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MAX AUB Y SU ANTÍDOTO CONTRA LA AMNESIA HISTÓRICA
Lic. Fernando Britos V.

El próximo 2 de junio se cumplirán 120 años del nacimiento de Max Aub y poco más de 50 años de su fallecimiento, pero su obra teatral, poética, novelística y cinematográfica mantiene un gran valor perdurable y desde el punto de vista de los estudios sobre la memoria cultural, la convergencia de la historia con la literatura, la antropología, la psicología, una extraordinaria y estimulante vigencia.

Max Aub nació en París en 1903 y residió en Francia hasta que, al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, su familia tuvo que trasladarse a España pues su padre era alemán y no podía permanecer en Francia. Max aprendió el castellano rápidamente y a pesar del dominio de otros idiomas nunca escribió en otra lengua. En 1916 el padre de Max solicitó la nacionalidad española para toda la familia y renunció a la alemana.

Voraz lector, dotado de una aguda inteligencia, no llegó a emprender estudios superiores sino que se dedicó a trabajar, en 1920, como viajante para asegurarse independencia económica. Esta actividad le permitió viajar mucho, especialmente por Cataluña.

En 1923 fue testigo en Zaragoza del establecimiento de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y en diciembre de ese mismo año viajó a Madrid por vez primera y empezó a practicar crítica literaria. En 1926 se casó con Perpetua Barjau Martín, que le acompañaría hasta su muerte, con ella tuvo tres hijas.

En 1928 ingresó al Partido Socialista Obrero Español. Por entonces compaginaba la actividad comercial con la literaria y se inició como dramaturgo con obras como El Desconfiado Prodigioso (1924), Espejo de Avaricia (1927) o Narciso (1928); a esa época pertenece asimismo la novela Luis Álvarez Petreña (1934), publicada inicialmente por entregas en la revista Azor.

Cuando comenzó la guerra civil se encontraba en Madrid y era un intelectual apenas conocido. En diciembre de 1936 fue enviado como diplomático a la legación española en París, puesto desde el que hizo el encargo y la compra del Guernica de Picasso y desarrolló intensas gestiones de solidaridad con la República. A su regreso a España, en agosto de 1937, ocupó el puesto de secretario del Consejo Nacional del Teatro, y, desde el verano de 1938 hasta su salida del país, colaboró con André Malraux en la realización de la película Sierra de Teruel.

En enero de 1939 se exilió a Francia y se instaló en París, donde terminó el rodaje de Sierra de Teruel. En abril de 1940 el gobierno francés lo detuvo y lo internó en el Campo de Concentración establecido de apuro en el estadio de tenis Roland Garros para alojar a disidentes políticos. Aub había sido denunciado como comunista. En mayo lo transfirieron al campo de internamiento de Vernet, en los Pirineos, cuyas vivencias escribió en su relato Manuscrito cuervo. Historia de Jacobo. En noviembre lo desterraron a Marsella. En 1941 fue detenido de nuevo y deportado a Argelia, donde compuso su estremecedor libro de poemas Diario de Djelfa.

El 18 de mayo de 1942 abandonó Djelfa y consiguió embarcarse el 10 de septiembre rumbo a Veracruz. En México, se naturalizó, desarrolló una inmensa actividad cultural y habitó hasta su muerte. Se ganó la vida gracias al periodismo, escribiendo en los diarios Nacional y Excelsior, y también en el cine ejerciendo de autor, coautor, director, traductor de guiones cinematográficos y profesor de la Academia de Cinematografía. En 1944 es nombrado secretario de la Comisión Nacional de Cinematografía. Durante estos años escribe San Juan (1943) y Morir por cerrar los ojos (1944) y estrena su obra de teatro La vida conyugal con gran éxito.

Desde mediados de los años 50 viajó por Estados Unidos y Europa pero sin poder ingresar a España. En 1969 por fin se le permite entrar y recuperó parte de su biblioteca, que estaba en la Universidad de Valencia. A su vuelta a México sigue con sus estudios de la figura de Luis Buñuel; posteriormente participa como jurado en el festival de Cannes, da conferencias por todo el mundo y, tras otro viaje a España, muere el 22 de julio de 1972 en Ciudad de México.

La mayor parte de sus obras fue escrita en tierras mexicanas. Entre ellas se destaca el ciclo de seis novelas sobre la Guerra Civil española, cuyo título general es El Laberinto Mágico. Es su obra cumbre y la forman Campo cerrado (1943), que evoca su adolescencia; Campo de sangre (1945), donde describe en toda su crudeza la Guerra Civil; Campo abierto (1951); Campo del moro (1963), que informa sobre los últimos momentos de la República en el Madrid del coronel Casado y del catedrático Julián Besteiro, que atacaron a los defensores de la ciudad para entregarla a las tropas franquistas. Siguió Campo francés (1965), especie de recapitulación de todo lo anterior donde medita sobre la derrota, y Campo de los almendros (1968), su obra maestra indiscutible.

A estos títulos se suman otras dos grandes novelas: Las buenas intenciones (1954) y La calle de Valverde (escrita 1959, publicada en 1961).

Max Aub desarrolló un proceso de investigación permanente de la realidad y los resultados los presentó a través de su inmensa obra literaria, en forma escalonada, sin descanso, novela tras novela, desde 1943 hasta 1968 siempre en su destierro mexicano. La Guerra Civil española y el trauma del fracaso de tantas esperanzas fue lo que le llevó a dar testimonio – sin dudas el más profundo y estremecedor – de la guerra y de sus secuelas: los campos de concentración y el exilio.

