El olvido de Elokim “es tan grande como su memoria”
Gioconda Belli
Este año tan particular, he leído dos obras que, por una o por otra razón, me han impresionado favorablemente. La primera es la novela Casa de campo, de José Donoso. Aunque contiene elementos perturbadores de la personalidad, es también una parábola moral y una exploración en el tiempo de la adolescencia, un mundo en avanzada descomposición social, cuyos habitantes son náufragos eternos. Utiliza como método la experimentación técnica y lingüística, cercanas al surrealismo, como el libre fluir del pensamiento.
Pero con El infinito en la palma de la mano, de Gioconda Belli, encontré la creación de la creación, la re-creación. Porque inventar el mundo, desde Adán y Eva, con Elokim otorgándoles la libertad y el libre albedrío, y realizar la escritura de la novela, que se va haciendo a sí misma, a imagen y semejanza del creador, le otorga una dualidad perfecta y complementaria. Además, la novela está escrita con mucha dulzura, desde una intuición atea, o no religiosa, en la que sostiene, sin embargo, que hubo una primera mujer y un primer hombre.
Y si aquella fue una lectura sorprendente, pero algo oscura e inquietante, en esta una sencillez plena de profundidad conceptual, y su luz diáfana, echan claridad en todas las cosas, pasando por los sucesivos estadios para terminar comprendiendo, en definitiva, quienes somos, y de qué estamos hechos.

Su primera novela, La mujer habitada, traducida a varios idiomas y festejada por crítica y lectores, narra de forma poética el amor entre un hombre y una mujer, y la lucha revolucionaria de un pueblo, un mundo mágico y vital donde la resistencia ancestral del indígena al español se vincula con la revolución feminista y la insurgencia política antisomocista. Esa forma de narrar, con párrafos dedicados a mostrar “cuadros” naturales, descripciones que son estampas de la naturaleza, de la flora y la fauna y sus relaciones con los estados de ánimo de los personajes, se transforman en escritos de forma poética, con cierta técnica de lo mágico maravilloso, pleno de misterios, que también ocurre en esta novela.
Lo que se da aquí es el deformar la realidad, mostrando la maravilla de la naturaleza en estado virgen, hasta el punto de provocar sentimientos de extrañeza.
Las otras fuentes y su entorno filosófico
Desde el prólogo, la autora nicaragüense define la base bibliográfica sobre la que echará a andar al mundo, y la Historia, desde el momento en que Eva comerá el fruto prohibido, porque si el castigo por esa acción es el vivir, la dicha del conocimiento obtenido traerá como contrapeso el sufrimiento.
La autora tratará de reconstruir el drama de Adán y Eva en el Paraíso Terrenal mediante textos apócrifos, y versiones del Viejo y Nuevo Testamento que no habían sido incorporadas al canon eclesiástico, pero también hubo de investigar entre manuscritos e historias bíblicas perdidas, desde los pergaminos de la biblioteca de Nag Hammadi a los famosos y crípticos Pergaminos del mar Muerto, o entre los Midrás, cuyo fin es aclarar el lenguaje poético, a veces oscuro o contradictorio del Viejo Testamento.
Y la conclusión fehaciente a que se arribará, acerca del único Paraíso posible, será aquélla donde la realidad de la existencia material, la vida, es el poseer libertad y conocimiento.
Para llegar allí será necesario descubrir el origen, el misterio, el proceso de la diversificación de las especies, donde la creación y el acto (literario) de crear nos hablan de la poesía de las cosas y de la naturaleza, de la flora y la fauna, la humana y animal, hasta en sus rasgos más bestiales. Y entonces irán de las preguntas a las certezas, en base a la experiencia, es decir a través del método experimental.
Desde la antigüedad ya está presente el concepto de dialéctica (al principio entendida como lógica), a menudo visto como controversia y con exposición a la crítica, así como la confrontación de puntos de vista opuestos. Aquí las preguntas, sobre todo de Eva por un lado, y los problemas prácticos a que se verá enfrentado Adán, resolverán la dialéctica, para de ese modo continuar avanzando.
Heráclito, por ejemplo, veía a las cosas permanecer cambiando y cambiar permaneciendo, y acá también sus personajes se transforman pero manteniendo un núcleo interior que los define. Para el hinduismo, entre tanto, la diversidad de cosas y eventos contradictorios que nos rodean son justamente las diferentes manifestaciones del todo, y aquí hay una interacción de todos los elementos, tanto en el Paraíso como en el mundo real que viene inmediato a su pérdida.
