LA CONSTRUCCIÓN DEL HOMBRE NUEVO
Quizá parezca extemporáneo, o parte de una discusión ya perimida, sin embargo las condiciones objetivas y subjetivas —como acostumbraba a decirse en ciertos cursos políticos de antaño— hacen que aquella idea del hombre nuevo hoy pueda retomarse, aunque bajo otros supuestos, acordes a este tiempo histórico y que incluye una nueva agenda de derechos.
La lectura de la primera novela de la escritora uruguaya radicada en Barcelona, Cristina Peri Rossi, que nos narra el declive de la burguesía nacional, plantea el tema de la revolución y de las armas, y, por supuesto, de la necesidad de la construcción del hombre nuevo.
Sin embargo, lo primero que debo atender es que tengo una edición de 1969 correspondiente a la Biblioteca de Marcha, y ya este elemento —junto con la premiación de la obra en el Primer Premio de Novela (I), del concurso Treinta Años de Marcha, que ameritó su publicación— me da la sensación de tener entre manos algo que interactuará con la propia novela, de algo que es parte de la Historia.
Y es así, porque aquí hay todo un discurrir de elementos de los años sesenta, fermentales y explosivos, tanto en la forma como en el contenido, y nos sitúan en una historia que ocurre en el mismo tiempo histórico que narra.
Quiero decir, la publicación, por ejemplo, sale a luz en un periodo de Medidas Prontas de Seguridad y, además, el país vivía una real convulsión social, producto del fin del ciclo de las “vacas gordas”, el desempleo y la crisis económica, y el tema de las guerrillas estaba planteado con una realidad arrolladora, a tono con lo que pasaba en toda América Latina.
La autora se inscribe dentro del “boom”, que fue un fenómeno cultural, social y literario editorial que surgió entre los años 1960 y 1970, y significó principalmente una nueva forma de hacer literatura, a menudo experimental y de renovación de los recursos estilísticos. Su característica principal, en cuanto al estilo, es el realismo mágico y la ficción histórica y, detrás de ello —con el apoyo entusiasta de un grupo importante de escritores—, como elemento relevante que configura el momento histórico del nacimiento de este movimiento cultural, está la revolución cubana y su impacto tanto en América Latina como en el llamado Tercer Mundo.
Se escribe bajo el “libre fluir de la conciencia” (técnica surrealista) y adopta puntos de vista originales, fuera de lo común, y toca temas que en el fondo son aspectos sociales o políticos de la realidad latinoamericana, que cada escritor expresa a su manera.
Por supuesto que en Peri Rossi nada es tan lineal, y en este caso hace una obra polifónica pero en la que el personaje principal es un niño algo especial que tiene pensamientos y actitudes extrañas, que llora sin parar y sin motivo —por ejemplo— porque, como dice un médico, “quiere llamar la atención de alguien”. No es raro que ello sea así, la propia autora ha dicho que su infancia fue complicada, y fue allí donde se afincó su personalidad.
Y a eso, a esa manera particular de ver las cosas, ha sido fiel.
El libro de mis primos
Todo sucede dentro de una casa enorme y en sus jardines, con patios con estatuas marmóreas y árboles de variada especie, y una serie de tíos y tías, y primos, gobernados con mano firme por uno de los tíos, basado en ciertos principios morales, rígidos. Pero a poco de leer nos daremos cuenta que debajo de esa apariencia de robustez, todo empieza a resquebrajarse lentamente, manteniéndose en un difícil equilibrio, y nada de lo que sucede está tan lejano de la miseria humana, de la dejadez que gana a sus moradores y que terminará acabando con la casa uno de estos días. Y casi no hay escape posible, vigilancia familiar y altos muros.
En Peri Rossi hay, en general —y es una de las vetas más ricas de su escritura—, una mirada puntual sobre sexo y género, incluso como tema o motivo, y una vivencia propia que es trasladada de modo literario, pero busca, en esta novela, hacer una mirada total, seleccionando ciertos personajes para que hablen y cuenten. Y muchas veces lo que se narra es brutal, sin concesiones, y nos deja paralizados, congelados en el estupor.