Se dedicó a a reconstruir lo ocurrido con el testimonio de múltiples testigos y con su propia y entrañable experiencia. El escritor fue uniendo en la serie de novelas que conforman el Laberinto Mágico el tiempo fundacional de la esperanza, el 14 de abril de 1931, cuando desaparece la monarquía y surge la República, con el tiempo de su declive, el fatídico mes de marzo de 1939.

En las novelas anteriores a Campos de los Almendros (la última de la serie) Max Aub escribió sobre la epopeya de la lucha y el ideario republicano. En esta última se halla frente al precipicio: “Este es el lugar de la tragedia: frente al mar, bajo el cielo, en la tierra. Este es el puerto de Alicante, el 30 de marzo de 1939. Las tragedias siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa, a una hora que no admite retraso”.

Max registraba sus recuerdos y los testimonios de otros testigos que compartieron cautiverio en las cárceles francesas de Marsella y de Niza, en los campos de concentración del Roland Garros, de Vernet y en el desierto argelino, en el olvidado campo de Djelfa. Muchos de esos cuadernos se conservan en la Fundación Max Aub, ubicada en Segorbe, Provincia de Castellón. Esos materiales son en buena medida una reflexión sobre el realismo.

Manuel Tuñón de Lara (1915-1997), el historiador que hizo una introducción del Laberinto Mágico, decía que en cada una de las partes de Campo de los Almendros la acción transcurre como secuencias cinematográficas que son “el óptimo método para dar vida al protagonista colectivo (que no es él sino los cientos, miles de hombres y mujeres) sin descoyuntar la obra”.

La historia tiene siempre la última palabra, dicta el orden de la narración – aunque sea relatada con discontinuidades y hasta con personajes y sucesos inventados –  decía el filólogo Francisco Caudet (1942-2021) en la edición crítica de Laberinto Mágico 5, de las Obras Completas de Max Aub y citó al autor diciendo “para narrar una historia, nada más absurdo que intentar seguir exactamente los sucesos según la hora en que acontecieron; no hay un solo personaje -sin eso no sería una novela- que viva a la misma hora que los otros”. Esas premisas son aplicables igualmente a la escritura de la Historia.

Los historiadores, que también son narradores, enfrentan muchos de los problemas que encuentran los novelistas que se ocupan de la realidad histórica pero los primeros tienen prejuicios sobre estos últimos. “El rigor de la narración queda diluido” dijo el poeta y ensayista Luis Romero (1916-2009) y le contestó Caudet : “al contrario, porque un libro como el Campo de los Almendros pretende, entre otras cosas, remediar un problema creado por los no pocos historiadores que, como vaticinó Manuel Azaña, iban a prestar su pluma, tal el más vulgar de los plumíferos, al poder”. “Se tejerá – escribía Azaña en junio de 1937 – una historia oficial para los vencedores, y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos”. Razón tiene el filósofo español Manuel-Reyes Mate cuando dice que todavía hay historiadores que se creen que la historia es una ciencia.

La investigación era para Aub un acopio continuo de testimonios, orales o escritos, que se relacionan más con el periodismo que con el trabajo de un historiador. Sin embargo, al igual que un historiador, Max Aub aspiraba a un conocimiento fidedigno y tan objetivo como fuese posible de todos los hechos; era un conocimiento previo al trabajo literario. Fue un novelista que buscaba la verdad a través de la literatura que dijo que las reacciones personales eran de gran importancia porque dibujaban sus personajes y a través de ellos, un mundo (“las anécdotas, los cuentos, lo inventado acerca de un personaje o un hecho son mucho mejores para conocerlo que los documentos” decía).

Como Cervantes, Aub sabía que el creador artístico, el literato, no es un historiador ni tiene por qué serlo, aunque se maneje e inspire con hechos que más tarde serán historia, porque tiene el privilegio de trasmitir emociones humanas a través de los avatares que experimentan los personajes. No son precisiones documentales pero abren una dimensión que permite una aprehensión profunda de la realidad y su vigencia perdurable.

El Laberinto Mágico y el conjunto de novelas que lo integran es un verdadero monumento literario-arquitectónico en memoria de los vencidos y Max Aub, en su versión que es la que se publicó en 1968, agregó al Campo de los Almendros una Addenda que es como una figura grabada en los mausoleos. Dice Caudet “Los desamparados son los derrotados. Lo son doblemente por haber sido desterrados para siempre a la memoria de sus heridas y por haber sido borrados de la Historia”. Y aquí aparece lo que Max Aub necesitaba sacar a la luz, lo que uno de sus personajes le dice a su hijo en el puerto de Alicante:

 Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de  España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares,  contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les  importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides
          (Max Aub, Campo de Almendros, 1968).

Campo de los Almendros, como todo el ciclo que desarrolló Max Aub durante casi tres décadas es un antídoto contra la amnesia histórica en general y no solamente por los temas sobre los que se ocupa (la Guerra Civil española y sus secuelas, la primera lucha franca contra el fascismo y por ende el verdadero comienzo de la Segunda Guerra Mundial) sino – como dijo Caudet – porque con todo lo que ella implica no ha renunciado a ser una obra artística.

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