“Anora”: La felicidad como amarga utopía
La prostitución como medio de vida y también como industria de consumo masivo, la riqueza, los sueños amputados, el abuso, la violencia, la pobreza y la inmoral impunidad de los poderosos son los siete revulsivos pilares temáticos que sostienen a “Anora”, la removedora comedia dramática del realizador estadounidense Sean Baker, que obtuvo nada menos que la Palma de Oro en el prestigioso Festival de Cannes, lo cual le otorga, a priori, un superlativo crédito desde el punto de vista de la valoración cinematográfica.
Este creador, que ha incursionado básicamente en el cine independiente, suele destacar por su estilo frontal y sin concesiones y por un abordaje profundamente humanista de historias de personas marginales, que viven o sobreviven al margen del sistema. En tal sentido, dos ejemplos concretos de su impronta creativa son “Tangierine” (215) y “El proyecto Florida” (2017), tal vez las películas más potentes y logradas de su filmografía. En ambos casos, hay personajes que interactúan y sobreviven en escenografías cotidianas complejas.
En ese contexto, el cine de Baker apunta claramente a describir y en más de un sentido a denunciar el lado oscuro del sueño americano, que es en realidad un gran mito y más que un sueño una pesadilla, en un gigantesco país de mentalidad imperialista en el cual conviven, en el mismo territorio, los más poderosos multimillonarios del planeta y pobres en situación de calle, idénticos a los que observamos en nuestra flagelada América Latina y, naturalmente, a los que anegan los espacios públicos de Montevideo.
«Anora» se quedó el domingo con el Oscar a la Mejor Película. La cinta dirigida por Sean Baker, una tragicomedia sobre una estríper en Nueva York que vive un tórrido romance con un joven heredero ruso, triunfó en cinco categorías. Además del máximo reconocimiento, Baker recogió las estatuillas a Mejor Dirección, Mejor Guion Original y Mejor Edición, en tanto que su protagonista, Mikey Madison, se alzó con la estatuilla a Mejor Actriz.
En efecto, el “sueño americano”, que ha sido capitalizado por oportunistas y populistas de derecha como el fascista presidente de los Estados Unidos Donald Trump, es, sin dudas, una suerte de farsa dialéctica asociada a los recurrentes delirios de grandeza de los Estados Unidos como meca del sistema hegemónico. Este concepto, que está obviamente introyectado en la idiosincrasia misma de la gran potencia, ha generado una suerte de utopía devenida en patología mesiánica colectiva.
Por supuesto, el fundamento ideológico de este fenómeno es el modelo capitalista que, según los teóricos liberales, garantizaría la movilidad social y el acceso al desarrollo humano individual bajo las reglas de la economía de mercado. Sin embargo, la experiencia histórica ha demostrado fehacientemente que en estos enunciados teóricos subyacen intrínsecas contradicciones, en tanto el sistema de acumulación también genera pobreza, miseria, inequidad y exclusión. Salvo excepciones, la gran industria cobijada por Hollywood ha ignorando históricamente esas realidades como si no existieran, con el propósito de vender un modelo de convivencia presuntamente idílico que es, en realidad, una auténtica mentira.
Empero, el cine independiente que casi siempre está fuera de los circuitos de distribución porque en el negocio cinematográfico prevalece primordialmente el mercado, suele abrir algunas grietas en el muro del encubrimiento, mediante la denuncia de las inequidades crónicas que subyacen en el sistema.
En ese contexto, “Anora” es un film realmente valioso, porque pone en debate varios temas inherentes a esas disfuncionalidades y patologías sociales, que castigan siempre a los sectores más vulnerables de la sociedad incluso en las naciones desarrolladas y, simultáneamente, amparan a los poderosos, que gozan de absoluta impunidad para perpetrar toda suerte de abusos.
La película, que mixtura el drama con la comedia romántica y hasta abunda en situaciones hilarantes pautadas por el humor negro, se inicia con una larga secuencia que transcurre en un club nocturno, que, es, en realidad, una suerte de prostíbulo de lujo, porque está únicamente destinado a personas de alto poder adquisitivo.
Por supuesto, los clientes son todos hombres que acuden allí en busca de compañía femenina y de satisfacer sus apetitos sexuales con hermosas bailarinas que ensayan danzas eróticas y luego invitan a los comensales a ámbitos más privados. Allí, las mujeres tornan en realidad todas las fantasías de quienes pagan miles de dólares por su derecho al placer.
