Las tribulaciones de Lázaro

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Lázaro Kanonich Epstein, el escritor, el poeta, el hombre, el sobreviviente, ha muerto. Un 20 de enero, en la ciudad de Bariloche. De padre ucraniano y madre polaca, Lázaro había nacido en Buenos Aires, el 29 de julio de 1934, en el barrio La Floresta. Aunque estuvo un tiempo en el Partido Comunista Argentino, luego renegó de esa formación política, por considerarla burocrática y poca combativa. En Chile, donde fue a trabajar para el Ministerio de Cultura, con su mujer, la pintora Pampa Antinopay y su hijo, se integró al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

Como escritor colaboró en la revista Mediterránea (1963) y en la revista Barrilete (1964). Julio Cortázar también colaboraba en dicha revista. También colaboró en la revista Hispamérica, con poesía. En México publicó el libro de cuentos Sur, paredón y después.

Fue preso en Chile, llevado a la cárcel de Pisagua (donde años después se descubrieron fosas clandestinas con decenas de cuerpos), fue liberado y luego, de vuelta en Argentina, tuvo una librería (Pablo de Rokha, por el poeta chileno) y vendió libros para el Centro Editor de América Latina. Fue detenido al principio de la última dictadura durante una feria del libro que se hizo en San Rafael, Mendoza y, de un día para el otro, los libros que él vendía pasaron a estar proscriptos. Con un pretexto legal el abogado logró sacarlo de la cárcel y volvió a Buenos Aires, y por suerte encontró ayuda para poder irse a un largo exilio que abarcó tres continentes y muchos, muchos años.

Por todo esto, y por haberlo conocido, y por ser amigo de su hijo hace ya 40 años, quiero aquí, a modo de evocación, hacer que Lázaro se levante una vez más, y nos diga lo que tiene para decirnos. Recuperé su testimonio del Campamento de Prisioneros de Pisagua, en el norte de Chile, en un recorte de El Día Latinoamericano (del 16 de julio de 1990), la excelente publicación que se hacía en México y se imprimía en Chile y se distribuía en varios países de América Latina.

Aquí su testimonio: El golpe de estado fue un martes 11 de septiembre. Miércoles 12: nos allanan la casa situada en Concón, Viña del Mar. El allanamiento se produce a las ocho de la mañana. Nosotros éramos argentinos y trabajábamos en el Departamento de Cultura del Ministerio de Educación. Volvieron el sábado con un despliegue tipo comando de las fuerzas conjuntas. Ocuparon las azoteas contiguas, emplazaron ametralladoras, desalojaron a los vecinos de abajo y volvieron a allanar brutalmente la casa. Ahí me detienen, me tiran sobre el piso de una camioneta, atadas las manos por detrás y me llevan a la Comandancia de Concón, donde me encontré con varios compañeros, maestros, obreros de la Destilería ENAP y algunos que no conocía. Nos tenían encañonados. El retén estaba rodeado de bolsas de arena. Haciendo uso de la violencia nos trasladan a la Capitanía Naval de Valparaíso, frente al puerto. Nos tiraron al sótano y fue allí donde vimos a jóvenes soldados, desertores que iban a ser fusilados.

Me llaman a un careo con un oficial de la Marina y me mandan a una fila frente a un ómnibus que abordamos. Partimos en dirección al molo (muelle o escollera) del puerto. Este transporte estaba lleno de compañeros que habían traído de Isla Negra, Villa Alemana, Quilpué, Belloto, Valparaíso; extranjeros, estudiantes que vivían en Viña, etcétera. Ahí nos despojaron, siempre apuntándonos con armas, de nuestros efectos personales. Nos bajan a la dársena y nos hacen subir al barco mercante Maipo. Descendemos a la bodega. Éramos unos 90. Pasamos esa noche, 15 de septiembre de 1973, y el barco se empezó a mover. Cuando llegamos a Coquimbo alguien grita en la boca de la bodega, con la cara embetunada, que éramos prisioneros de guerra y que nos iban a llevar al penal de Pisagua.

Dos noches más y llegamos al puerto de Pisagua. Bajamos a las lanchas de desembarco en alta mar y con las manos en la nuca, rodeados de ametralladoras, nos introducen en el penal. Nos encontramos con compañeros del norte de Chile ya detenidos. Éramos en total unos 400. Nos distribuyen y a mí me toca estar con once compañeros en una celda de dos por tres metros. A la semana de estar allí se presenta un oficial rodeado de soldados, apuntándonos, pidiendo voluntarios para ir a hacer un trabajo a la entrada del campo de prisioneros, en pleno desierto. Varios dimos un paso al frente, con la idea de salir un poco del encierro, pero el oficial marcó doce con el dedo. Estos compañeros nunca regresaron. A la tarde nos reúnen en el patio del penal y el general Larraín Larraín, desde el balcón del primer piso, nos comunica que a los presos que salieron hubo que matarlos porque quisieron fugarse.

A la semana llegaron oficiales de la Marina y comenzaron las sesiones de tortura fuera del penal, en barracas abandonadas. Salíamos en grupos de cinco, con los ojos vendados y con la mano izquierda apoyada en el hombre del que iba adelante para no caernos. La tortura consistía en lo ya conocido: golpes, patadas, choques eléctricos, toneles con agua sucia, simulacros de fusilamientos, etcétera.

Quisiera poder recordar nombres de compañeros que estuvieron conmigo, pero la memoria se tomó una tregua. Recuerdo a Cucharita, apodo del secretario del intendente de Iquique. Lo recuerdo especialmente a él porque luego, en la revista Crisis de Buenos Aires, en 1974, pude leer la carta que escribió a su padre despidiéndose antes de ser fusilado. Carta sacada del penal por el sacerdote que le dio la extramaunción. Recuerdo a dos compañeros cubanos que estaban en Iquique. Recuerdo al doctor Neumann, de Valparaíso, que atendía a los heridos por tortura y certificaba las defunciones de los prisioneros. Un saludo a él que en estos días, después de tantos años, mantiene intacto aquel espíritu que tenía en el penal. Desde México, este testimonio.

Por Sergio Schvarz
Periodista y escritor

 

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