola, pertenecen a esa segunda categoría. Es el sueño del represor y la pesadilla del pueblo.

 

Por Lic. Fernando Britos V.

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