Hegel concibe la realidad como formada por opuestos que, en el conflicto inevitable que surge, engendran nuevos conceptos que, en contacto con la realidad, entran en contraposición siempre con algo. Este esquema es el que permite explicar el cambio manteniendo la identidad de cada elemento, a pesar de que el conjunto haya cambiado. Y aquí lo vemos en los personajes principales, Eva y Adán, que en el transcurso de la novela han ido cambiando y sin embargo manteniendo ciertas convicciones y modos de pensar y de obrar.
El llamado materialismo dialéctico de Marx, que con frecuencia es considerado como una revisión del sistema hegeliano, aplica más a los procesos sociales y económicos. Pero también aquí en la obra se ve, incipiente, una clásica división de tareas en un esquema de producción para sobrevivir primero, y luego otra serie de tareas anexas —los instrumentos, el trabajo manual y la complementariedad del trabajo: la comunidad—.
Esquemáticamente: la dialéctica nos presenta: 1) Tesis: formulación de una idea (necesidad del conocimiento); 2) Antítesis: reacción a esta idea, que la niega o la contradice (pérdida del Paraíso), y 3) Síntesis: una nueva idea, una formulación final que resuelve la contradicción entre los dos puntos anteriores (un mundo nuevo, con libertad total —aunque hay ciertas restricciones, morales principalmente— y conocimiento, el cual es potencialmente infinito).
De la Unicidad se pasa a la dualidad de las cosas.
El Paraíso en la Tierra existió
Lo primero es Adán, ya se sabe, y de algún lado de entre las costillas saldrá Eva. Luego será la conciencia de ellos y el Otro, Elokim, que está en todas partes aunque se presenta muy de vez en cuando, ciertamente en momentos significativos, determinando en cierto sentido esa creación. Gioconda Belli nos hablará del probable aburrimiento del creador, y de la soledad de Adán al sentirse útil y responsable de Eva.
La naturaleza, reina. El Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento, presentes. Del último no podrán comer sus frutos, pero tras hacerlo vendrá la libertad, el libre albedrío, y el saber, en forma de castigo. “El saber causa inquietud, inconformidad. Uno cesa de aceptar las cosas como son y trata de cambiarlas” (p. 27). Elokim sabe, y nosotros también sabemos, que la Historia sólo comenzará cuando usen esa libertad que se les ha dado.
Y aquí la visión del Paraíso, plácida en su exuberancia:
“Los dos ríos que atravesaban el Jardín se dividían en cuatro afluentes. El más quieto, al lado del cual se encontraban, surcaba a través de una elevación en cuyas laderas se acomodaban rocas pulidas, enormes, verdi-grises que obligaban a la corriente a quebrarse, amansarse y cantar entre la vegetación de coníferas y el manto mullido de helechos de grandes hojas dentadas” (p.31).
La Serpiente será la interlocutora de Elokim en este mundo, e irá perdiendo favores por guiar a Eva, hasta el punto que el Otro la catalogará como agente del Mal, ya no será depositaria de sus confidencias y será abandonada por él. Eva comerá del fruto prohibido, aunque la Serpiente ya le había advertido que no lo hiciera:
“Recostada contra el tronco del árbol, la Serpiente contemplaba la escena sin alterar su habitual expresión irónica e impávida, sin participar en el frenesí que había hecho presa de Eva y los animales”.
Eva tendrá visiones del porvenir, y deberá decidir entre permanecer en el delicioso Jardín, que lo tiene todo, o echar a andar al mundo, poblarlo, hacer lugar al azar de las concatenaciones, nombrar, conocer. Ser.
Porque, si no “ellos mismos no existirían más que como el sueño de un soñador ingenioso”, dirá Gioconda Belli desde su papel de narrador externo, frase, y concepto, que nos recuerdan a Borges, y nos atraen con el mantra de la eternidad (como el sueño soñado de un soñador).
Pero al comer el fruto, también comienza el deseo, que antes no existía. Y decimos deseo en su doble acepción, el desear, tener o hacer algo, y el deseo como expresión física, como goce. De tal manera podríamos decir que la Historia de la Humanidad, pues, comienza con el deseo y se reafirma con la consumación del mismo.
¿Tendrían el mar dentro de ellos dos?, se preguntará Eva, porque
“¿qué era, si no, esa marea que sentía urdir de pronto en su bajo vientre, que le subía desde las piernas reventando en su pecho” (p.50).
