Los secretos inconfesados y jamás explicitados y la sexualidad ambigua y soterrada en un paisaje ambiental crudamente desolado pero de inconmensurable belleza, son los tan desafiantes como transgresoras vertientes temáticas que aborda “El poder del perro”, el nuevo opus de la multipremiada realizadora neozelandesa Jean Campion.
Precisamente este film le valió este año a la cineasta la obtención del Oscar a la Mejor Dirección, en una ceremonia que destacó más por el escándalo y la controversia que por su habitual glamour y espectacular esplendor de impronta cinematográfica.
La película, que con toda razón aspiraba también el máximo galardón y tenía nada menos que doce nominaciones, quedó por el camino ante producciones bastante menos ambiciosas y de relativo valor artístico como “Coda”, que se alzó con la estatuilla dorada a la Mejor Película en la 94ª edición de la fiesta máxima del cine de industria.
Conociendo los habituales patrones de valoración de Hollywood, que suele priorizar más la taquilla que la calidad del producto salvo excepciones, no sorprende en modo alguno el desenlace de la ceremonia de entrega de las distinciones.
Es que este nuevo largometraje de Campion, que es recordada particularmente por la formidable “La lección de piano” (1993), pero también por títulos tan valiosos como “Retrato de una dama” (1996), “En carne viva” (2003) y “El amor de mi vida” (2009), propone un tema tan osado como irreverente que puede lesionar la sensibilidad del espectador más susceptible y conservador.
En ese contexto, “El poder del perro” cuestiona en muchos aspectos algunas arraigadas tradiciones de los propios norteamericanos, sometidos en este caso al escrutinio de una creadora que no teme incursionar en temas escabrosos.
Por más que la sociedad estadounidense haya evolucionado en las últimas décadas merced a una mayor apertura hacia el extranjero y a un multiculturalismo de matriz inmigrante, igualmente conserva algunos tabúes y rasgos que la distinguen de países más tolerantes.
No en vano, durante cuatro años, el inquilino de la Casa Blanca fue el ultraderechista Donald Trump, quien pese a perder la última elección presidencial, igualmente fue votado por un nicho cautivo de más de cincuenta millones de electores.
Ese núcleo duro puede sentirme ofendido, con toda razón, por el mensaje de “El poder del perro”, porque cuestiona radicalmente la impronta machista, homofóbica y misógina de buena parte de ese colectivo anclado en un pasado presuntamente glorioso y de grandeza, tanto económica como social y militar.
Esos paradigmas, que ya son cuasi prehistóricos en un país groseramente imperialista y belicista, siguen estando representados en el imaginario por un personaje cuasi mítico: el vaquero del Lejano Oeste, que ha nutrido, durante un siglo, a la producción cinematográfica de la potencia del Norte.
Obviamente, en estos cien años de ininterrumpida trayectoria en los estudios de la industria y en la intransferible magia de la proyección de sala, el western ha transitado por diversas etapas, que marcaron la evolución de las preferencias del público y hasta la iconoclasta ruptura de mitos largamente arraigados en el imaginario social.
No en vano, en primera instancia el género cumplió en Estados Unidos el chauvinista rol de entronizar al típico héroe americano, en taquilleras producciones destinadas a escribir o reescribir la propia épica fundacional de esta nación imperial.
Esa iconografía se caracterizaba y aun se caracteriza en el presente, por la exaltación de vaqueros impecablemente vestidos, con testas cubiertas por sombreros tejanos y relucientes pistolas de empuñaduras anacaradas, que cabalgan a través de vastas praderas y, viven en ranchos o grandes haciendas. Por supuesto, algunos de ellos son trashumantes y, en muchos casos, se dedican a exterminar indios o bien a despojarlos y expulsarlos de sus tierras.
A esa singular estética pertenecen, por ejemplo, recordados cineastas de la talla de Howard Hawk, William Wellman, Budd Boetticher y, por supuesto, el icónico maestro John Ford.
En tanto, el denominado western crepuscular –que también marcó a fuego una época- tiene sus más relevantes referentes en realizadores de la talla y el indudable talento de Arthur Penn, la intensidad de Sam Peckinpah, el vuelo artístico de Clint Eastwood, el esplendor de Lawrence Kasdan y el indudable dramatismo del italiano Sergio Leone, entre otros.
Por supuesto, en este caso los personajes, que son diametralmente opuestos a los del western conservador de las décadas del cuarenta y el cincuenta del siglo pasado, eran una suerte de antihéroes, sucios, desalineados, taimados y violentos y, a menudo, despojados de toda humanidad.
En “El poder del perro”, Jean Campion hace añicos todos los prejuicios subyacentes, con un western ambientado en pleno siglo XX, que rompe con los cánones del género.
