“Hasta el fin del mundo”: La justicia por mano propia

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La violencia propia de un lejano Oeste salvaje, la pasión por el azar y la aventura, la prepotencia del modelo patriarcal y la venganza son los cuatro pilares argumentales de “Hasta el fin del mundo”, el potente western del cineasta estadounidense de origen danés Vigo Mortensen, quien construye un cuadro de intensa potencia dramática y superlativo esplendor estético, que recuerda a algunos de los mejores exponentes de este centenario género cinematográfico.

Mortensen, que contrariamente a lo trascendido no es argentino de nacimiento aunque vivió muchos años en el vecino país, asume el desafío de construir la escenografía de su película en el indómito oeste, plenamente consciente que esta vertiente artístico está lejos de haberse extinguido, por más que sea un género cada vez menos transitado por el cine contemporáneo.

El recorrido del western en el cine ha surcado todo el siglo XX y lo que va del XXI para evocar, en primera instancia, la mitología de la frontera, la fundación del nuevo estado-nación, la batalla colonizadora del blanco contra el aborigen y luego la deconstrucción de aquella iconografía fundada en el relato de los ganadores y la glorificación de la violencia, la prepotencia y la muerte.

Obviamente, en estos más de cien años de ininterrumpida trayectoria en los estudios de la industria y en la intransferible magia de la proyección de sala, este longevo género ha transitado por diversas etapas, que marcaron la evolución de las preferencias del público y hasta la iconoclasta ruptura de mitos largamente arraigados en el imaginario social.

No en vano, en primera instancia el género cumplió en Estados Unidos el chauvinista rol de entronizar al típico héroe americano, en taquilleras producciones destinadas a escribir o reescribir la propia épica fundacional de la potencia imperial del Norte.

Esa construcción iconográfica se caracterizaba y aun se caracteriza en el presente, por la exaltación de vaqueros impecablemente vestidos, con testas cubiertas por sombreros tejanos y relucientes pistolas de empuñaduras anacaradas, que cabalgan a través de vastas praderas y viven en ranchos o en grandes haciendas. Por supuesto,  algunos de ellos son trashumantes y, en muchos casos, se dedican a exterminar indios o bien a despojarlos y expulsarlos de sus tierras.

A esa singular estética pertenecen, por ejemplo, recordados cineastas de la talla de Howard Hawk,  William Wellman, Budd Boetticher y, por supuesto, el icónico maestro John  Ford.

En tanto, el denominado western crepuscular –que también marcó a fuego una época- tiene sus más relevantes referentes en realizadores de la talla y el indudable talento de Arthur Penn, la intensidad y visceral frontalidad de Sam Peckinpah, el vuelo artístico de  Clint Eastwood, el esplendor de Lawrence Kasdan y el indudable dramatismo rupturista del italiano Sergio Leone, entre otros creadores referentes.

Por supuesto, los personajes de las películas catalogadas bajo el rótulo del despectivamente denominado spaghetti western, que eran diametralmente opuestas a las del western conservador de las décadas del cuarenta y el cincuenta del siglo pasado, eran una suerte de antihéroes, sucios, desalineados, taimados y violentos y, a menudo, despojados de toda humanidad. Tal vez eran una aproximación bastante más realista a las personas de una época marcada por la ley del más fuerte, en la cual ser un experto e implacable pistolero era más mérito que ser alguien pacífico y que respetaba las reglas de convivencia social.

Hasta el fin del mundo” abreva de las diversas corrientes del género, narrando una historia que tiene algo de dos célebres exponentes de esta estética cinematográfica: “Danza con lobos” (1990), el cuasi épico y galardonado filme de Kevin Costner, y “La balada del desierto” (1970), la poética y desencantada película de Sam Peckinpah, que es una suerte de comedia dramática ambientada en el lejano oeste.

Como en films precedentes, en este caso el relato está ambientado en tiempos de la Guerra de Secesión, que, entre 1861 y 1865, dividió radicalmente a los Estados Unidos entre el Sur esclavista y el Norte anti-esclavista. Fue un conflicto de superlativa ferocidad, que arrojó un dramático saldo de casi 800.000 muertos, entre soldados de ambos bandos y civiles. Obviamente, esta guerra dejó también a miles de mujeres viudas y a miles de niños huérfanos de padre, sembrando dolor y desolación.