El destierro eterno
La furia de Elokim, sin embargo, hace temblar la tierra y desterrarlos, para siempre, del Jardín, del Paraíso, porque al haberlos desafiado han herido su orgullo, y por tanto les ha quitado la eternidad.
Caminar, dudar, empezar a andar. Quietud, nerviosismo y movimiento, persiguiendo en vano el retorno al Jardín, a esa matriz donde habían estado tan seguros, donde el maná les llovía del cielo como pétalos blancos y los animales eran amigos suyos. Pero entonces, caminar, andar. Sentir hambre y sentir sed. Ver nacer el horizonte y el miedo. El día y la noche. El placer y el dolor (¿el displacer?). La muerte y la vida, que es su reflejo contrario.
Confundidos y extraviados por haber perdido el Paraíso querrán morir, pero aún no será la hora. Y al reencontrar el perro, fiel mascota, Adán juega con Caín, así nombrado, que lo reconoce, de otro modo pero igual reconocimiento al que tiene Eva al relacionarse con el gato, y en su papel serán quienes les muestran, a su modo, la manera de sobrevivir. Porque, como dirá Eva, además de animales, ¿qué crees que somos nosotros? Y la pregunta sigue dando qué hacer aún hoy.
Primero será el hambre incesante, el matar para sobrevivir, a pesar de la rudeza de la acción, necesaria a todas vistas, y luego, de regalo, el fuego. Pero con ello vendrá, también la conciencia de la muerte, para Adán (y por reflejo a Eva) “que lo enfrentaba a la realidad”.
La exploración del terreno, la curiosidad y la inventiva despierta por el hambre, los irán forjando, les asombrará encontrar dentro de sí mismos las respuestas a preguntas formuladas por la necesidad. Aprenderán de lo que ven a su alrededor, por imitación.
Conocerán la espera.
“El conocimiento no es la solución de todo”
El conocimiento no viene instantáneamente, es una lenta revelación, hecha de sucesión de sueños e intuiciones válidas. Y la certeza de la existencia del Bien y del Mal, como las dos caras de todas las acciones posibles. El veneno, en ciertas dosis, puede curar o puede matar. Y, además, aprenderán que el Mal es parte del conocimiento. La belleza, que aquí aparecerá como un adjetivo del Bien, “aparecía si el ojo sabía reconocerla”, pero, más adelante, la belleza perturbadora de Luluwa traerá el primer conflicto en que el Mal (de la naturaleza humana) hace eclosión.
La imaginación, por cierto, nos hace mejores que los animales, entre otras cosas porque nosotros podemos prever sus movimientos, y ellos no, o no del todo, a menos que nos gane el miedo. Adán estará lleno de dudas:
“Me pregunto si algún día haremos otra cosa que no sea pensar en cómo no tener hambre y no morirnos de frío” (p.142)
y la respuesta vendrá desde la sensibilidad de la mujer, que ante la certidumbre del embarazo, comienza a dibujar en las paredes de la cueva que han escogido como vivienda, y “cuanto estaba oculto dentro de ella salió a acompañarla” en esta aventura de ir relatando, carbones sobre la piedra, de forma pictórica, el mundo que la rodea. Adán, incluso, le narra sus correrías, y hasta un poco exageradas, que ella luego expresará plásticamente. Es en ese momento que perderán el temor a la muerte, e incluso podrán desearla, internamente, para no tener que seguir sin entender, sin saber, pero ya sin culpa, por qué no pueden regresar al Paraíso. Y era tanto el deseo “de vivir en cada animal, (en) cada planta, como si la muerte no importara, como si no fuera cierta”, que llegó un momento en que hubo tranquilidad, tranquilidad del alma, tranquilidad del espíritu.
Después de sortear el invierno, el primero, y tras la lluvia, “la nostalgia tenaz ante el mundo perdido cedió ante el alivio de estar vivos y ver los colores del mundo recuperar su intensidad”. Es la renovación de la vida, de la esperanza, la primavera. Y Elokim, según noticia la Serpiente, que intercala explicaciones aunque siempre en clave de metáforas, de modo tal que sus disquisiciones resulten con una derivación abierta, y hasta contradictoria, “tiene cierta afición al dolor. Quizá él querría sentirlo. Pensará que el del cuerpo es más fácil de tolerar” (sí; el otro, el espiritual, no: es intolerable). Pero de lo que dice, y de lo que no dice, ella, Eva, aprenderá, haciendo la síntesis necesaria.