Y para ir contando la historia va sumando algunos elementos, primero dispersos pero que luego se van aglutinando en nuestra mente, e incluye algunos capítulos que están escritos en forma de poemas.
El primer elemento de ellos es el sueño, tanto el onírico, el efectivamente soñado, como el que tiene el sentido de realizar un propósito ulterior: lo ansiado, la utopía. Por el sueño se entra a un mundo mágico, de luces y sombras, y degradée, donde todo puede ocurrir. Habla incluso de una “estación de los sueños”, en la que ya hubiera aprendido a dominar sus fantasías, y proyectarlas.
El soñar y el soñar despierto, el ansia de soñar permanentemente, el establecer temas o destinos al sueño, el soñar dentro del sueño de alguien que está soñando, aparecen aquí, borgeanas cautivas.
A la vez está eso de sueño como de ideal a alcanzar, ese ideal puro, incorruptible, que se engloba, teóricamente, en la definición del hombre nuevo y en su necesidad revolucionaria e histórica.
Un segundo elemento son las mujeres de la casa, sometidas rigurosamente al patriarcado tradicional, entes superfluos entregados a la febril limpieza (se limpiará hasta que brillen, literalmente, los que están por morir) y/o a la reproducción generacional, como meros úteros recipientes de la continuidad del linaje, generalmente dejadas en segundo lugar y que en medio de la narración serán transformadas en gallináceas capaces de picotear a algún tío, en mujeres locas o alocadas cuyo único freno son los muros exteriores.
La figura de los primos nos señala una proximidad —genética, familiar, con ciertos códigos comunes—, donde entre ellos hay una cierta amistad, un poco a la fuerza, y tras ellos hay tías y tíos, que cumplen —sobre todo las primeras— un papel importante en nuestras vidas (las tías, como las abuelas, se permiten ciertas libertades que las madres no pueden o no quieren tomar). Pero también ejercen, de facto y de labia, condenaciones morales que suenan a venganza por ser rehenes de su propia decisión.
Pero también la narración adquiere una forma discursal donde se detallan objetos-primos, aunque a menudo hilados por la ocurrencia momentánea, que dan la pauta de un discurso alterado. Tiene otra pata que es la lúdica, a lo Cortázar (y no puede eludirse la mención a Julio Cortázar, por la relación sentimental y la estrecha relación literaria que tuvieron ambos).
Utiliza términos que son primos, cercanos, aunque tienen un pequeño matiz y ello dispara otras concatenaciones de ideas que enriquecen el texto.
Se sirve de la onomatopeya para que su voz sea ancla en medio del discurso y le permita volver a la idea principal. Se acompaña de descripciones metódicas y precisas, en un orden aleatorio, pero orden al fin. El que nosotros debemos recomponer.
A decir verdad asisto totalmente impávido a la lectura, y las imágenes suenan casi como suaves cachetadas, pellizcones como para saberme despierto. Es todo tan desopilante —y sin embargo tan probable, a pesar del absurdo—, que comprendemos al instante que allí, mediante la alquimia de la palabra, reside el misterio de la escritura.
Los cuatro elementos se hacen presentes. El fuego amenazará a desparramarse por toda la edificación y arrasar con todo, con la memoria de los antepasados y la memoria de los presentes.
Las estatuas son otro elemento importante, puesto que es lo que, en alguna medida, no sirve para nada, y sin embargo hay varios hechos en su torno, el primero del cual nos muestra la imagen al natural de un cuerpo, sobre todo femenino, al que algunos de los primos se estrecharán y dejarán volar su imaginación y excitación. El concepto de estatua refiere a personas que expresan muy poco sus sentimientos o permanecen muy quietas, de allí la supuesta frialdad, desmentida aquí, ya que las estatuas cambian de mirada según los hechos que suceden, se avergüenzan o se entristecen. (“La cosa está quieta como rulo de estatua” —me comentó un amigo, esta mañana, y era por estar desempleado—.)