Empero, tal vez el único saldo positivo, que no es menor, fue la definitiva abolición de la esclavitud, lo cual no apagó el odio radical y la violencia contra los negros, situación que se mantiene hasta el presente, más allá de los avances consagrados en materia de derechos civiles a partir de la década del sesenta del siglo XX.

Aunque en esta historia no hay escenas ambientadas en el campo de batalla, este conflicto, que destruyó afectos, influye, en forma determinante, en el destino de los protagonistas.

Empero, la violencia se palpa desde el comienzo, a través de una imagen que tiene un sentido alegórico y que juega con el tiempo y el espacio, ya que no pertenece al oeste americano sino a Europa. Todo este elocuente cuadro es engendrado por la imaginación de Vivienne Le Coudy (Vicky Krieps), aventurera de origen francés, que es una de las protagonistas centrales de la película, quien perdió a su padre en otra guerra.

La mujer se asienta en su patria de adopción procurando reconstruir su vida en una tierra de oportunidades, como bien definen los propios yanquis a los Estados Unidos, por más que el sueño americano sea, para los inmigrantes, una mera quimera.

En ese contexto, se encuentra casualmente con Holger Olsen (Viggo Mortensen), otro inmigrante, pero de origen danés, que se ha instalado en la región de Nevada, un lugar que parece ofrecer importantes oportunidades de progreso y desarrollo.

El vínculo inicial entre ambos reviene en romance y luego en convivencia, ya que los dos parecen estar interesados en dedicarse a la granja y en fundar un hogar, en medio de una zona casi desolada. Esa es la primera referencia que me acudió a la memoria con relación a “La balada del desierto”, donde el protagonista emplazaba, en pleno desierto, una suerte de estación de servicio con agua y víveres para proveer a las diligencias.

En este caso, la clave es un emprendimiento productivo, que el hombre y la mujer comparten, porque, aunque tienen el mismo espíritu aventurero, aspiran a echar raíces y dejar de ser mejor trashumantes.

Empero, como el rancho está muy cerca del pueblo Elk Flats, la pareja debe trasladarse con frecuencia a ese poblado a los efectos de comprar alimentos y otros insumos indispensables.

Empero, ese lugar reproduce un clásico cuadro del western más clásico, ya que es gobernado en forma naturalmente autoritaria por un el ranchero y hacendado Alfred Jeffries (Garret Dillahunt) y por el corrupto alcalde Schiller (Danny Huston).

No falta, por supuesto el matón, que es Weston Jeffries (Solly McLeod), hijo y protegido del hacendado, quien comete toda suerte de tropelías y abusos contra los lugareños, generando una situación de permanente tensión y potencial violencia.

Este paisaje humano conflictivo, que contrasta claramente con la belleza del paisaje natural y la inmensidad de un territorio cuasi virgen, homenajea a los códigos de un género western en larga agonía que se niega a fenecer, porque es un componente intrínseco del cine, ya sea en su versión norteamericana más clásica como en su versión italiana, bastante más revisionista.

Nuevamente, como en el pasado, aflora la dicotomía entre el héroe y el antihéroe, entre quien desea vivir en paz y quien busca pleito para afirmar su poder sobre otros, sustentado no sólo en el dinero sino también en la violencia más deleznable.

Empero, la propia Guerra de Secesión, que no se explicita a través de imágenes, si se visualiza por las actitudes de las personas, que en algunos casos permanecen ajenos e indiferentes al conflicto y en otros se involucran en él, no precisamente por ideas sino por dinero. Es decir, fungen como meros mercenarios.

La película se desarrolla en dos dimensiones temporales bien diferentes, marcadas por la muerte y por la herencia genética de ese niño huérfano, que acompaña a un hombre que no es su padre aunque a la sazón oficie como tal, en un viaje a priori sin destino y sin ninguna certeza, a excepción de la convicción que ninguno de los dos volverán a estar solos y ya nada los separará, porque se necesitan mutuamente.