El parto, y el reparto con el que se conforma la escena que marca el alumbramiento de la humanidad, conformado por Adán tanto como de todos los animales, que volverán a reunirse como si estuvieran en el Jardín, por vez única e indivisible, será descrito con dramatismo:
“Los gritos de ella eran haces de sonidos anchos y abiertos, que la cueva repetía y difundía al mundo a través del orificio que servía de tragaluz. Los de él eran alaridos de impotencia, de rabia, roncos, desconcertados. En todo el cuerpo le dolía el dolor de la mujer. Lloraba inconsolable viéndola sufrir” (p.156).
Recordé, no lo pude evitar, a Hemingway, y su cuento Campamento indio, donde el padre de Nick Adams, un médico rural, es llamado a un campamento indígena para asistir durante el parto de una mujer embarazada. El padre se ve obligado a efectuar una cesárea de emergencia con una navaja, con la ayuda de Nick. Más tarde, descubren que el marido de la mujer ha muerto tras cortarse la garganta durante la operación. La descripción del escritor norteamericano, hecha de modo sobrio, con su particular estilo, engloba la magnitud del dolor.
El momento del embarazo de Eva, vivido con miedo al dolor, trasluce una expresión de magia y encantamiento, sin embargo, que luego se transformará en nostalgia. Explicar, hacer comprender lo que es un embarazo (desde una óptica femenina), es una ardua tarea de zurcir con palabras: “la luna redonda que tenía por dentro no cesaba de crecer”, dirá, al punto que sentirá tener un mar interior. Porque, por cierto, Eva tendrá una relación especial con el mar, está compuesta del agua, su movimiento es como el oleaje, como la pleamar y la bajamar, y es influenciada por la luna. Del mismo modo Adán es terrestre, para cazar debe desarrollar ciertas habilidades, guiándose muchas veces por el instinto y la orientación.
Sumida en el dolor, el parto de Eva concita la reunión de todos los animales que entran a la cueva, como la muestra de algo único que va a suceder por primera vez en el mundo, “como si la naturaleza de golpe hubiese retornado a la época sin sospechas ni muerte cuando juntos compartían el frescor y los pétalos blancos del Paraíso”. Eva, incluso en ese momento, “se percató de cuánto había extrañado la mansedumbre y sencillez de las bestias”.
Toda la descripción de este momento es muy buena, genera emoción y la suponemos escrita con emoción, también.
“Acompañada por los animales, mirando el rostro conmovido y dulce de Adán al otro lado de sus piernas, hizo el supremo esfuerzo, gritó a todo pulmón y fue así que la primera mujer echó a sus hijos a vivir sobre la Tierra” (p.158).
La plenitud es inmóvil
“La eternidad no necesita del conocimiento. Para la vida y la supervivencia, sin embargo, el conocimiento es indispensable. Uno se pregunta y debe responderse. Sin incertidumbre, sin espanto, el conocimiento es irrelevante. ¿Qué es necesario saber si se es feliz, si no se carece de nada?” (p.162-163).
El mecanismo del razonamiento es expresado de forma convincente, y precisa. Descubrir, además, que el saber y el sufrir son inseparables, como la muerte de su perro, Caín, a manos de una osa que defendía su cría y que Adán terminará matando, de forma brutal, con una fuerza que no sabía que tenía, oculta en el centro de su poder físico.
Y cuando nazcan los gemelos, el varón será nombrado Caín, en homenaje a ese perro. Pero este hijo vendrá ya con una historia ajena encima, una historia de muerte que lo signará. Su hermana, Luluwa, la bella. Luego, nacerá Aklia, la que volverá a la naturaleza y recomenzará el ciclo (Aklia era “más fuerte, más cercana a la esencia de cuanto les rodeaba”), y Abel, el preferido. Lo cierto es que los hijos son muy distintos, y reaccionan de distinta manera: “Pensaron que podrían enseñarles cómo vivir, pero no domesticarlos”.
Desde el punto de vista de Adán, “desde que atendió los nacimientos y comprobó que ella era capaz no sólo de forjar las criaturas, sino de alimentarlas, él la consideraba un portento”. Eva, mientras tanto,
“admiraba la tenacidad dulce de Adán, la dedicación con que se aplicaba a los oficios que constantemente creaba para sí, la satisfacción que le producía dominar y entender lo que lo rodeaba. Era voluntarioso, sin embargo, y persistía en hacer lo suyo sin percatarse del efecto que esto podría tener con el correr del tiempo. Le costaba tener paciencia, conservar el discurrir natural de las cosas y dejar que se encauzaran según su inclinación o sabiduría. Tenía prisa siempre. Por eso, aunque entendiera el ciclo de los frutos de la tierra, prefería la caza, lo inmediato, lo que le traía la más recompensa a sus esfuerzos” (p.178).