El agua, ya sea el llanto, como la lluvia, también estará presente (además de la referencia a los tres ríos que deberá cruzar a nado Federico para llegar hasta donde está la guerrilla). El llanto descontrolado de Oliverio, que puede comenzar porque sí nomás y seguir hasta regar las plantas, por ejemplo, es otra muestra de lo que se no se puede controlar, como los ríos subterráneos. En realidad “el niño llora porque está angustiado”, diagnostica el médico (el que luego es ridiculizado por creer que puede existir un virus de la angustia o de la claustrofobia), y el narrador (y la autora, por supuesto) se regodea en la palabra angustia, y sobre todo en la raíz ANG.
“Yo seguí jugando con la palabra, como con una estatua nueva. Me gustaba acariciarle amorosamente los bordes, tocarla, pasarle la lengua por los costados, sorbérmela como si fuera de miel. La angustia era una dama nueva en el jardín y se la reverenciaba un poco…” (p. 58)
Y la falta de lluvia nos trae un personaje que podría estar, perfectamente, en un cuento de García Márquez, un señor “que dice que hace llover mirando las nubes y apretándolas con unos rayos”.
La forma de escribir, por cierto, tiene mucho de lo real maravilloso, comparte técnica y momento histórico en que un grupo de autores escribían de esa manera, pero también busca escribir el pensamiento, y para ello se vale de la sucesión vertiginosa de términos, en forma de catarata, y la no puntuación, por ejemplo, o bien la enumeración de objetos dispares que comparten el mismo territorio físico. Utiliza el como si, en forma reiterada, para las oraciones comparativas condicionales. Por ejemplo:
“Yo nunca había oído un silencio así. No había oído jamás un silencio de esos. Las cosas se introducían en la niebla en medio de un silencio desolador sobrecogedor y universal, como si el mundo se estuviera perdiendo sin ruidos”. (p. 90)
Lo real, entonces, adquiere caracteres de fantástico, y la experimentación se da por los sentidos, por lo que ven los ojos, los sonidos que se escuchan, lo que siente la piel o la mano al tocar…
Se ha ido “a las guerrillas”
Lo importante, además de la manera en que se cuenta, es qué se cuenta. Simbólicamente refiere al rompimiento con el orden establecido, horadado en el curso de ambas generaciones —las de los tíos y las de los primos, con un eslabón antepasado en la abuela, de 96 años, mientras que del abuelo se dice que fue un caballo blanco, que “un día violó a la mujer del secretario y murió de un tiro entre los ojos”—. La mayoría de los objetos que hay en la casa vienen del fondo del tiempo, y ya no sólo han pasado de moda sino que son piezas como de museo, y nos muestran, con su olvido, primero, y su destrucción, después, que lo que una vez fue cimiento ahora es ruina (en ese sentido puede haber un eco lejano de Los Buddenbrook, de Thomas Mann, por supuesto que no tiene la densidad de aquél pero comparte la narración del ocaso de un segmento de la alta sociedad).
Y dentro de lo que tiene que contar, con el propósito de contar todo (porque eso es lo que quiere hacer: contar todo lo que sabe), sabremos del tío Alberto y su ataque repentino:
“aquel ataque de furor de mi tío Alberto duró media noche, y en ese tiempo, todos los demás, alrededor del jardín, contemplamos despavoridos, estrangulados, los tallos erguidos que tanto tiempo adornaron nuestra casa: como cadáveres que el tiempo hubiera entristecido y teñido de oscuro, agonizaban sacudiendo apenas lo que les quedaba de los cuellos.” (p. 32)
Tras esto el abandono hace presa de la propiedad, y las ramas de los árboles terminan abrazando la casa, formando, de ese modo, una especie de islote autónomo que se rige por sus propias leyes y es gobernada por impulsos destructivos que harán implosión.