A diferencia de otros exponentes del género este es, salvo excepciones, un relato de ritmos sosegados y hasta de tiempos muertos, marcados por el silencio y la mansedumbre de una naturaleza desolada y poco explorada por el ser humano, por los afectos y los sueños truncos, pero también por la violencia muy bien dosificada y por los inexorables códigos de la justicia por mano propia, tan habituales en el cine ambientado en el indómito lejano oeste.

Todos los personajes siguen su propio derrotero, como si este estuviera signado de antemano y fuera inexorable, en una época en la cual el más poderoso era el que detentaba el uso de la fuerza, más allá que fuera o no legítima. En ese contexto, los conflictos se dirimen del único modo que pueden dirimirse, ante la falta de freno a las ambiciones y la barbarie de algunos que se creen omnipotente: mediante la violencia.

Vigo Mortensen, quien también actúa y encarna el papel protagónico masculino, teje pacientemente la trama dramática, que evoluciona desde un comienzo caracterizado por la mansedumbre y la armonía a un epílogo dramático, que para nada sorprende en función del desarrollo del relato.

Esta película, que tiene encarnadura, está salpicada de pasiones, de amores encontrados y desencontrados, de ambiciones y, en cierta medida, hasta de idealismo. Obviamente, ese idealismo no refiere propiamente a la voluntad del hombre de alistarse en el ejército para combatir en la Guerra de Secesión, sino a la imperiosa necesidad de echar raíces y vivir en contacto con la naturaleza más salvaje.

Esa obsesiva búsqueda de un lugar en el mundo donde vivir, trabajar y amar, es la búsqueda de los protagonistas, que renuncian a la libertad de seguir siendo trashumantes para establecerse y fundar un hogar, desafiando la eventual inestabilidad que pueda generar un conflicto fratricida de trágicas consecuencias.

Este film plantea otro tema que, en pleno siglo XXI, nos sigue ocupando: el paradigma patriarcal como construcción cultural de raigambre autoritaria, que, a menudo, otorga impunidad a los hombres para arrasar con los derechos de la mujer.

Si bien seguramente la intención del director no fue explicitar este deleznable rasgo del sexo masculino sino denunciar los excesos de un tiempo histórico en el cual se cometían toda suerte de tropelías, una de las secuencias más crudas de esta película nos induce a reflexionar sobre un tópico recurrente y, en nuestra opinión personal, insoslayable.

Empero, este film, que es una suerte de nostálgico homenaje a un género tan emblemático como lo es sin dudas el western, destaca tanto por su intensidad dramática como por su vuelo poético, que se expresa elocuentemente en la grandeza y en la inmensidad territorial de los paisajes, y en la ética de personas que aman casi sin pedir nada a cambio, pero que también, cuando es menester, pueden odiar.

En ese contexto, sobrevuela el sentido de justicia, que en este caso es funcional a un ajuste de cuentas propio de estas historias, que, aunque no repara el daño infligido, que en este caso es inexorable, coadyuva a la recuperación de la dignidad y la autoestima y, desde el punto de vista ético, pone las cosas en su sitio.

El epílogo de “hasta el fin del mundo”, que puede parangonarse en cierta medida a los finales de los exponentes del género de otrora del cine de industria, no mitiga, no obstante, el desenlace de un relato que no tiene nada de complaciente y que se parece más al tono de algunas producciones crepusculares que a la impronta de los clásicos de esta popular y centenaria vertiente cinematográfica.

En un reparto actoral de plausible desempeño, sobresale nítidamente la actuación protagónica de la formidable Vicky Krieps, quien mixtura la intensidad de una mujer capaz de irradiar ternura con la rebeldía, el coraje y el valor. A ello se suma una sobria interpretación del propio Vigo Mortensen, en su doble rol de actor y director, de una película que conmueve y remueve.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA

Hasta el fin del mundo, (The Dead Don’t Hurt). Estados Unidos, Canadá, México, Reino Unido 2023). Guión y dirección: Viggo Mortensen. Fotografía: Marcel Zyskind. Edición: Peder Pedersen. Música: Viggo Mortensen. Reparto: Vicky Krieps, Viggo Mortensen, Solly McLeod, Garret Dillahunt, Danny Huston y Rafel Plana. 

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