En efecto, contrariamente a lo que sucede en los títulos más representativos del cine de vaqueros que han transitado exitosamente por las pantallas de todo el planeta, en esta historia no hay largas cabalgatas, persecuciones, tiroteos, asaltos a bancos ni duelos a mano armada.
Empero, la violencia no está ausente en este relato complejo, enrevesado y habitado por los silencios, las miradas, los gestos y los lacónicos diálogos en voz baja, porque es implícita y no explícita.
En este caso, el protagonista de esta narración, inspirada en una novela autobiográfica del autor Thomas Savage, es Phil Burbank
(Benedict Cumberbatch), un vaquero recio, rudimentario y aparentemente implacable, que oficia de capataz de una estancia o hacienda que es propiedad de su hermano.
Su paradigma o referente ya fallecido, es Bronco Henry, su presunto maestro y mentor en el arte del trabajo rural, la cabalgata y el arreo del ganado, cuyo perdurable recuerdo ha guiado sus pasos en la vida.
La antítesis de ese personaje viril y endurecido por las tareas campestres, es el joven Peter (Kodi Smit-McPhee) –hijo de su cuñada- un estudiante de medicina que ostenta modales educados y una sensibilidad absolutamente incompatible con ese medio agreste poblado por hombres ordinarios e ignorantes.
Naturalmente, los peones se mofan recurrentemente de sus modos cuasi afeminados, lo desprecian, lo rechazan y lo segregan.
En ese contexto, el hilo conductor de la historia es el extraño vínculo entre dos seres humanos diametralmente y radicalmente opuestos, que pertenecen a mundo muy distantes.
En ese marco, entre ellos nace una suerte de amistad y hasta de atracción mutua, marcada paradójicamente más por las diferencias que por las similitudes.
Empero, esa dicotomía es bastante más aparente que real, porque ambos, en su fuero más íntimo, guardan secretos que, en caso de explicitarse, demolerían las barreras que los separan.
Jean Campion trabaja con la psicología de los protagonistas, ahondando en un mundo soterrado y cerrado a cal y canto, donde subyacen la culpa, los prejuicios y la vergüenza
Esos sentimientos y pasiones ocultas a punto de estallar, contrastan con la mansedumbre bucólica del paisaje, que en este caso adquiere un valor simbólico. En efecto, el propio título del film asocia al perro con una montaña, que representa la grandeza de la naturaleza pero también una cultura de convivencia caracterizada por un talante salvaje y visceral.
La célebre y multipremiada realizadora neozelandesa, que además de dirigir es también autora del guión, indaga en profundidad en los meandros psicológicos de todos los personajes –incluyendo al hermano y la cuñada del protagonista- logrando construir un cuadro dramático de sesgo enigmático, caracterizado más por lo no dicho que por lo dicho.
En esta historia deliberadamente asordinada y de ritmos narrativos sosegados, abundan los prolongados silencios, las gestualidades y las actitudes casi siempre ambiguas, que refieren a sexualidades reprimidas por un entorno naturalmente hostil y no menos implacable.
En tal sentido, bajo ese impenetrable caparazón de hipocresías y de dobles morales que colisionan radicalmente por el statu quo hegemónico, “El poder del perro” se posiciona como una propuesta claramente trasgresora y cuestionadora de posturas ultra-conservadoras e intolerantes.
Sin pretender erigirse en un alegato propiamente dicho, el film es sí una apuesta desafiante a confrontar y cuestionar las costumbres y creencias de una sociedad cruzada por los antagonismos y por la violencia, que en este caso no se explicita con virulencia pero si se intuye y se percibe.
La película, que ciertamente convoca a la reflexión en torno a la necesidad de gestionar las diferencias para minimizar las grietas sociales, destaca también por su excepcional fotografía de exteriores, una música que coadyuva a la creación de climas de tensión y un destacado reparto actoral, donde sobresalen Benedict Cumberbatch, Kodi Smit-McPhee y Kirsten Dunst.
FICHA TÉCNICA
El poder del perro (Estados Unidos 2021). Dirección: Jane Campion. Guión: Jane Campion inspirado en novela de Thomas Savage. Productores: Jane Campion, Iain Canning, Robert Frappier, Emile Sherman y Tanya Seghatchian. Fotografía: Ari Wegner. Música: Johnny Greenwood. Montaje: Peter Sciberras. Reparto: Benedict Cumberbatch, Jesse Plemons, Kirsten Dunst, Kodi Smit-McPhee, Thomasin McKenzie, Frances Conroy, Keith Carradine y Peter Carroll.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico de cine
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