Si bien a priori estas actividades serían un trabajo como cualquier otro, en realidad estos cuadros constituyen la exaltación de la cultura hegemónica de la mujer objeto, que en este caso concreto tiene un valor de mercado. Obviamente, la mayoría de las empleadas de ese local exclusivo son trabajadores sexuales, que en muchos casos cumplen con esa faena para sobrevivir. Aquí los sentimientos no cuentan, porque la emergencia de estas féminas es ganar dinero para sostenerse económicamente a sí mismas o bien a sus familias. Por ende, estos vínculos, que son tan efímeros como causales, son obviamente forzados por las circunstancias.
La protagonista de este film, que se llama precisamente Anora (soberbia actuación de la talentosa y no menos hermosa Mikey Madison), es una de esas bailarinas y prostitutas que animan las noches de sexo y borrachera de ese lujoso local. Por supuesto, desempeña muy bien su trabajo, lo cual la transforma en una de las preferidas de los clientes que acuden cada día al lugar.
Una noche como tantas otras, la mujer, gracias a su inteligencia y particularmente a sus conocimientos del idioma ruso, entabla un vínculo con un comensal de lujo: el joven Iván Vanya (Mark Eydelshteyn), el hijo pródigo de un multimillonario magnate de Rusia, quien aburrido de no hacer nada, emprende una visita a los Estados Unidos con el propósito de vivir nuevas y fascinantes experiencias.
Los encuentros entre ambos jóvenes se tornan más frecuentes, hasta que el hombre invita a la mujer a pernoctar en una suntuosa casa de propiedad de su familia, que es una mansión realmente de ensueño. Para la chica, que vive en una humilde vivienda del barrio Brooklyng, este radical cambio de escenario es una contingencia tan sorprendente como radical. No en vano, el inmueble que ocupa está emplazado en la periferia de Nueva York y muy cerca de la vía del tren. Por supuesto, este vehículo pasa incesantemente y a toda hora, provocando un gran estruendo.
Para Ani, como se hace llamar, los frecuentes encuentros amorosos cargados de ardiente sexo con el joven millonario devienen en una suerte de cuenta de hadas, que ingresa aun más en el terreno de la fantasía cuando su novio le propone matrimonio y contraen enlace en la mítica ciudad de Las Vegas.
En ese contexto, su teórica aspiración, que es envidiada por sus compañeras, es abandonar su trabajo como prostituta de lujo y tal vez transformarse en una señora distinguida, con todas las ventajas de ser pareja del heredero de un auténtico imperio económico. Empero, toda esa utopía comienza a derrumbarse como un castillo de naipes, cuando el padre del joven se opone al matrimonio y resuelve tramitar la anulación, obviamente contra la voluntad de los contrayentes.
En ese marco, contrata a tres hombres bastante torpes, cuya misión será encontrar al joven Iván para persuadirlo que termine con esta historieta de amoríos con una plebeya. El trabajo, que es naturalmente bien pagado, incluye también secuestrar a la mujer para forzarla a acordar una separación, a cambio de una buena indemnización. En este pasaje del relato afloran por lo menos dos apuntes críticos con respecto al vínculo entre la clase oligárquica y quienes viven en la periferia de la sociedad.
En efecto, estos delincuentes de pacotilla, mandatados y pagados por el multimillonario ruso, se creen con derecho a violentar a la joven, a atarla e inmovilizarla, luego de recibir varios golpes por parte de la secuestrada, que se defiende con fiereza como si su vida estuviera en peligro. Lo realmente sugestivo es que estos hombres cometen sus fechorías sin que nadie les ponga freno, como si la Policía y el Justicia, que están ausentes, virtualmente no existieran.
Con la impunidad que les otorga estar trabajando al servicio del poder, transitan casi toda Nueva York con la mujer a rastras, con el objetivo de localizar al prófugo hijo del millonario, ponerle freno a sus desvaríos y forzarlo a aceptar que firme cuando antes el divorcio, que es férreamente resistido por la mujer.
Por supuesto, estos hombres, que son violentos y por momentos exhiben una excesiva torpeza por su falta de experiencia en estos menesteres, tienen casi el mismo origen social que la joven, quien, visiblemente azorada, observa con asombro no exento de desazón que su mundo de fantasía comienza a desmoronarse.
Incluso, la aparición de los padres del chico malcriado potencia aun más esa diferencia de clase social, expresada, con grosera radicalidad, en el desprecio a una joven que no pertenece al limbo de las elites privilegiadas del planeta.
