OR GIANNI MINÁ
Mi relación con Maradona siempre ha sido muy franca. Respetaba al campeón, el genio de la pelota, pero también al hombre, sobre el que sabía que no tenía derechos sólo por ser él una figura pública y yo periodista. Por esta razón creo que siempre ha respetado mis derechos y mi necesidad, a veces, de hacerle preguntas difíciles. La comunicación moderna a menudo supone que un artista, sólo por su fama, estaría obligado a decir siempre que sí a las supuestas necesidades periodísticas y comerciales de la industria de los medios. Las negativas de Maradona, quien a menudo ha rechazado esta lógica ambigua, han sido criminalizadas muchas veces. Un destino que no es compartido, por ejemplo, por Platini, quien como Diego siempre ha dicho “no” a esta arrogancia del periodismo moderno, pero ha tenido la previsión de no hacerlo brutalmente, sino más bien con una sonrisa sarcástica al engreído reportero que “después de lo que escribiste hoy, estás descalificado por seis meses. Vuelve a mí al final de este tiempo”. El irónico francés estaba seguro de que su interlocutor –asaltado por la vergüenza– no respondería y que la Juventus lo protegería de cualquier controversia posterior. En Maradona, esta protección en Nápoles no se otorgó. Por el contrario, para tratar de no pagarle los últimos dos años de contrato, a pesar de las muchas victorias que le había dado en pocos años, en 1991 se preparó una trampa alrededor de un doping en un partido con Bari, y se lo obligó a abandonar Italia rápidamente. Sin embargo, nadie, ni el presidente Ferlaino ni sus compañeros (que por este motivo todavía lo adoran), ni los periodistas, ni el público de Nápoles, han tenido alguna razón para dudar de la lealtad de Diego.
Diego con el periodista italiano Gianni Miná.
En este breve recuerdo, y para confirmar esta declaración, quiero relatar un episodio simple sobre nuestra relación de respeto mutuo. Para la Copa Mundial de 1990, con la ayuda del director de RAI Uno, Carlo Fuscagni, tenía un espacio por la noche, después de las últimas noticias, donde proponía retratos o testimonios del torneo, fuera de los tópicos habituales. Sin embargo, esta pequeña transmisión titulada “Zona Cesarini” había despertado la molestia de los jóvenes reporteros que ocupaban en esa temporada todo el espacio posible del día o de la noche. La circunstancia no había escapado a Maradona, y conté con toda su simpatía y colaboración. En la tarde anterior a la semifinal Argentina-Italia en el estadio de Fuorigrotta, en Nápoles, frente a una audiencia dividida entre el amor por nuestro equipo nacional y la pasión por él, Diego me prometió por teléfono: “Sea como sea voy a ir a tu micrófono para darte mi comentario. Y quiero aclarar, sólo a tu micrófono”. El juego fue como todos saben. Gol de Schillaci y empate de Caniggia por una salida algo imprudente de Zenga. Luego suplementario y penales con el último, el fundamental, marcado precisamente por el que los napolitanos entonces llamaban “Isso”, es decir, Él, el Dios de la pelota. El ambiente reflejaba una gran inquietud. Maradona, por segunda vez en cuatro años, había llevado a la Argentina a la final de una Copa del Mundo, que Alemania, unos días después, le robaría por una penalización del árbitro mexicano Codesal, yerno del vicepresidente de FIFA Guillermo Cañedo, que como Havelange, el presidente brasileño del máximo organismo, no habrían soportado dos victorias consecutivas de Argentina durante la última parte de su gestión.
En ese contexto, esa noche yo tenía todas las chances de que Maradona abandonara nuestra cita. Pero en cambio no alcancé a bajar al vestuario cuando, desde la enorme puerta que separaba los cuartos de baño de las salas de televisión, apareció Diego, vestido con la ropa de juego, sucio de barro y pasto. Había, es cierto, en su mirada una expresión un tanto irónica de desafío y venganza hacia un ambiente que en esa Copa del Mundo no le había perdonado nada. Pero también estaba su culto a la lealtad que, por ejemplo, registraba que sólo había sido expulsado del campo un par de veces en casi veinte años de fútbol. Comenzamos la entrevista, la más codiciada del mundo en ese momento. Era un programa grabado que se emitiría media hora después, porque más de treinta años en la RAI no me habían hecho “merecer” el honor de la transmisión en vivo, concedido a los gusanos más inútiles. Pero a la mitad de la nota nos interrumpieron brutalmente, no tanto Galeazzi (a quien Diego le hizo un par de bromas) sino algunos de esos reporteros de asalto que consideraban que la RAI era suya y que, a pesar de tener un puesto cerca de los entrenadores del equipo, también querían tomar el que estaba entrevistando a Maradona. El Pibe de Oro los cortó: “Estoy aquí para hablar con Minà. Lo tenemos combinado desde ayer. Si me necesita, comuníquese con la oficina de prensa de la Selección. Si hay tiempo, le daremos unos minutos”. Esperó a mi lado hasta terminar la entrevista con un intrépido entrenador de fútbol italiano dispuesto a hablar en esa noche de desolación, y luego se sentó nuevamente y terminamos nuestro diálogo interrumpido. Ese testimonio especial, de unos veinte minutos, también fue solicitado por los colegas argentinos, y se emitió después de las noticias de la noche. Fue una entrevista única y periodísticamente irrepetible, sólo por el hábito de Diego Maradona de mantener la palabra dada.
Hizo lo mismo en el Mundial de Estados Unidos del 94 después de haber garantizado la participación de la querida Argentina en el partido de play off contra Australia y participado de tres juegos al comienzo de la Copa, antes de que lo pararan. Vale la pena recordar que la federación de su amado país ni siquiera había enviado un abogado para desestimar legalmente la imputación que se le hacía: “Preferían perforar el corazón de un niño con un cuchillo”, comentó Fernando Signorini, su entrenador y asesor, cuando nos encontramos a la mañana siguiente y le pude hacer la entrevista que habíamos acordado.
En resumen, esta forma de comportarse como adulto y como niño lo llevó a superar todas las adversidades y peligros de su vida, incluso aquellos que parecían imposibles. Desde el barro de Villa Fiorito, en la provincia de Buenos Aires, donde comenzó su aventura como el mejor futbolista de la historia, hasta la militancia política en los partidos progresistas latinoamericanos por los que puso su cara muchas veces. Ningún jugador ha ido tan lejos.
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