Diseminadas por sus páginas están esas sentencias admonitorias, dichas por la narradora o por la Serpiente, que interpreta pensamientos de Elokim o bien porque él le insufle esas ideas, como la de que “no era bueno que la sangre de un mismo vientre se mezclara”. Y allí estará el origen del conflicto.
El deseo, que hace nacer la Historia, también origina la primera disputa, que será mortal. Y en sí el conflicto se plantea con Caín, que no quiere cruzarse con Aklia, y sí con Luluwa, su hermana gemela, contraviniendo esa sentencia. Luluwa es tan bella que su hermosura llega a turbar a todos los hombres, incluido Adán.
“Abel era hermoso como Luluwa. En estatura superaba al padre. Su rostro cobrizo de nariz larga y recta, frente y pómulos altos, era vivaz y sus ojos, igual que los de su hermana, tenían el color de las hojas claras del Árbol de la Vida. Caín era de menor tamaño. Sus rasgos no eran tan apuestos como los del hermano, pero eran agradables y hasta hermosos. Sin embargo, quizá porque desde niño sintió que su afición por la tierra y el silencio desilusionaban a su padre, Caín se había convertido en un muchacho huraño y parco. Caminaba encorvado. Cuando el padre no hablaba, bajaba los ojos. Resentía, sin duda, las constantes comparaciones con Abel y hasta con el perro listo y fiel de quien había heredado el nombre…” (p.182-183).
Y también: “El mundo de Abel era simple y apacible. Contaba con la constante aprobación y halago de su padre y la compañía de los animales”. Caín, mientras tanto, “resentía que Elokim hubiese echado a sus padres del Paraíso. Abel, en cambio, quería congraciarse con él. En la piedra donde Adán no dejaba de ofrecerle al otro las primicias del sudor de su frente, Abel dejaba también las suyas” (p.183).
“La tristeza es como el humo, no deja ver”
La cueva ya empezaba a quedar chica y, además, era peligrosa, porque en la noche algunos animales rondaban la entrada, y por ello tras buscar encontraron un lugar adecuado entre las grandes rocas. Hicieron una empalizada, un foso profundo, y cada uno estableció su lugar en la cueva, junto a sus enseres. A Eva esa mudanza le hace nacer la añoranza de cuando eran más jóvenes, y esa añoranza “será porque los días parecían más nuevos y pensábamos que podríamos hacer más que dedicarnos a sobrevivir” (p.196).
Desobedecer es parte de la libertad, pero tiene consecuencias, castigos. Por eso, por seguir su impulso irracional y desobedecer, Caín había matado a Abel, aún sin querer hacerlo, por envidia, por no poder elegir su aparejamiento, y tomarlo igual. Por supuesto que ningún castigo “será tan duro como el que sufrirá por sí solo”, y Elokim lo marcará en la frente para que todos los reconozcan y ni los animales lo maten. De esa manera su sufrimiento será permanente.
Adán, como si Elokim lo hubiese formado “del filo de alguna montaña”, no perdonará a Caín. Eva, sin embargo, “sin dejar de amarlo (a Caín), le deseó penurias que lo forzaran a la humildad y a la vergüenza”. Aklia, que no habla, parece tener una regresión, “recogida en la concavidad de una roca”, atemorizada, vuelta a su pasado animal. Caín y Luluwa irán al Este del Paraíso, un lugar de mucho verdor, ya que para Caín nada de lo que sus manos siembren dará fruto, y al menos allí Luluwa “no pasaría hambre ni sed”.
Es en ese momento, cuando Eva habrá repasado, por última vez, su vida, recapitulando “sin falsedad ni invención su insólita existencia”, que aparece la Serpiente. Y les confirmará que el Paraíso donde es real la existencia “es aquel donde posean la libertad y conocimiento”.
Hacia allí vamos.
(El infinito en la palma de la mano, de Gioconda Belli, editorial Seix Barral, 2008, Bs. As., Argentina, 237 páginas)
Por Sergio Schvarz
Escritor, poeta, y ensayos breves
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