En esta película, hay más de una lectura política. Una de ellas es precisamente la ostentación de esos multimillonarios rusos, nacidos del vientre del derrumbe de la Unión Soviética, un sistema político rigurosamente planificado en el cual no existían virtualmente las clases sociales, acorde al paradigma marxista engendrado por la épica revolución rusa que triunfó en 1917.
Esta familia constituye un elocuente ejemplo de los nuevos ricos, que amasaron su fortuna luego de la implosión del denominado socialismo real que hegemonizó la Unión de Republicas Socialistas Soviéticas durante más de siete décadas. Esta es la primera lectura de esa mutación histórica, que transformó una federación de republicas de impronta comunista en una potencia económica capitalista, gobernada, por supuesto, por las reglas del mercado, la oferta y la demanda y el darwinismo social.
La segunda lectura, que decanta en el transcurso del relato, refiere, por supuesto, a las obscenas diferencias sociales que subyacen en el sistema de acumulación de impronta concentradora, que privilegia a las clases altas que detentan la propiedad de los medios de producción y condenan a vastos sectores de la población a vivir en la periferia de la sociedad.
Aunque el film está despojado de toda eventual tentación panfletaria, las inequidades se tornan elocuentes por la mera comparación entre el estándar de vida del joven heredero, que pasa de fiesta en fiesta entre el alcohol, el sexo, la droga y los excesos, y la peripecia de la joven, que todas las noches debe entregar su cuerpo a extraños para seguir sobreviviendo como puede. Esa radical dicotomía está expresada con una elocuencia que realmente conmueve y hasta subleva.
La tercera y tal vez más trascendente lectura que ensaya el inquieto realizador refiere naturalmente a las utopías crudamente sepultadas por una realidad que impacta y lastima con dureza a la protagonista de esta aventura extremadamente azarosa y dramática. En ese contexto, nada de lo que parece ser realmente es y la fantasía se esfuma rápidamente como un cuento de hadas con final infeliz y, si se quiere, hasta previsible.
En ese marco, las secuencias de humor negro no reducen en modo alguno el drama que experimenta una joven que soñó, apenas por un instante, abandonar su condición de marginal y de mero objeto de deseo codiciado por quienes pueden pagar un servicio sexual de lujo, porque tiene n el poder suficiente para hacer lo que les plazca.
En tales circunstancias, “Anora” presenta un cuadro sombrío y nada complaciente, que sólo roza la epidermis de la comedia cuando ambos jóvenes construyen una apócrifa burbuja de felicidad, que se va esfumando por la fuerza de la prepotencia pero también por los caprichos de un oligarca niño mimado que se siente con el derecho que le otorga su poder económico de gobernar la voluntad de personas que sobreviven como pueden y, en el caso de estas mujeres, ofrecen todas las noches sus exuberantes anatomías como mercancía de consumo.
En esta película cuasi inclasificable, que mixtura el drama con la comedia romántica y hasta con el thriller, aflora un sólido discurso crítico que indaga, sin inconvenientes catecismos ni burdos panfletos, en la lucha de clases que pervive en el tiempo por las persistentes inequidades sociales.
Sean Baker administra esas tensiones con la intrínseca sabiduría de quien conoce los ambientes urbanos más sórdidos y las más degradantes oscuridades de una sociedad contradictoria, en la cual conviven los ampulosos excesos de los millonarios, con todas sus decadentes frivolidades, con quienes viven cotidianamente a la intemperie por los avatares del destino y obviamente devienen en meras víctimas del sistema.
Pese a todo, la mujer se erige en una suerte de anónima heroína, que se rebela contra ese statu quo y, en la medida de sus posibilidades y de tu tolerancia, se adapta a una realidad que, para ella, está muy lejos de su quimérica fantasía de apócrifa e impostada felicidad.
Más allá de su envase cinematográfico, que es obviamente indefinido por el cruce de géneros, “Anora” es, sin dudas, un film testimonial de sabor bastante más agrio que dulce, que demuele radicalmente y mediante un lenguaje tan frontal como desencantado y hasta desolador, el artificioso mito del sueño americano, contundentemente sepultado bajo el demoledor peso de las inequidades subyacentes, la degradación y las recurrentes miserias humanas.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Anora (Estados Unidos/2024). Guión y dirección: Sean Baker. Fotografía: Drew Daniels. Edición: Sean Baker. Reparto: Mikey Madison, Mark Eydelshteyn, Yura Borisov, Luna Sofia Miranda, Karren Karagulian, Vache Tovmasyan, Lindsey Normington, Aleksey Serebryakov y Darya Ekamasova.
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