Maricel Spini y redacción
/ El pontificado de Francisco I, electo en marzo 2013, sinceró mucho de la responsabilidad que asumió, y fundamentalmente el rol político de la Iglesia católica. Su pontificado, que fue acción, fue disruptivo para una institución ultraconservadora aunque sus reformas fueron moderadas.
Su consigna predilecta para los jóvenes hacía caudal en eso: «hagan ruido». De hecho, pasará a la historia –más allá de lo que ésta escriba de ahora en más–como el Papa que sacudió los cimientos de una institución ultraconservadora como la Iglesia católica con un envión reformista, el cual encontró fuertes resistencias en la Curia romana. Su envión, en cumplimiento de la biología, fue apagándose a la par de que se debilitaba su frágil salud.
Fue peronista, socialista, comunista y más, pero no visitó su Argentina natal; un hecho que debe ser leído como una crítica a la situación irremedianlemente convulsa de su patria, Y cualquiera de esos calificativos portaban la resistencia al cambio. Serían cambios moderados, pero la medida de los cambios hay que contrastarla con la resistencia a los cambios, vistos todos como resistencia a transformaciones al punto tal de ser amenazas para el establishment del Vaticano.
El plan del argentino para la Iglesia católica fue simple, y se resumió en su mandamiento de abrir la Iglesia al pueblo; “sacarla a la calle”, como dijo en la catedral de Río de Janeiro hace 12 años.
En los hechos, las proclamas del Papa, escudadas en la defensa del carácter humanista del cristianismo, significaron admitir el rol político de la Iglesia católica en debates de trascendencia mundial e histórica.
Inmigración, pobreza, comunidad LGBTIQ+, economía del mercado y cambio climático fueron algunos debates que el sumo pontífice propuso.
Desde su encíclica Laudato Sí, donde vinculó la destrucción del ambiente con la avaricia económica, hasta sus participaciones en el foro de Davos, llamando a poner fin a “la cultura del descarte”, y pasando por la alerta de que la crisis climática “es un pecado estructural”, el Papa Francisco sentó posición como líder no solo espiritual, sino político.
Entre sus líneas de acción predilectas, Francisco posicionó el acompañamiento de los migrantes como principal causa. “Una persona que piensa en construir muros, cualquier muro, y no en construir puentes, no es un cristiano. Eso no está en los evangelios”, lanzó categóricamente durante la primera campaña electoral de Donald Trump.
Viajó a Lampedusa en 2013 –primer viaje de su pontificado- en plena crisis migrante en Europa para proclamar: “¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro; no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!”.
El Papa otorgó, además, a la Iglesia un rol activo en mediaciones internacionales, algunas más exitosas que otras, como la cumplida en las negociaciones entre Cuba y Estados Unidos para normalizar relaciones diplomáticas tras décadas de tensión. La misma culminó con una inédita gira papal hacia los dos países en 2015.
Francisco no solo asumió un papel en la gobernanza mundial, sino que lo hizo hacia el interior de la Iglesia, con sendos cambios en normativas que permitieron transparentar su funcionamiento y que allanaron el camino para un manejo menos discrecional del poder de la institución.
Esas reformas, de menos impacto a nivel global, prepararon el camino para que la elección de su sucesor garantice la permanencia de muchos de los cambios instaurados por el Papa: una Iglesia abierta, periférica y ruidosa en los debates mundiales. Amen.
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