Confieso que pensé en Donoso, en sus niños y adolescentes maquiavélicos (y sus adultos odiosamente rencorosos y vengativos), sobre todo porque hay un orden desprovisto de cualquier atisbo de razón, como en Casa de campo. Aquí, sin embargo, no se detiene tanto en la morbosidad casi enfermiza del chileno pero sí comparte la degradación de cierto estamento social, llevado al paroxismo.
Los primos, nos hemos dado cuenta, son tristes, con algún grado de locura pero sobre todo son sádicos, y como toda la narración es alocada, por momentos parece girar como una rueda gigante donde en cada silla hay —en ebullición— un conjunto integrado por una idea y la situación en la que se plantea la misma.
Indudablemente, lo que termina de hacer caer ese “castillo”, y mostrarnos su entera debilidad, es la debacle que sucede tras la partida de Federico, que se ha ido a las guerrillas, quedando “un silencio duro, de monasterio”.
Pero claro, tampoco la autora busca culpabilizar a Federico por haberse ido, ni siquiera cuando muestra las reacciones familiares que genera su ida, reacciones de odio y rencor. Salvo la simpatía natural de Oliverio, nuestro narrador principal, y de su prima Alejandra, pintora que siempre anda desnuda y vive su eterno viaje lisérgico. Su partida fue, digamos, obra de las circunstancias.
Y también nos muestra, sin ningún romanticismo con la idea, que para un intelectual, un poeta, el camino de la guerrilla es muy sacrificado. Lo muestra como una opción que toma un hombre en determinado momento de su vida, con base en lo que ve, lo que vive y lo que aprende de la vida, la suya y la de los otros.
Él (Federico en este caso) no consigue apreciar la belleza artística sabiendo que hay otros que no pueden hacerlo, por estar supeditados a la mera sobrevivencia, sin horizonte más cercano que la siguiente comida y cómo conseguirla: “Para eso mismo estamos haciendo la revolución. Para que todos tengan los medios para entender y para apreciar”. (p. 152)
Es con base en Federico que transita el hombre nuevo, pero aún no, aún somos hombres en transición entre uno u otro sistema que configura nuestro accionar.
Quiero reiterar que el punto del hombre nuevo, es uno de los puntos clave de toda filosofía, bajo distintos nombres. Pero, ¿qué o cómo han de ser los hombres y las mujeres nuevos? Convengamos que, para empezar, sin creación no se produce “lo nuevo”, y que, en segundo lugar, debemos crear desde “lo viejo”. Es crear entonces el hombre social, cuyo interés personal coincida con el interés general e interaccionen en ambas direcciones, hasta llegar a un grado en que el trabajo deja de ser un esfuerzo, no placentero, para transformarse en algo que se hace con satisfacción, por una necesidad interior. Es un ideal, tal vez inalcanzable, pero que se debe buscar, porque allí está lo mejor de la humanidad.
De la misma forma, en la novela Federico nos mostrará las dos compañeras distintas con las que se relaciona, aunque sabe que sólo una, la metódica y disciplinada, sobrevivirá. Esta parte del texto tiene vuelo erótico, ya sabemos que el tema del deseo y el sexo siempre está presente en Peri Rossi, y esta no es la excepción.
Es por ello que dice que “grandes cosas se esperaban de nosotros; cosas magníficas y soberbias, hazañas, monumentos, revoluciones, estremecimientos”, cosas que no pudieron ser, o no pudieron ser del todo. Tanto se ha esperado de las revoluciones y de los revolucionarios, utópicos o equivocados en uno u otro aspecto —y es una luz esperanzadora como la de la llegada del Mesías—, que a veces olvidamos que estamos destinados a equivocarnos una y otra vez —acierto y error—, y olvidamos que hay, también, contrarrevoluciones y contrarrevolucionarios que no descansan. De esa lucha de contrarios es que el mundo “progresa”, medio cojeando porque deja, es claro, a muchos por el camino…
Un elemento importante para comprender las razones de la partida de Federico están en su diario, donde “pase lo que pase, todo está escrito en él”, pero de éste apenas hay algunas pocas páginas, y lo que sacamos en conclusión, atendiendo a su mensaje inserto en el alto erotismo poético existente, son algunos textos políticos que han leído —y que en realidad son textos que han sido poco y mal leídos, sin demasiada profundidad—, que lo ubican, ciertamente, dentro del movimiento de los que querían cambiar el mundo y lo creían posible.
Pero también desde el otro lado, las reacciones que provoca dicha desaparición, primero, y luego la constatación de que, efectivamente, se ha ido a las guerrillas, que se resumen en la palabra deserción o en la más terminante de oprobio.
Al principio “sólo sabíamos que él estaba remoto, ido de nosotros, en larguísimo viaje”, como si hubiera decidido, por su cuenta, abandonar el regazo familiar e ir a la ventura, pero más tarde un telegrama anuncia la verdad: “se decía que Federico había sido visto en tal y cual pueblo, acompañado por un reducido número de hombres que lucían uniforme verde, que no se trataba más que de un grupo de seis o siete hombres muy cansados que habían atravesado las montañas y que estaban llenos de piojos, de hambre, de frío, y que la gente de los poblados no les hacía caso”.
Y en general, salvo Alejandra, que tiene una secreta complicidad con Federico, los comentarios son denigrantes, como por sobre alguien que ha traicionado la confianza familiar y al que le ha caído la peste encima. Además, como si fuera una sentencia, el telegrama confirma que: “ya había salido para el lugar un contingente armado, de los que habían estado practicando en el extranjero para cazar hombres rebelados como Federico, y que habían recibido una muy buena instrucción”. (p. 140)
Y también estarán los investigadores policiales y militares que husmean por todos los rincones, provocando la aireada reacción de Oliverio: “y yo me puse furioso, porque no me gusta que le anden revolviendo las cosas a Federico, que si se fue no tienen porqué andar con sus cosas (…) y me enojé tanto que me subí a la mesa del living y empecé a tirar al suelo todo lo que encontraba y tiré al suelo el florero de ópalo la tetera china el vaso de loza la jarra de porcelana el bock de barro cocido el alhajero de cuarzo hialino el camafeo de ónix el cenicero de coralina recuerdo de mi tío el marino la fuente de Bavaria y las uvas vidriadas que fueron cayendo una a una al suelo, rodando debajo de las mesas”. (p. 133)
Así, luego seguirá tejiendo la obra, dándonos algunos elementos que faltan, y para ello utiliza las fotografías, texto y pretexto para hablar de otras cosas, de cosas de antes que, de algún modo, configuran el ahora.
Y por último la autora se atreve a hacer dos finales y un agregado, mostrándonos, de alguna manera, que hay dos historias paralelas que se entroncan en la figura de Federico. Por ello en el primer final los primos juegan a soldados y guerrilleros (variante actualizada de policías y ladrones) e incluye un diálogo sobre lo que van a hacer “nuestros compatriotas en África” y eso que van a hacer es el robo, la esclavitud, para hacerles porquerías a los negros y negras “sin que nadie proteste”, otro motivo de la injusticia.
Y siguiendo una vieja costumbre narrativa, cuanto más cerca se está del final entonces se vuelve al principio, y se lo recordará: “cuando andaba en bicicleta, cuando tenía cinco años, cuando aprendió a cazar, cuando montó a caballo, cuando recibió la comunión, cuando le regaló una planta, cuando se dedicó a la botánica, cuando escribió una poesía…” (p. 158)
Y esto será la antesala de la destrucción total.
De esa destrucción debería nacer el hombre nuevo.
(El libro de mis primos, Cristina Peri Rossi, Biblioteca de Marcha, 1969, Montevideo, 173 páginas)
Por Sergio Schvarz
Escritor, poeta, y ensayos breves
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